Comprendo perfectamente que a un aficionado del Valencia que ha vivido no hace demasiado tiempo dos títulos de Liga y dos finales de Champions la realidad actual de su club le parezca poco estimulante. Esto tiene que ir por delante. Sin embargo, es justo decir que, teniendo en cuenta las expectativas generadas antes de que empezara la temporada, con el conjunto che ocupando las plazas de descenso en no pocas quinielas, su inicio de curso está siendo una de las noticias positivas del tercio que llevamos de competición. Diré incluso más: es uno de los equipos a los que más me apetece ver cada semana. Su pareja de mediocentros tiene la culpa.

Desprende el Valencia de Baraja una sensación de rebeldía alegre, de contestación a los pronósticos agoreros, de desfachatez juvenil deseosa de callar bocas. Posee también ese orgullo de haberlo logrado ya una vez: de haber escapado del drama cuando las esquelas estaban escritas, de haber resucitado agarrándose a unos cuantos chavales que para el resto del mundo eran imberbes anónimos. Se ve ese arrojo en cada uno de los futbolistas de la cantera que han subido al primer equipo y han asimilado la exigencia de la categoría y la presión de una camiseta gigantesca con una naturalidad que sólo conocen los elegidos. De entre todos ellos, no seré original: Javi Guerra parece predestinado a acabar debutando más pronto que tarde en la Selección absoluta. Es un poco el Gabri Veiga de este año: ese perfil de centrocampista que juega, que defiende, que llega y que marca.

A su lado, un chico que no se formó en el club. Lo hizo cerca. No puede existir más crueldad que la que experimentó el Levante en ese último día. Pepelu tiró una falta a la madera un minuto antes del penalti de la tragedia. Se frustró el ascenso y acabó en el otro equipo de la ciudad. Ahora, con una inmensa inteligencia posicional, se queda a guardar la zona para que Javi se suelte y llegue arriba. Forman una pareja que da gusto verla. Y además de bonitos, son buenos. El +11 con respecto al descenso así lo atestigua.

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