No, no soy alarmista. Tampoco soy tremendista ni terraplanista ni algo parecido. Es que, con todas las noticias y convulsiones, lo más sensato es dudar.

Porque el MAS hoy se fractura (¿alguien aún cree que era una maniobra distractora de la opinión pública para volver a unirse, felices como lombrices, para las elecciones?) o se canibaliza (que no podremos llamar autofagia en stricto sensu) y eso bloquea una Asamblea falta de consensos porque lo que quiere A (arcistas) no condice con lo que quiere los más de C y D (miembros de las diferentes oposiciones, sordas las más de la veces entre sí y sus desgranes que reproducen la sordera más amplia) y, menos incluso, con lo que quiere B (evistas), pero lo que quiere B casi nunca lo quiere A ni C ni D y lo que quieren los más de C y/o D no lo quieren (a veces sólo los C1 o los C2 o D3 u otro) pero no A ni B y, por ende, se bloquean.

Perdón por el galimatías algebraico —aunque volveremos al caso— porque no quise hacerle desconflaute, amigo lector, pero era importante para destacar algo que, desde 2009 no pasaba: si en la Asamblea (antes Congreso) no hay una mayoría pro oficialista, la gobernabilidad se complica —o, peor, se estanca.

Un editorial de El Deber (“Con los tiempos en contra”, 6/5/2024) me ayudó a armar mejor mi pensamiento, poniéndole etapas a afirmaciones —recomendaciones estratégicas electorales— que ya había escrito antes más de una vez.

Saquemos cuenta en reversa junto con el editorialista: «El 8 de noviembre de 2025 se inicia un nuevo periodo constitucional», fecha inaplazable ni eludible porque se cumple el mandato que en 2020 empezó el actual mandatario (aunque acota más: «salvo que se produzca un golpe de Estado y se imponga una dictadura», lo que dejaremos por ahora). Revisando el cronograma electoral junto con el editorialista, los comicios —calculando primera con segunda (hablo de vueltas electorales) y repeticiones de votaciones— no deben ser después del 6 de septiembre de ese año (70 días antes de la asunción, aunque el referido editorialista contó distinto y le salieron menos días, unos 40 y algo) y las segundas votaciones a comienzos de octubre. Por ende, la convocatoria deberá anunciarse entre mediados y fines de abril y las elecciones primarias —si hubiera— antes de finalizar 2024. (Eso si no hay el hipotético adelanto de elecciones por renuncia del Presidente e inmediata postulación, pero ésa sería otra cuenta que no traeré al caso).

Estamos en mayo de 2024, quizás siete meses antes de las primarias y once antes de la convocatoria electoral. Se han anunciado o autoproclamado o aventados una docena larga de candidatos presidenciales (he leído de 13 pero pueden aparecer otros). El padrón electoral actual —un rápido y aproximado contraste con el vigente lo podremos tener en grosso cuando salgan los resultados del último Censo, comparando censados en edad electoral en los percentiles aptos para ejercer el voto con los empadronados— para 2021 fue de 7.332.925 electores habilitados y votó el 88,42 % (6.484.008), por lo que el porcentaje posiblemente sería similar para 2025 (un ponderado sería del 88,31 %, considerando los porcentajes de participantes en anteriores del período azul —y no de Picasso—: las fraudulentas de 2019: 88,31; 2014: 87,89; 2009: 94,54; 2005: 84,50).

Dicho de otro modo: 15 candidatos —si se mantienen en 13 los opositores al MAS, además de un opositor al MASLucho que lleve el MASEvo (que al final no será el propio Evo, aunque se les coman los hígados por menos generoso propósito que Prometeo) y el candidato cantado del MASLucho (es decir: el mismito Arce)— pelearán por las adhesiones de no más de 6,5 millones de electores. Una pelea que, para los más, será de escarbar migajas y que, para los menos, será cainita para unos y de réquiem para otros…

Pongamos que se repite el panorama de hoy, herencia de un fracasado 2020 para candidatos opositores, lo que es muy probable como base. Dos oposiciones —no partidos ni organizaciones políticas sino “asociaciones de buena voluntad” (¿o prefiere llamarlas “asociaciones de coyuntura” desde los sumados tras el idealismo sincero por un carisma hasta juntuchas de oportunismos, que de eso hubo en 2020)— y un oficialismo quebrado ya pronto en dos: así ha sido el germen de ingobernabilidad, y todo augura un panorama peor en 2025, con un MASLucho que depende de su billetera para sus ejecutores de justicia y sus “socios sociales” (cacofónico porque decir “socios de los movimientos” me recuerda a decir “socios movimientistas” y ya sabemos de eso), un MASEvo desfinanciado y reducido al Chapare —sus huestes rurales de “hermanos de la CSUTCB” hoy o son arcistas o ya no tienen gente rural porque están migrados y mixtados de mestizaje urbano en El Alto y en Santa Cruz— y en las oposiciones o los liderazgos están pasados de “su tiempo” o no les ha llegado éste aún o —los más— nunca les llegará.

En mi Manual para ganar elecciones (Plural, 2019) —perdóneseme la vanidad de autocitarme— describí que una candidatura presidencial para ser válidamente potente debe tener detrás una organización —llámese partido o agrupación pero no sindicato ni gremio— estructurada horizontal y verticalmente, con un líder que fuera identificado con ella (y no “invitado” de último suspiro), con una política (o ejercicio, como guste) de generación de cuadros, con una Misión y Visión (o llámele ideología) permanente en el tiempo y con un Proyecto País (no Planes de Gobierno al uso que ni el candidato lee) que sea un ejercicio de verdadera evangelización y motivación sociales. Mirando desde hace años el panorama electoral boliviano la mayoría de estas condicionantes (o todas) no las hay: el último de los comicios con un real exaltador de voluntades fue en 2005… y ya sabemos en qué devino.

¿Se repetirá el impulso de 2019 tras una candidatura —no un candidato— contra el Evo, ahora con otros matices pero con igual urgencia de cambio? En 2020 no lo hubo —pudiera decirse que el fracaso de la Transición (que no supo ser el nuevo puente) y el COVID (que castigó a todos) tuvieron la causa pero sería muy simplón el hacerlo. Porque no fue como en 2019, por la urgencia de un cambio de época acabada (mentiras, triquiñuelas, corrupciones, violencia y apremios, entre otros más que le “adornaban”), y ahora debería serlo pero ¿creeríamos hoy en un solitario San Jorge, imbuido de fe y esperanza, contra tales dragones, además de ahora desarmado?

Llegaré a mi punto: Descartaré que 2025 será una pelea entre organizaciones (el mismo MAS está en agonía y no es Fénix porque no pervivió mil años y su pira actual no es de sándalo y del otro frente no existen tales estructuras sólo etiquetas y voluntades); obviaré que habrán líderes aglutinadores (ya di mi opinión más arriba sobre por qué sucedió 2019 y los que no llegaron a 2020) porque los de ese entonces cumplieron (o intentaron) su propósito, cuál este fuera, y ya pasaron, y de nuevos se sigue a la espera que cuajen (quizás para las subnacionales de 2026 con más intenciones de voto sumadas o para 2030), y, de final, me abstendré de esperar Programas (o Proyectos) País sólo a modo de manifiestos de campaña (o simples “sueños”).

¿Qué queda? Lo que fue posible en 2020 y, sin dudas, podrá ser más en 2025: gruesas (no por cintura corrupta) bancadas opositoras, y no importa que no sean una ni dos pero con liderazgos dentro de ellas que sepan conciliar y, sobre todo, unirlas en voluntades y propósitos para negociar con los que no le son afines; hay buenos parlamentarios (y también los hay aún de triste trayectoria, que eso pasa cuando no se criban desde los cuadros propios y no se cosechan las buenas semillas por la premura de sumar y llenar). El otro es la apuesta, ahora más posible, por ganar el mayor territorio: gobernaciones y alcaldías. Ambas serán llave de gobernabilidad y de gobierno, más allá del que lo ejerciera a la espalda de la Plaza Murillo porque a éste ¿qué le quedaría? ¿Manu militari? Ni Kaliman en 2019 pudo hacer la parodia para justificar al Evo en su cobarde estampida.

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Las Bolivias después del Bicentenario (si llegamos...)

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11.05.2024

No, no soy alarmista. Tampoco soy tremendista ni terraplanista ni algo parecido. Es que, con todas las noticias y convulsiones, lo más sensato es dudar.

Porque el MAS hoy se fractura (¿alguien aún cree que era una maniobra distractora de la opinión pública para volver a unirse, felices como lombrices, para las elecciones?) o se canibaliza (que no podremos llamar autofagia en stricto sensu) y eso bloquea una Asamblea falta de consensos porque lo que quiere A (arcistas) no condice con lo que quiere los más de C y D (miembros de las diferentes oposiciones, sordas las más de la veces entre sí y sus desgranes que reproducen la sordera más amplia) y, menos incluso, con lo que quiere B (evistas), pero lo que quiere B casi nunca lo quiere A ni C ni D y lo que quieren los más de C y/o D no lo quieren (a veces sólo los C1 o los C2 o D3 u otro) pero no A ni B y, por ende, se bloquean.

Perdón por el galimatías algebraico —aunque volveremos al caso— porque no quise hacerle desconflaute, amigo lector, pero era importante para destacar algo que, desde 2009 no pasaba: si en la Asamblea (antes Congreso) no hay una mayoría pro oficialista, la gobernabilidad se complica —o, peor, se estanca.

Un editorial de El Deber (“Con los tiempos en contra”, 6/5/2024) me ayudó a armar mejor mi pensamiento, poniéndole etapas a afirmaciones —recomendaciones estratégicas electorales— que ya había escrito antes más de una vez.

Saquemos cuenta en reversa junto con el editorialista: «El 8 de noviembre de 2025 se inicia un nuevo periodo constitucional», fecha inaplazable ni eludible porque se cumple el mandato que en 2020 empezó el actual mandatario (aunque acota más: «salvo que se produzca un golpe de Estado y se imponga una dictadura», lo que dejaremos por ahora). Revisando el cronograma electoral junto con el editorialista, los comicios —calculando primera con segunda (hablo de vueltas electorales) y repeticiones de votaciones— no deben ser después del 6 de septiembre de ese año (70 días antes de la asunción,........

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