LA HABANA, Cuba. – Soy un viejo infeliz que fue un niño feliz. Soy un hombre muy triste, soy un viejo llorón y amargo, un hombre triste y amargo. Yo me he convertido en un hombre muy triste, en un viejo llorón y desabrido. Soy un hombre entristecido al que le ha dado por añorar su infancia, un hombre que provoca su memoria para que ella le devuelva algo del pasado y los recuerdos. Soy un viejo que hasta extravió las muchas fotos que su padre hiciera de esos años infantiles tan felices.

Hoy viré la casa al revés un montón de veces pero en ninguna de esas búsquedas encontré las diapositivas a color que buscaba, tampoco las imágenes más viejas, aquellas fijadas en blanco y negro sobre la cartulina. Mucho he indagado buscando eso a lo que a veces llamo “nuestros años felices”, pero ya no tengo ni siquiera esas imágenes que propiciarían los mejores recuerdos, esos que solo han quedado en mi memoria, en una memoria que se torna escurridiza.

Y en busca de esa infancia fui a dar al zoológico de la calle 26, del que me separa un tramo que es breve, que más bien es brevísimo. Yo fui hasta allí porque quería reconstruir, con mi dañada memoria, esa que estuvo resguardada en las tantísimas fotos que nos hiciera mi padre en aquel parque que aún resulta encantador en mi memoria.

Fui al zoológico a recordar, para ver a mi madre entonces muy delgada y esbelta y luciendo una blusa estampada de las fotos, como en aquel día. Fui a mirar a mi madre otra vez delgada, esbelta, y con aquel peinado que estuvo de moda en esos años y que aún me hace recordar al “príncipe valiente”. Yo fui al zoológico pero era larga la cola, y sedienta, y muy quejosa en todas esas conversaciones que escuché mientras esperaba.

Los niños hacían preguntas, querían saber lo que podrían encontrar en el zoológico que fuera fundado mucho antes de que la “Revolución” de Castro subiera al poder. Y los niños en la cola lloraban porque tenían sed. Los niños lloraban porque era demasiado larga la cola y la espera para ver a los animales.

Los niños preguntaban a sus mayores en cuál lugar estaban los leones y dónde los elefantes. Los padres intentaban propiciar la calma de sus hijos, pero no la conseguían y se frustraban, se enfadaban, gritaban a sus hijos reclamando la espera más tranquila, como si tal cola fuera posible en una cola en el zoológico.

Los niños lloraban por la sed y por el hambre, porque querían mirar a los animales que no habían visto nunca de cerca y que suponían encerrados en grandes jaulas, como había dicho la maestra, como habían asegurado la madre, el padre, la familia entera. Los niños lloraban y los padres intentaban conseguir la calma en medio de esa cola enorme. Los niños tenían sed y hambre, y esperaban, y lloraban.

Los niños y también los que ya no lo somos esperábamos inquietos por el momento preciso de traspasar la entrada. Esa entrada se dilataba, se enredaba, de la misma forma en que se enredan esas serpientes que hay en algunos jardines zoológicos, esas que se enredan para dilatarse luego y asustar a cualquiera que las mire.

Y horas después, quizá tres horas después de estar mirando esos venados cornudos y de piedra que presiden la entrada del Zoológico de 26, me tocó entrar, y pude husmear, que para eso fui hasta allí y esperé tantísimo. Y lo que vi me trajo la certeza de que no valió la pena tanta espera, tantas angustias y sudores bajo aquel resistero, o quizá sí.

Lo que vi durante tanta espera era triste, fue traumático para mí, y más para los niños, incluso para esos padres que son escépticos y más tradicionales, para esos que no esperan nada, que no creen en nada y les da lo mismo una cosa que la otra. Lo que allá adentro vi debe ser eso que no se llevó el viento por pura casualidad o gracias a la justicia divina.

Lo que miré cuando estuve dentro del zoológico podría ser comparado con esos desastres que miramos tras el paso de un fuerte huracán, esos que hemos vivido en los últimos “sesentipico” años. El zoológico ya no era el mismo que miré en mi infancia ni mucho después de aquella primera visita.

Y quedé convencido de que por ese zoológico habían pasado mil ciclones y maremotos, y un montón de terremotos, pero el más terrible de los males que por allí pasó fue sin dudas el comunismo, el castrismo. Yo miré a un leopardo que no daba miedo. Yo miré a un leopardo que daba lástima, que daba ganas de acariciarlo y traerlo a casa para alimentarlo mejor, para arrullarlo después de tantos horrores, de esas canalladas que debe haber sufrido el infeliz.

Yo tuve ganas de hablar al leopardo que no consiguió jamás un buen amigo en el Zoológico de 26. Yo tuve ganas de cantar a los animales lo mismo que cantaban a los pollitos cuando yo era niño, a esos que dicen “pío cuando tienen hambre, cuando tienen frío”. Yo tuve ganas de acariciar a la vieja hiena que estuvo ausente, quizá escondida y temerosa al descubrir la tanta hambre de quienes querían mirarla, esos que tenían mucha hambre de vida, de libertad, y hasta de muerte.

Yo caminé buscando vida animal pero eso fue lo que menos encontré. Yo miré a un triste cocodrilo que, como el perrito chino de la canción, le habría gustado ir a otro lugar, a la casa de alguien que le cantara una canción. Yo buscaba a un cocodrilo pero lo que miré tenía aspecto de lagarto hambriento.

Lo que encontré fue lo más parecido al cocodrilo del famoso dilema de Eubulides de Mileto, ese que jamás ha tenido solución, ese que se complica más, cada vez que se suponen descubiertas sus verdades. Yo caminé por el jardín en el que vi al cocodrilo malcomido, al que los niños compasivos le tiraban algún pedazo de la confitura que tenían en las manos.

Yo miré al cocodrilo hambriento, y a unos niños que me parecieron tan hambreados como los animales, como los padres de los niños que habrían querido arrasar con cada kiosco en los que vendían confituras. Yo vi, en fin, un zoológico desahuciado, un zoológico sin animales, con tristes ejemplares que provocaban lastima a todo el que los miraba y les tiraba “un salve”, una migaja de la confitura que compraran los padres.

El Zoológico de 26 es hoy, más que todo, una confitería a la que van los padres para comprar esas golosinas que gustan a sus hijos, mientras los mercaderes son los más insensibles, los que no escatiman a la hora de timar a los padres que quieren complacer a los hijos con una confitura que podría sacarles una sonrisa o el llanto más frenético.

Y todo es triste en ese zoológico donde hubo animales alguna vez y donde hoy van los niños para manejar esos carritos que son el sustento de muchos cuentapropistas. En aquel jardín que alguna vez estuvo repleto de animales hoy solo se encuentran juguetes plásticos que fabrican los merolicos a los que hoy llaman “emprendedores” y a los que deberíamos llamar estafadores, quizá vampiros, que son hoy el centro del Zoológico de 26, en Nuevo Vedado, y que alguna vez fue un sitio que imantara con sus muchos animales.

El Zoológico de 26 es hoy una quimera donde se sueñan animales, donde se imaginan a esos animales que estuvieron enjaulados alguna vez. El zoológico es un mundo de tarecos plásticos. El zoológico es una vuelta en un carrito plástico que maneja el niño y por el que el padre paga una fortuna.

El zoológico es un negocio, es una escopeta para que el niño “aprenda a tirar y a tirar bien”. El zoológico es un tareco con ruedas que el merolico alquila para que lo maneje el niño, como si fuera un tanque de guerra. El zoológico es una escopeta, es un tiro al blanco que sustituye a los animales que alguna vez tuvo el zoológico. El zoológico es una infinitud de tarecos plásticos con los que, al menos eso suponen, los niños sustituyen a los animales que ya no están, que dejaron de existir hace ya mucho.

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¿Qué pasó con el Zoológico de 26?

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24.04.2024

LA HABANA, Cuba. – Soy un viejo infeliz que fue un niño feliz. Soy un hombre muy triste, soy un viejo llorón y amargo, un hombre triste y amargo. Yo me he convertido en un hombre muy triste, en un viejo llorón y desabrido. Soy un hombre entristecido al que le ha dado por añorar su infancia, un hombre que provoca su memoria para que ella le devuelva algo del pasado y los recuerdos. Soy un viejo que hasta extravió las muchas fotos que su padre hiciera de esos años infantiles tan felices.

Hoy viré la casa al revés un montón de veces pero en ninguna de esas búsquedas encontré las diapositivas a color que buscaba, tampoco las imágenes más viejas, aquellas fijadas en blanco y negro sobre la cartulina. Mucho he indagado buscando eso a lo que a veces llamo “nuestros años felices”, pero ya no tengo ni siquiera esas imágenes que propiciarían los mejores recuerdos, esos que solo han quedado en mi memoria, en una memoria que se torna escurridiza.

Y en busca de esa infancia fui a dar al zoológico de la calle 26, del que me separa un tramo que es breve, que más bien es brevísimo. Yo fui hasta allí porque quería reconstruir, con mi dañada memoria, esa que estuvo resguardada en las tantísimas fotos que nos hiciera mi padre en aquel parque que aún resulta encantador en mi memoria.

Fui al zoológico a recordar, para ver a mi madre entonces muy delgada y esbelta y luciendo una blusa estampada de las fotos, como en aquel día. Fui a mirar a mi madre otra vez delgada, esbelta, y con aquel peinado que estuvo de moda en esos años y que aún me hace recordar al “príncipe valiente”. Yo fui al zoológico pero era larga la cola, y sedienta, y muy quejosa en todas esas conversaciones que escuché mientras esperaba.

Los niños hacían preguntas, querían saber lo que podrían encontrar en el zoológico que fuera fundado mucho antes de que la “Revolución” de Castro subiera al poder. Y los niños en la cola lloraban porque tenían sed. Los niños lloraban porque era demasiado larga la cola y la espera para ver a........

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