El “caso Hermosilla” ha venido a recordar que la corrupción en Chile es un problema sistémico, que requiere medidas profundas y urgentes, describe en columna para CIPER la abogada y doctora en Derecho María Inés Horvitz, ex consejera del CDE. Las redes de poder y el tráfico de influencias debilitan las instituciones y la democracia, y es necesario un compromiso de todos los sectores para fortalecer la transparencia, probidad y ética en la gestión pública: «La obligación de declarar los intereses y el patrimonio, así como las incompatibilidades y motivos de abstención debiera recaer en todos los funcionarios públicos, y ser acompañada de su rigurosa fiscalización y la aplicación de sanciones efectivas en caso de incumplimiento. Del mismo modo, debiera repensarse la designación de las altas autoridades por órganos no políticos sino predominantemente técnicos —incluso con participación ciudadana, como sucede en legislaciones comparadas— y buscar mecanismos eficientes para una mejor fiscalización en el empleo de los recursos públicos en instituciones especialmente opacas».

Cuando en 1785 Benjamín Franklin dejó París, después de muchos años representando los intereses de EE. UU. en Francia, Luis XVI le dio como regalo de despedida una caja de oro con un retrato del rey rodeado de 408 diamantes. El objeto tenía un valor cinco veces superior a los que se les donaban a otros diplomáticos como forma de retribuir los servicios prestados, y en el naciente país del norte fue percibido como potencialmente apto para corromper a quien lo recibía. El Congreso recomendó, por ello, manejar el objeto con cuidado. La joya quedó guardada en las manos de la hija de Franklin.

Acaso esta anécdota histórica explique, en parte, que en la Constitución estadounidense exista una disposición que establece que ninguna persona que ocupe un cargo público puede aceptar, sin la autorización del Congreso, ningún regalo, emolumento, cargo o título de cualquier clase, de ningún rey, príncipe ni Estado extranjero (art. 1, sección IX de la Constitución de Estados Unidos). La preocupación por la corrupción de las autoridades existe desde que el hombre es hombre. Ya Platón escribió:

«… aquellos que sirven a su país deben hacerlo sin recibir presentes, y no debe haber excusa ni aprobación al dicho, ‘los hombres deben recibir regalos como recompensa de sus buenas acciones, pero no por las malas acciones’; porque para saber qué estamos haciendo y mantenernos firmes en nuestro conocimiento no es una cuestión fácil. El curso más seguro es obedecer la ley que dice, ‘[n]o preste un servicio a cambio de un soborno’, y el que desobedezca, si es condenado, simplemente muera» [360 aC] .

Estos ejemplos históricos ponen de relieve la importancia que tiene para cualquier comunidad política democrática el aseguramiento del ejercicio de la función pública libre de cualquier estímulo que conduzca a favorecimientos personales. No obstante, la sospecha de que las personas tenderán a favorecer su propio interés en caso de conflicto no puede depender de las virtudes morales de quien individualmente ejerce el cargo, sino de condiciones institucionales que conjuren del modo más efectivo posible dicho peligro dentro del aparato estatal. La deslealtad con esa institucionalidad es especialmente grave en el caso de los y las abogados/as que ejercen cargos públicos, quienes además están sujetos a reglas especialmente rigurosas en el desempeño de la profesión.

Los hechos que hemos estado conociendo en los últimos meses, detonados por la grabación de Leonarda Villalobos en conversaciones con el abogado Luis Hermosilla y el empresario Daniel Sauer, dan cuenta elocuente de los peligros que acarrea la corrupción que se practica opacamente a través de las redes de poder que se tejen dentro del aparato del Estado para cooptarlo y emplearlo para la consecución de fines privados. Con prescindencia del lenguaje inapropiado y obsceno con el que el abogado interviene durante toda la conversación, Hermosilla hace referencia a «cajas negras pagadoras», «platas que se pagan en un sobre» y a una persona a la que se le prometió pagar $15 millones para «controlar toda la información que salga del Servicio (de Impuestos Internos)», y al que se le deben $10 millones; de «un huevón de la CMF al que le debemos plata…10 ó 12 palos, no sé» En suma, el abogado que representa a Sauer, controlador del factoring Factop y de la corredora de bolsa STF, ambas investigadas por la CMF por operaciones irregulares en el mercado financiero, advierte la ilicitud penal de su comportamiento cuando reconoce expresamente: «Estamos haciendo una huevá que es delito. Esta huevá es delito».

Por su parte, Sauer se jacta, entre risas, de haber conseguido eludir —gracias a la abogada Leonarda Villalobos— $3.500 millones en el pago de impuestos.

En esta sola conversación, Luis Hermosilla comprometió severamente diversos principios éticos que rigen la profesión de los abogados. El Código de Ética del Colegio de Abogados establece los siguientes deberes, todos los cuales fueron quebrantados con su comportamiento:

•art. 1°: El abogado debe cuidar el honor y dignidad de la profesión;

•art. 2º: Las actuaciones del abogado deben promover, y en caso alguno afectar, la confianza y el respeto por la profesión, la correcta y eficaz administración de justicia, y la vigencia del estado de derecho;

•art. 4º: El abogado debe asesorar y defender empeñosamente a su cliente, observando los estándares de buen servicio profesional y con estricto apego a las normas jurídicas y de ética profesional;

•art. 5º: El abogado debe obrar con honradez, integridad y buena fe, y no ha de aconsejarle a su cliente actos fraudulentos.

María Inés Horvitz (Créditos: Alfonso González)

En relación con la investigación iniciada por el Ministerio Público y la incautación del celular del abogado que permitió conocer los antecedentes reservados de investigaciones filtrados por el entonces director de la PDI, Sergio Muñoz, el presidente del Colegio de Abogados, Pedro Pablo Vergara, ha señalado que el exdirector solo «le pidió ayuda» al abogado, y que en ello no veía tráfico de influencias. Vergara no se hace cargo de alguna razón que pudiera justificar la recepción de antecedentes concernientes a causas que afectaban al expresidente Sebastián Piñera y personeros de derecha de los cuales no era abogado personal. Es preocupante que el presidente del gremio de los abogados a cargo del control ético de estos se pronuncie de manera tan liviana respecto de hechos que han conmocionado a la opinión pública y evidentemente dañan la imagen de la profesión. No hay censura alguna en sus palabras; más bien, parece aceptar que todos estos hechos son normales, y es grave que no dé señal alguna al respecto a la ciudadanía.

Sin embargo, los mensajes de celular entre Muñoz y Hermosilla sí dan cuenta de la «influencia» que tenía el abogado sobre este funcionario, particularmente obsecuente con él en la entrega de información privilegiada («estoy a lo que necesites»), justo después de la designación del primero al mando de la PDI (¡oh, qué coincidencia!). La críptica frase «misión cumplida» que este último le escribe a Muñoz sugiere —como todo el mundo suspicazmente ha entendido— que el abogado influyó en su designación por parte del expresidente Piñera, y que el ahora jefe de la policía «retribuye» el favor recibido (lo que, de ser acreditado en el proceso penal, sería constitutivo de los delitos de cohecho y soborno).

Conocemos asimismo varias pruebas del intercambio de información entre Muñoz y Hermosilla en lo concerniente al juicio contra Héctor Espinosa, anterior director de la policía civil, acusado de diversos delitos mientras ejercía el cargo (los que detonaron su salida de la institución, en junio de 2021). Como su abogado defensor, Luis Hermosilla pudo tener acceso a datos que le permitieron ir siempre un paso adelante del Ministerio Público. Por ejemplo, Muñoz puso en su conocimiento que el fiscal del caso había pedido copias de cheques emitidos a la Dirección General de la PDI por concepto de gastos reservados y copia de respaldos internos de las emisiones de estos documentos tributarios entre 2015 y 2018. Todo este intercambio de mensajes sucedía mientras Hermosilla ejercía de asesor de la Subsecretaría del Ministerio del Interior (Decreto TRA N°280/975/2021, de 20.05.2021).

En suma, Hermosilla asumió la defensa penal de Héctor Espinosa y estuvo en su formalización en octubre de 2021 mientras estaba contratado en dicho ministerio, y en ambas calidades recibió por parte de Muñoz antecedentes reservados de la investigación en contra de su cliente. Como exdirector de la PDI, Espinosa era la cabeza máxima de la institución que —conforme al art. 1 de su ley orgánica (DL 2460)— es «dependiente del Ministerio del Interior y de Seguridad Pública» y se vincula «administrativamente con el referido Ministerio a través de la Subsecretaría del Interior»; esto es, Hermosilla defendió penalmente a un alto funcionario imputado (hoy acusado) por delitos contra la función pública cuando este era un alto empleado de un órgano policial dependiente del servicio en el que Hermosilla era asesor. Como superior jerárquico, al Ministerio del Interior —o alguna de sus unidades dependientes— le correspondía adoptar las medidas administrativas y disciplinarias orientadas al esclarecimiento de los gravísimos hechos que se imputaban a Espinosa, y en los que podían estar involucrados otros funcionarios.

En todo este entramado parece evidente que Hermosilla incurrió en un conflicto de interés que no podía ignorar, al menos en lo que dice relación con la defensa penal de Espinosa, sin perjuicio de obtener por esta vía ilícita información sobre la investigación seguida contra su cliente. La Ley de Bases de Administración del Estado, en su art. 56, dispone que, «todos los funcionarios tendrán derecho a ejercer libremente cualquier profesión, industria, comercio u oficio conciliable con su posición en la Administración del Estado, siempre que con ello no se perturbe el fiel y oportuno cumplimiento de sus deberes funcionarios, sin perjuicio de las prohibiciones o limitaciones establecidas por ley». En su inciso segundo se señala, en lo pertinente, que «son incompatibles con el ejercicio de la función pública las actividades particulares de las autoridades o funcionarios que se refieran a materias específicas o casos concretos que deban ser analizados, informados o resueltos por ellos o por el organismo o servicio público a que pertenezcan».

Es claro que el servicio al que pertenecía como funcionario era el Ministerio del Interior, aunque hubiera sido contratado para servir en la Subsecretaría de ese Ministerio, como queda claro de su contrato.

En lo referido a conflictos de interés, el Código de Ética del Colegio de Abogados establece, además de las disposiciones ya indicadas, las siguientes:

•art. 65: El abogado no podrá ejercer otras profesiones o actividades, directamente ni por intermedio o en asociación con terceros, que limiten su independencia, resulten incompatibles con el ejercicio de la abogacía, o le impidan el cumplimiento adecuado de las reglas de ética profesional.

•art. 69: El abogado que, desempeñándose en un organismo público, no esté impedido de ejercer libremente la profesión, no podrá en esta última calidad intervenir en ningún asunto que se refiera a materias específicas o casos concretos que deban ser analizados, informados o resueltos por él o por el organismo público al cual pertenezca.

•art. 72: El abogado no puede intervenir en un asunto en que su independencia o su juicio profesional pudieran verse menoscabados, por su propio interés o por motivos de amistad, parentesco, ideológicos, culturales u otros análogos. En general, no deberá actuar en un asunto sino cuando tenga libertad moral para dirigirlo.

Es evidente, entonces, que aquejaba a Hermosilla un conflicto de interés, no solo al defender penalmente a un exalto funcionario de un organismo que dependía del servicio en el cual él estaba contratado —pues el interés que debía representar como asesor del Ministerio del Interior (Subsecretaría del Interior) era contrapuesto al de su cliente en cuanto presunto autor de desfalco de dineros fiscales—, sino también porque se trataba de un caso concreto que debía y podía ser analizado, informado o resuelto por el servicio público en el cual él estaba contratado, aun cuando Espinosa ya no estuviera en la PDI, por la evidente razón de haberse presuntamente perpetrado tales delitos en el ejercicio de sus funciones.

Por otro lado, el abogado de Sergio Muñoz, Juan Carlos Manríquez, ha explicado en entrevista con CNN que el exjefe policial decidió filtrar los antecedentes de las causas judiciales —a pesar de que tenía el deber de reserva sobre ellas— porque Hermosilla le dijo que estaba a cargo de causas del gobierno y del propio presidente Piñera. De ser acreditadas en el proceso penal, estas declaraciones no harían más que complicar la situación de Hermosilla, al tener que explicar no solo por qué recibía antecedentes reservados de la causa en la cual él era abogado patrocinante, sino también otras (como las del casino Enjoy, Minera Dominga, Torrealba o Guevara), en las que nada tenía que ver el Ministerio del Interior y que, siendo reservadas, su revelación era constitutiva de delito.

Es así como Hermosilla incurrió en la infracción de diversos deberes administrativos. En efecto, el art. 62 de la Ley de Bases de Administración del Estado, ya citada, dispone que contravienen el principio de probidad administrativa, entre otras, las siguientes conductas: i) usar en beneficio propio o de terceros la información reservada o privilegiada a que se tuviere acceso en razón de la función pública que se desempeña; y ii) hacer valer indebidamente la posición funcionaria para influir sobre una persona con el objeto de conseguir un beneficio directo o indirecto para sí o para un tercero.

Asimismo, estas infracciones ameritarían, a lo menos, un pronunciamiento del Colegio de Abogados sobre la materia para salvaguardar la confianza y el respeto de la profesión, severamente afectada por los hechos conocidos por la opinión pública.

***

En relación con el vínculo que con Luis Hermosilla mantenía el abogado y exministro Andrés Chadwick interesa destacar que para regular todos los actos administrativos en que participan las autoridades o funcionarios públicos, la Ley Nº19.880 detalla los casos en que ellos deben abstenerse de participar en actos administrativos que les competen; en este caso, la firma de un convenio a honorarios a suma alzada. En el art. 12, sobre el principio de abstención que deriva del principio de imparcialidad de los funcionarios públicos, se incluye como motivo de abstención, entre otros, «compartir despacho profesional o estar asociado con éstos para el asesoramiento, la representación o el mandato» (n°2); asimismo, «tener amistad íntima o enemistad manifiesta con alguna de las personas mencionadas anteriormente» (n°3). Conforme a esta disposición, Chadwick debió haberse abstenido de contratar como asesor del Ministerio del Interior a su amigo íntimo, con quien compartía despacho profesional, uno de cuyos decretos (n° 698, de 4.7.2013) fue firmado directamente por aquél [ver en CIPER, reportaje de 11.3.2014: «Convenios del Ministerio del Interior con abogados externos suman $132 millones»].

Cuando los altos funcionarios del Estado faltan a sus deberes legales en el desarrollo de sus funciones, la ciudadanía siente legítima indignación, especialmente cuando quienes incurren en tales infracciones han desempeñado también labores en el Parlamento y han contribuido a la formación de las leyes que ellos, más que cualquier otro ciudadano, deben seguir y respetar. Excusas tales como aquella de «yo no sabía que debía hacerlo» referida a la obligación de cumplir con la ley de lobby no resultan hoy admisibles.

Hermosilla es el paradigma de quien se sirve del poder fáctico adquirido tras bambalinas por lazos de amistad, educación y conexiones; un cardenal Richelieu tras las sombras, aunque también hay muchos abogados como él que usan y abusan de la profesión para «hacer trampa». Los abogados que ejercen lealmente la profesión temen siempre enfrentarse con estos personajes, porque saben que las posibilidades de «juego limpio» disminuyen ostensiblemente. Lo que también levanta sospechas sobre los jueces cuando resuelven casos en que están involucrados altos personeros políticos.

En entrevista reciente, el ex ministro de la Corte Suprema Milton Juica señaló que él fue voto de minoría en el rechazo de las solicitudes de desafuero de parlamentarios involucrados en caso de financiamiento ilegal de la política, y que el fundamento de la mayoría para oponerse fue la afectación de los quórums en el Parlamento, en circunstancias que tales consideraciones están por completo fuera de la función jurisdiccional (esto es, resolver los casos sometidos a su conocimiento en base a la ley y su mérito jurídico).

Sabemos que el sistema de nombramientos judiciales es altamente controvertido y, a estas alturas, insostenible. Los mensajes de WhatsApp sobre posibles influencias irregulares en la designación de ministros de Corte, el «secreto a voces» de prácticas opacas como el besamanos, lobistas, operadores, llamadas o visitas en secreto y otras muestras de pleitesía que deben llevar a cabo los candidatos para tener éxito en la competencia por los cargos traen consigo un no desdeñable componente corruptivo. Pues si para ser elegidos deben superar instancias políticas —como el Ejecutivo y el Senado— es claro que no serán evaluados por sus atributos técnicos, sino por las garantías que puedan ofrecer con sus resoluciones al gobierno o sector político de turno que interviene en su nombramiento con el inevitable quid pro quo que ello conlleva. Es evidente que el sistema que tenemos afecta su independencia externa, pues el juez elegido tenderá —aunque ello no es inevitable— a favorecer los intereses de la persona o grupo de personas que fue gravitante en su designación. Lo mismo ocurre con otros casos, como la elección del fiscal nacional, del contralor general, o de los jueces del tribunal constitucional en cuya designación rige la lógica del «cuoteo».

Los deberes de transparencia constituyen el arma principal para combatir la corrupción en cualquier sector de la sociedad en el que exista un interés de los ciudadanos por conocer la forma en que se ejerce el poder público, o en el que sus intereses particulares puedan ser afectados por decisiones de terceros. La obligación de declarar los intereses y el patrimonio, así como las incompatibilidades y motivos de abstención debiera recaer en todos los funcionarios públicos, y ser acompañada de su rigurosa fiscalización y la aplicación de sanciones efectivas en caso de incumplimiento. Del mismo modo, debiera repensarse, entre otras posibles reformas, la designación de las altas autoridades por órganos no políticos sino predominantemente técnicos —incluso con participación ciudadana, como sucede en legislaciones comparadas— y buscar mecanismos eficientes para una mejor fiscalización en el empleo de los recursos públicos en instituciones especialmente opacas (como lo son Fuerzas Armadas, Carabineros y PDI, pero también en gobiernos regionales, municipalidades, corporaciones municipales, entre otras). Casi todas las estrategias de combate a la corrupción incluyen una u otra forma de ampliación de la participación y el control ciudadano, desde el perfeccionamiento de los mecanismos de responsabilidad pública, hasta la propuesta del ejercicio de funciones públicas por parte de organizaciones ciudadanas.

Especialmente sensible es la situación del Ministerio Público respecto del cual existen débiles mecanismos de control y accountability, debido a una mala comprensión de su autonomía institucional. Las críticas efectuadas por diversos parlamentarios durante el proceso de elección del último fiscal nacional dieron cuenta de ello, llegándose a proponer una reforma legal que obligara a la cabeza del organismo a rendir cuenta de su gestión en la mitad de su período para evaluar su continuidad, la que hasta a la fecha no ha ocurrido. Por ello, y a propósito del caso Hermosilla, surgen razonables dudas sobre el devenir de la investigación de las más de 700.000 hojas de chats del abogado que pudieran dar cuenta del tráfico de influencias respecto de altas autoridades e incluso —por qué no— de miembros del propio órgano persecutor. Por ello es indispensable que se den señales claras y transparentes a la población de que se investigarán los hechos «caiga quién caiga». La intervención de un tribunal para determinar que mensajes están o no abarcados por el secreto profesional sería una buena medida en tal sentido.

Los casos Penta-SQM, «pacogate», «milicogate», convenios, jueces de Rancagua, fraudes y desfalcos en municipalidades y corporaciones municipales a lo largo de todo Chile, así como un largo etcétera de recientes revelaciones de corrupción en la administración del Estado, debieran impulsar agendas públicas convergentes acerca de la necesidad de contener este flagelo sin las mezquindades del rédito a corto plazo. Con rigor y sin impunidad, porque se trata de una cuestión de Estado, y en ello nos jugamos el futuro de nuestras instituciones y de la democracia.

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Corrupción dentro del Estado y redes de poder

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14.04.2024

El “caso Hermosilla” ha venido a recordar que la corrupción en Chile es un problema sistémico, que requiere medidas profundas y urgentes, describe en columna para CIPER la abogada y doctora en Derecho María Inés Horvitz, ex consejera del CDE. Las redes de poder y el tráfico de influencias debilitan las instituciones y la democracia, y es necesario un compromiso de todos los sectores para fortalecer la transparencia, probidad y ética en la gestión pública: «La obligación de declarar los intereses y el patrimonio, así como las incompatibilidades y motivos de abstención debiera recaer en todos los funcionarios públicos, y ser acompañada de su rigurosa fiscalización y la aplicación de sanciones efectivas en caso de incumplimiento. Del mismo modo, debiera repensarse la designación de las altas autoridades por órganos no políticos sino predominantemente técnicos —incluso con participación ciudadana, como sucede en legislaciones comparadas— y buscar mecanismos eficientes para una mejor fiscalización en el empleo de los recursos públicos en instituciones especialmente opacas».

Cuando en 1785 Benjamín Franklin dejó París, después de muchos años representando los intereses de EE. UU. en Francia, Luis XVI le dio como regalo de despedida una caja de oro con un retrato del rey rodeado de 408 diamantes. El objeto tenía un valor cinco veces superior a los que se les donaban a otros diplomáticos como forma de retribuir los servicios prestados, y en el naciente país del norte fue percibido como potencialmente apto para corromper a quien lo recibía. El Congreso recomendó, por ello, manejar el objeto con cuidado. La joya quedó guardada en las manos de la hija de Franklin.

Acaso esta anécdota histórica explique, en parte, que en la Constitución estadounidense exista una disposición que establece que ninguna persona que ocupe un cargo público puede aceptar, sin la autorización del Congreso, ningún regalo, emolumento, cargo o título de cualquier clase, de ningún rey, príncipe ni Estado extranjero (art. 1, sección IX de la Constitución de Estados Unidos). La preocupación por la corrupción de las autoridades existe desde que el hombre es hombre. Ya Platón escribió:

«… aquellos que sirven a su país deben hacerlo sin recibir presentes, y no debe haber excusa ni aprobación al dicho, ‘los hombres deben recibir regalos como recompensa de sus buenas acciones, pero no por las malas acciones’; porque para saber qué estamos haciendo y mantenernos firmes en nuestro conocimiento no es una cuestión fácil. El curso más seguro es obedecer la ley que dice, ‘[n]o preste un servicio a cambio de un soborno’, y el que desobedezca, si es condenado, simplemente muera» [360 aC] .

Estos ejemplos históricos ponen de relieve la importancia que tiene para cualquier comunidad política democrática el aseguramiento del ejercicio de la función pública libre de cualquier estímulo que conduzca a favorecimientos personales. No obstante, la sospecha de que las personas tenderán a favorecer su propio interés en caso de conflicto no puede depender de las virtudes morales de quien individualmente ejerce el cargo, sino de condiciones institucionales que conjuren del modo más efectivo posible dicho peligro dentro del aparato estatal. La deslealtad con esa institucionalidad es especialmente grave en el caso de los y las abogados/as que ejercen cargos públicos, quienes además están sujetos a reglas especialmente rigurosas en el desempeño de la profesión.

Los hechos que hemos estado conociendo en los últimos meses, detonados por la grabación de Leonarda Villalobos en conversaciones con el abogado Luis Hermosilla y el empresario Daniel Sauer, dan cuenta elocuente de los peligros que acarrea la corrupción que se practica opacamente a través de las redes de poder que se tejen dentro del aparato del Estado para cooptarlo y emplearlo para la consecución de fines privados. Con prescindencia del lenguaje inapropiado y obsceno con el que el abogado interviene durante toda la conversación, Hermosilla hace referencia a «cajas negras pagadoras», «platas que se pagan en un sobre» y a una persona a la que se le prometió pagar $15 millones para «controlar toda la información que salga del Servicio (de Impuestos Internos)», y al que se le deben $10 millones; de «un huevón de la CMF al que le debemos plata…10 ó 12 palos, no sé» En suma, el abogado que representa a Sauer, controlador del factoring Factop y de la corredora de bolsa STF, ambas investigadas por la CMF por operaciones irregulares en el mercado financiero, advierte la ilicitud penal de su comportamiento cuando reconoce expresamente: «Estamos haciendo una huevá que es delito. Esta huevá es delito».

Por su parte, Sauer se jacta, entre risas, de haber conseguido eludir —gracias a la abogada Leonarda Villalobos— $3.500 millones en el pago de impuestos.

En esta sola conversación, Luis Hermosilla comprometió severamente diversos principios éticos que rigen la profesión de los abogados. El Código de Ética del Colegio de Abogados establece los siguientes deberes, todos los cuales fueron quebrantados con su comportamiento:

•art. 1°: El abogado debe cuidar el honor y dignidad de la profesión;

•art. 2º: Las actuaciones del abogado deben promover, y en caso alguno afectar, la confianza y el respeto por la profesión, la correcta y eficaz administración de justicia, y la........

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