Pensará el hincha donostiarra que le habían contado que si su equipo lograba la gesta de acabar primero en un grupo con el Inter y el Benfica, el sorteo de octavos iba a ser más benévolo. Y que a la hora de la verdad, nada de eso: le tocó el PSG de Mbappé y Luis Enrique, uno de los eternos aspirantes al título en esta era de petrodólares. Y se preguntará: ¿de qué han servido las exhibiciones en Lisboa, en Milán, en el propio Reale Arena, los baños a equipos con Copas de Europa en sus vitrinas, la personalidad de ir a estadios míticos y esconderle la pelota a escuadras con más bagaje europeo? De facilitar un cruce contra el Copenhague, desde luego, no. Pero sí de muchas otras cosas.

Han servido para que Europa conozca lo que en España ya sabíamos: que el de la Real es un proyecto diseñado con una coherencia que en el fútbol no abunda, que su crecimiento se ha basado en la estabilidad y en la evolución ordenada, que se puede crear una base de jugadores que aúnen calidad e identificación, que los esfuerzos para retener a las figuras formadas en casa son más efectivos si vienen de la mano con proyectos deportivos creíbles y al mismo tiempo ambiciosos. ¿Y de qué sirve todo esto? Es motivo de orgullo, que en el fútbol y en la vida no es poca cosa. E infunde respeto, que es como decir que has dejado de ser la simpática revelación para convertirte en una amenaza real para los gigantes que no desean compartir su porción de tarta con los novatos. Es una autoafirmación que te ayuda a seguir creciendo porque te demuestra que estás dando los pasos correctos y te da la seguridad para seguir recorriendo el camino a tu manera.

En Madrid y en Barcelona se respira con alivio porque el PSG cayó en otro lugar. La gente del Atlético algo menos, es verdad. En San Sebastián se asume que no ha habido suerte, pero el equipo le ha dado argumentos a su hinchada para que no se tema a nadie. Y para que, en el fondo, se celebre el resultado del sorteo como una nueva oportunidad de seguir disfrutando de una experiencia maravillosa.

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