Yolanda Díaz cabalga de nuevo. Esta semana pone en marcha una supuesta negociación para un supuesto pacto que consagre una supuesta reducción de la jornada laboral. Tras 45 años con la jornada de trabajo en máximos de 40 horas semanales, pedirá a sindicatos y patronal, en otro episodio de su particular concertación iliberal, que bendigan una jornada máxima de 37,5 horas en 2025 (y de 38,5 este año) que piensa reglamentar en una norma inminente.

Es un ejercicio político propagandístico y artificioso cuando la jornada real está bastante por debajo consagrada en los convenios, aunque presionará para replicar reducciones semejantes sin pérdida de contraprestación salarial, que no supondrá otra cosa que una subida adicional del coste laboral. Pero tal ejercicio político esquiva el envés de este asunto en un país con las más elevadas prácticas absentistas del continente, contabilizando las voluntarias y las involuntarias. ¿Para cuándo un control serio del absentismo voluntario?

Si hace cuatro años, durante la pandemia, Díaz inventó los expedientes de regulación de empleo que existían desde los ochenta, ahora le toca el turno a los límites máximos de la jornada, que legisló Joaquín Almunia en 1983, porque estaba pactado con la UGT en el programa electoral de 1982. A la hora de la verdad, aquel Gobierno se resistió a fijar las 40 horas como máximo, pero terminó cediendo en el que fue el primer encontronazo de los muchos que tuvieron Felipe González y Nicolás Redondo, y que culminó con la ruptura entre partido y sindicato socialistas media docena de años después.

Si en 1983 el programa electoral socialista comprometía a PSOE y UGT, ahora el pacto del PSOE y Sumar compromete los socialistas y a los sindicatos representados por la vicepresidenta segunda en el Consejo de Ministros. Pero si en la década de los ochenta el tiempo de trabajo excedía en buena medida el listón de las 40 horas pese a la legislación paternalista y prolabor de las relaciones industriales verticales, ahora se trata de poner en una norma algo que el mercado laboral práctica desde hace varios años.

La jornada media pactada en los convenios es de 1.751 horas anuales, que descontadas las cuatro semanas de vacaciones y los catorce festivos nacionales, regionales y locales, suponen 38 horas de trabajo a la semana. Eso dice la teoría: pero la práctica revela que la jornada pactada es de media en España de 34,8 horas semanales, según la Encuesta Trimestral de Costes Laborales, herramienta a través de la cual Estadística indaga en este asunto. El registro de convenios colectivos estratifica la jornada por tramos, y adjudica un tiempo de trabajo de menos de 38,5 horas (umbral que Díaz quiere establecer como máximo) a cinco millones de trabajadores, mientras que la tendrían por encima otros tantos.

Pero hay datos adicionales que hablan de 36 horas semanales, según la Encuesta de Población Activa, que bebe también parcialmente de la Encuesta de Costes. Treinta y seis horas de media, considerando todas las ocupaciones y responsabilidad de los afectados; si nos ceñimos a los asalariados, la media de 2023 ha sido de 35,2 horas semanales. Otra cuestión son las trabajadas de forma efectiva.

La información que proporcionan las 28.500 empresas consultadas por la Encuesta de Costes de Estadística revela que de una jornada real de 34,8 horas, se pierden 4,9 horas semanales por causas diversas (vacaciones, festivos o incapacidad laboral), y si se le suman las horas extraordinarias realizadas, la jornada efectiva es de 33,4 horas para los trabajadores a tiempo completo. Esta pequeña gran ensalada de cifras es pertinente para entender el tiempo de trabajo que quiere regular el Gobierno y el tiempo de no trabajo que no quiere regular el Gobierno.

Porque el envés de la jornada realizada es el absentismo laboral, con cotas muy elevadas en España y sobre cuyo fenómeno no hemos oído intención gubernamental ni sindical alguna de acometerlo, pese a las demandas reiteradas de las empresas. Y una regulación racional y equilibrada del tiempo de trabajo exige que se adopte normativa clara y exigente en ambos conceptos.

Una muy buena parte del fenómeno absentista tiene un carácter involuntario, el relacionado con las bajas laborales por enfermedad común o accidente laboral, hasta el punto de que doctrinalmente no puede considerarse absentismo. Pero hay otra parte muy significativa de las bajas que son simple ausencia voluntaria del trabajo, y que puede llegar a la cuarta parte de todas las ausencias registradas.

Un trabajo de la Asociación de Mutuas de Accidentes de Trabajo (AMAT) concluye que en 2023 un colectivo cercano a 1,4 millones de trabajadores (nada menos que el 7% de la fuerza laboral) no fue a trabajar ni un solo día en todo el año, de los que poco más de un millón se ausentaba por causas médicas. El resto lo hacía sin causa justificada, en un ejercicio clásico de absentismo voluntario de un colectivo que se ha movido en esas cifras en los últimos años.

El absentismo involuntario tiene un coste anual de cerca de 70.000 millones de euros, contabilizando salarios y cuotas abonados por las empresas, el coste de las mutuas para la recuperación y el de la sustitución de los trabajadores durante la duración de las bajas. Un montante de todo punto justificado. El que no lo está es el del voluntario, que las empresas absorben internamente, si bien la mayor parte del mismo se carga sobre la espalda del resto de las plantillas.

Hay actividades industriales con niveles elevados de ambos tipos de absentismo, además de servicios sanitarios y administrativos de carácter público, que han reclamado poner coto al abuso de las ausencias, sobre todo aquellas que duran hasta los tres días, en los que no es precisa la baja médica, y en los que no hay reducción alguna de remuneración. La demanda de que las mutuas dispongan de la posibilidad de dar altas y bajas es tan vieja como la negativa gubernamental a que deje de ser una exclusiva de la sanidad pública.

El Gobierno ha optado por lo fácil, por lo pintón, por lo ideológico. Pero no estaría de más un ejercicio racional por equilibrar los derechos y los deberes, y hacerlo con la flexibilidad debida para ahorrar intervencionismos indeseados. ¿Ha pensado la vicepresidencia segunda en fórmulas para facilitar que quienes quieren trabajar más horas, casi uno de cada diez asalariados, puedan hacerlo?

José Antonio Vega es periodista

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Ahora, la reducción de jornada; y combatir el absentismo, ¿para cuándo?

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23.01.2024

Yolanda Díaz cabalga de nuevo. Esta semana pone en marcha una supuesta negociación para un supuesto pacto que consagre una supuesta reducción de la jornada laboral. Tras 45 años con la jornada de trabajo en máximos de 40 horas semanales, pedirá a sindicatos y patronal, en otro episodio de su particular concertación iliberal, que bendigan una jornada máxima de 37,5 horas en 2025 (y de 38,5 este año) que piensa reglamentar en una norma inminente.

Es un ejercicio político propagandístico y artificioso cuando la jornada real está bastante por debajo consagrada en los convenios, aunque presionará para replicar reducciones semejantes sin pérdida de contraprestación salarial, que no supondrá otra cosa que una subida adicional del coste laboral. Pero tal ejercicio político esquiva el envés de este asunto en un país con las más elevadas prácticas absentistas del continente, contabilizando las voluntarias y las involuntarias. ¿Para cuándo un control serio del absentismo voluntario?

Si hace cuatro años, durante la pandemia, Díaz inventó los expedientes de regulación de empleo que existían desde los ochenta, ahora le toca el turno a los límites máximos de la jornada, que legisló Joaquín Almunia en 1983, porque estaba pactado con la UGT en el programa electoral de 1982. A la hora de la verdad, aquel Gobierno se resistió a fijar las 40 horas como máximo, pero terminó cediendo en el que fue el primer encontronazo de los muchos que tuvieron Felipe González y Nicolás Redondo, y que culminó con la ruptura entre partido y sindicato socialistas media docena de años después.

Si en 1983 el programa electoral socialista comprometía a PSOE y UGT,........

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