Hace un tiempo el director de El Espectador invitó a sus columnistas a escribir sobre algún cambio de opinión que hubieran tenido. Fue una buena iniciativa. Forzó a sus colaboradores a pensar en una de las cosas que nos resultan difíciles a los humanos: el cambio de idea. No sé si alguna vez en la historia fue fácil, pero estos días es muy difícil.

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Sócrates se inventó una forma de reflexionar con ese objetivo. Sus preguntas incisivas llevaban al oponente a contradicciones tan obvias que no le quedaba más remedio que reconocer el error, o voltear el tablero y terminar abruptamente el juego. Lo acusaron de corruptor y terminó tomando la cicuta.

Hubo columnistas que se salieron por la tangente (sin nombres), como alguna periodista que reconoció haber cambiado de opinión sobre un colega, porque él cambió; es decir, fue él quien cambio, no ella. Pero otras ‘confesiones’ sí fueron reveladoras e importantes. Leyéndolas resultaba inevitable hacerse la misma pregunta. En mi caso, la cantidad de cambios de opinión llenaría varias páginas. Para empezar, en mi profesión cambiaba de opinión casi a diario. Era parte fundamental de la tarea. Yo escogí ser científico experimental y en eso el quehacer diario implica corregirse. Llega uno por la mañana, escribe en su bitácora el experimento que va a adelantar, y basado en supuestos predice un resultado. Si el resultado coincide, el trabajo sigue al día siguiente; si no, se cambia de opinión y se revisan los supuestos.

La sensación, fortalecida, de que un grupo es opresor y el otro oprimido aumenta la necesidad del individuo de ser reconocido como miembro fiel.

Pero en otros campos como política, comportamiento de la gente, visión económica y más, las cosas no son tan directas. En esos campos el cambio de opinión es difícil, a veces doloroso. Mucho de la psicología experimental y de las ciencias del comportamiento se ha dedicado los últimos decenios a analizar esas dificultades, y a veces a proponer métodos o conductas que puedan ayudar. Nuestra capacidad para razonar parece estar más dirigida a ganar una argumentación que a pensar correctamente.

Se han propuesto explicaciones. Una que me parece razonable es que la razón surgió en la evolución (entre nuestros muy nombrados ancestros, cazadores y recolectores) como un mecanismo de soporte para la cooperación, que es la característica que más nos diferencia a los humanos de otros animales. Es decir que uno tiende a no pensar solo sino en grupo. Los sesgos, como el de confirmación, que nos hace rechazar la información que no confirma nuestros prejuicios y escoger solo la que los confirma, surgieron para mantener la aprobación de los miembros del grupo.

Se desarrolló también lo que llaman “ilusión de conocimiento”: actuamos como si entendiéramos bien los problemas, aunque en realidad los desconocemos casi totalmente; asumimos que nuestro grupo sí sabe de qué se trata.

En estos tiempos de comunicación excesivamente frecuente por redes y correos, y de culto exorbitante a las identidades, el fenómeno se acentúa. La polarización también lo incrementa. La sensación, fortalecida, de que un grupo es opresor y el otro oprimido aumenta la necesidad del individuo de ser reconocido como miembro fiel, por el propio. Curiosamente, incluso en manifestaciones masivas y evidentemente mayoritarias, en las que todos actúan como parte de las “masas” descritas por Elías Canetti en Masa y poder, los marchantes están convencidos, contra toda evidencia, de que pertenecen al grupo minoritario y oprimido, y que este es, por definición, el más justo, el más moral.

Hay, de todas formas, individuos que logran reconocer errores y cambiar de posición; por eso aquellas confesiones solicitadas tienen gran valor. No alcancé a contar algunas de las mías, distraído en medio de tanta habladuría, pero reconozco que han sido muchas; hace rato tengo poco respeto por las identidades.

MOISÉS WASSERMAN@mwassermannl

(Lea todas las columnas de Moisés Wasserman en EL TIEMPO, aquí)

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Cambiar de opinión

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19.01.2024

Hace un tiempo el director de El Espectador invitó a sus columnistas a escribir sobre algún cambio de opinión que hubieran tenido. Fue una buena iniciativa. Forzó a sus colaboradores a pensar en una de las cosas que nos resultan difíciles a los humanos: el cambio de idea. No sé si alguna vez en la historia fue fácil, pero estos días es muy difícil.

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Sócrates se inventó una forma de reflexionar con ese objetivo. Sus preguntas incisivas llevaban al oponente a contradicciones tan obvias que no le quedaba más remedio que reconocer el error, o voltear el tablero y terminar abruptamente el juego. Lo acusaron de corruptor y terminó tomando la cicuta.

Hubo columnistas que se salieron por la tangente (sin nombres), como alguna periodista que reconoció haber cambiado de opinión sobre un colega, porque él cambió; es decir, fue él quien cambio, no ella. Pero otras ‘confesiones’ sí fueron reveladoras e importantes. Leyéndolas........

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