La última columna que escribí sobre el reciente bicampeón de Indian Wells se titulaba: ‘Alcaraz se tuerce’. La intención era un doble juego entre la lesión que acababa de sufrir en Río, un esguince de tobillo, y la brumosa trayectoria que arrastraba desde el verano pasado. El español no ganaba un título desde su épica victoria sobre Novak Djokovic en Wimbledon, el 16 de julio, y no jugaba una final desde que perdió en aquel trepidante partido de Cincinnati ante el mismo rival, el 20 de agosto. Tras esos dos pulsos con Nole, su rendimiento abandonó el nivel acostumbrado. Cedió más duelos ante jugadores del top-10 de los que se había anotado, y acumuló varias derrotas ante oponentes de peor ranking, como Paul, Safiullin, Dimitrov, Jarry… Para colmo, este bacheado camino coincidió en el tiempo con la eclosión de Jannik Sinner, el otro joven destinado a dominar el circuito, que le estaba comiendo el terreno.

Todo esto ha dado un vuelco en el primer Masters 1.000 del curso, donde Carlos Alcaraz no solo ha vuelto a alzar un trofeo, sino que ha espantado algunos de los fantasmas que se habían cruzado en su camino en los últimos meses. Carlitos ha superado, en cadena, a cuatro tenistas ante los que llegaba con el cara a cara desfavorable: Auger-Aliassime, Marozsan, Zverev y Sinner. Con alguno mediaban cuentas pendientes. Zverev había sido, este mismo año, su verdugo en cuartos del Open de Australia; mientras que Sinner acosa su segunda plaza en la clasificación mundial de la ATP. Ante el italiano, además, protagonizó una brillante remontada después de encajar un duro 6-1. Su rival en la final, Daniil Medvedev, le había tumbado en semifinales del US Open. De una tacada se quitó todos esos miedos y amenazas que le han perseguido en los últimos meses. Incluida la torcedura. Alcaraz se ha enderezado.

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