Cuando llegamos, él ya estaba allí. En uno de los bancos delanteros. “Adosado”, si eso fuera posible, a la esquina imaginaria del espacio abierto, en el borde mismo de aquel banco con los apoyos justos. Del otro, su madre, o, al menos, la persona mayor que lo acompaña.

“Dale, dale”, lo escuché decirle en voz alta a su celular. “Mátalo, mátalo”, como si le fuera su propia vida en un juego de esos de “matazón”. “¡Míralo ahí, ahí, ahíiiiiii!”, como si estuviera comunicándose con un compañero de armas. “Pero, no, no, no, no. Hum, hum. Ahí. Dale. Dale”, seguía enfático mientras, detrás, cabezas grandes y chicas se sobresaltan, por igual, con las arengas.

Del otro lado del banco, como si estuviera en el extremo del mundo, la adulta. Detrás, el resto de los pacientes -nunca mejor dicho- en espera de un servicio médico de los más estresantes que hay. Alrededor nuestro, los trabajadores sanitarios y el personal de apoyo pasan de largo.

Duró mucho. Un juego eterno, como aquellos gritos que de pronto te movían del asiento -puro instinto animal, ante palabras que indican peligro-. Cuando llegó mi turno, para desgracia de quienes se quedaron, el chico y la adulta seguían allí, como polos que se repelen, por iguales.

0o0

Estoy en una de las áreas de servicio quirúrgico del hospital. La gente que espera, en esos casos, es diferente, o uno cree que lo es: es una espera pesada, en la que uno tiene que concentrarse en pensar lo mejor. Si es que te dejan, al menos.

Hay unos seis bancos. Mujeres y hombres. Casi todos callados, hasta que llegó él. Unos 30 años, calculo. Ropa ajustada, por muy poco, a lo que se exige-formalmente, en papel impreso, ante la falta de sentido común- para poder acceder a un centro hospitalario.

Saca su celular y pone un reguetón de esos que te reinician el español. Lo miro. Muchos hacen lo mismo. La chica que acompaña lo nota, pero prefiere seguirle el ritmo a su chico.

La gente empieza a mover las piernas, sin ritmo, de pura inquietud. Una señora que sostiene la mano de una joven que puede ser su nieta saca la cabeza para hacerse notar, y dice algo que la música -si es que cabe el término- acalla, ahoga.

En otro sitio, alguien se ha puesto a ver la novela.

0o0

No hay corriente, e intento esperar lo más calmada posible. Me acomodo en el sofá, con el vestido hecho una sábana que resguarda mis piernas de los mosquitos.

La idea es dormitar, sino dormir, para descansar la vista y, cuando llegue la electricidad, poder adelantar algo del trabajo del día siguiente. Se siente, por ratos, una brisa agradable que se cuela por la puerta abierta, y la calle, con excepción de algunas voces está casi en total calma. Casi.

Hay excepciones, notables -literalmente-. Uno siente que se cae la casa, que te da un infarto, que la comida todavía sin digerir está bailando la macarena dentro de tu estómago, que no hay nada peor que esas moto-bici-discotecas ambulantes que proliferan, como un bicho terrible, en las calles de hoy.

En lo que va de apagón, he contado, al menos, tres. La primera- un bicitaxi eléctrico- va de corrido mexicano, “ay, ay, ay, ayyyyyyy, canta y…”. Fue fugaz.

No tuve tanta suerte con la segunda, una motorina con mil luces y una bocina enorme que sobresale de donde, se supone, uno coloca los pies. Desconozco el nombre de quien ¿canta? y, por suerte, el español es tan sucio que prácticamente no se distingue palabra, pero algo en la entonación me dice que las terminaciones-ulo, -inga, no tienen buenos “precedentes”.

La tercera, casi enseguida, lleva coro incluido. La canción, de moda, pero relativamente pasable, iba por delante mientras las voces se acomodan varios tiempos detrás. Me río. “...y no lloresssssss”.

“La noche es terrible y alberga horrores”, imito a la Melisandre, la Sacerdotisa de fuego de la famosa serie Juego de tronos. Pero estoy fuera de contexto: El día también.

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QOSHE - Fuera de contexto - Lilibeth Alfonso Martínez
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Fuera de contexto

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23.04.2024

Cuando llegamos, él ya estaba allí. En uno de los bancos delanteros. “Adosado”, si eso fuera posible, a la esquina imaginaria del espacio abierto, en el borde mismo de aquel banco con los apoyos justos. Del otro, su madre, o, al menos, la persona mayor que lo acompaña.

“Dale, dale”, lo escuché decirle en voz alta a su celular. “Mátalo, mátalo”, como si le fuera su propia vida en un juego de esos de “matazón”. “¡Míralo ahí, ahí, ahíiiiiii!”, como si estuviera comunicándose con un compañero de armas. “Pero, no, no, no, no. Hum, hum. Ahí. Dale. Dale”, seguía enfático mientras, detrás, cabezas grandes y chicas se sobresaltan, por igual, con las arengas.

Del otro lado del banco, como si estuviera en el extremo del mundo, la adulta. Detrás, el resto de los pacientes -nunca mejor dicho- en espera de un servicio médico de los más estresantes que hay. Alrededor nuestro, los trabajadores sanitarios y el personal de apoyo pasan de largo.

Duró mucho. Un juego eterno, como aquellos gritos........

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