A principios de los años 90, el antropólogo francés Marc Augé acuñó el término ‘no-lugar’, un concepto que aglutinaba todos esos nuevos espacios públicos de apariencia aséptica, impersonal: intercambiables entre sí. Rincones atravesados por el anonimato, lo transitorio y por relaciones, casi siempre, efímeras e individualistas. El vestíbulo del Ilunion Alcalá Norte, un hotel de 4 estrellas ubicado en el distrito Canillejas-San Blas, a las afueras de Madrid, se parece bastante a uno de estos no-lugares.

Sus enormes salas de estética noventera y amplios ventanales ven pasar cada día a cientos de turistas de todas las nacionalidades, ejecutivos, viajeros en escala, asistentes a las ferias del cercano IFEMA; e incluso plantillas enteras de los equipos rivales del Atlético de Madrid, cuyo estadio queda a apenas dos kilómetros del hotel.

Desde hace tres meses, este no-lugar se ha convertido en lo único parecido a un hogar para 31 gazatíes a los que la guerra en su país les obligó a dejar atrás sus casas, sus negocios, su trabajo y su familia. Una treintena de personas que forman parte del grupo de más de 160 palestinos con nacionalidad española, permiso de residencia o un vínculo de consanguinidad de primer grado con ciudadanos españoles, que fueron repatriados por el Gobierno de España tras el estallido del conflicto el pasado 7 de octubre.

Desde hace tres meses, este no-lugar se ha convertido en lo único parecido a un hogar para 31 gazatíes

Hoy, acogidos en distintos puntos de un país desconocido para la mayoría de ellos, gracias a la ayuda de ONGs como Accem, tratan de regularizar su situación, aprender el idioma y encontrar una vivienda y un empleo con los que rehacer su vida. Mientras, pasan los días y, sobre todo, las noches –cuando se intensifican los bombardeos– pegados al móvil, siguiendo al minuto la escasa información que sale de la Franja y tratando de mantenerse en contacto con familiares y amigos que aún sobreviven en su tierra.

Sentados en torno a una mesa del hall del hotel, seis de ellos comparten un testimonio que, en todos los casos, comienza de la misma manera: con una llamada de teléfono. “Días después del 7 de octubre recibimos una llamada de madrugada del ejército israelí, refiriéndose a nosotros en árabe y por nuestro propio nombre, en la que se nos daba 15 minutos para dejar nuestras casas antes de que fueran bombardeadas”, recuerdan. “¿Qué haces si recibes una llamada así? Pues salir corriendo, sin pensar y con lo puesto”.

En el caso de Sami Asaad, de 41 años, esa casa representaba su vida entera. “Mi casa era un edificio de cuatro plantas en Rimal, un barrio del centro de Gaza en el que vivía con toda mi familia: mi mujer, mis hijos, mis padres y mis hermanos. En la parte de abajo tenía mi negocio de ordenadores y material informático. Habíamos terminado de construirlo unas semanas antes del ataque. Solo pudimos vivir un mes allí”, lamenta Asaad mientras muestra en su teléfono una foto de su antiguo hogar, contrapuesta a otra del amasijo de escombros al que las bombas han reducido todo el edificio.

El doctor Munther Tamimi y su hija, Nada Tamimi, también vivían en Rimal, muy cerca del hoy devastado hospital Al Shifa, en el que Munther, de 78 años y médico de profesión, desarrolló parte de su carrera. Para el mayor del grupo, nacido y criado en Gaza, donde ha sido varias décadas director de un laboratorio, la dureza de los ataques ha sido inesperada. “Esta guerra nos ha pillado a todos por sorpresa. Pensábamos que sería como siempre, un ataque de dos o tres días y ya está. Pero la manera en la que nos han atacado, tan intensa y cruel, no la esperábamos. No te puedes imaginar cómo son esos bombardeos. No es una bomba. Bombardean todo, barrios enteros que reducen a escombros. Lanzan 50 misiles de F16 en 10 minutos. No te enteras de nada. Al principio ni siquiera pensaba que fuera real, que tuviéramos que evacuar y abandonar todo”, reconoce el doctor.

No te puedes imaginar cómo son esos bombardeos. No es una bomba. Bombardean todo

Ante el aviso del ejército israelí la madrugada del día 13, Munther y Nada Tamimi dejaron su hogar con dirección al sur de la Franja, la zona calificada como “segura” por Israel, donde durante semanas compartieron una sola habitación, un baño y una cocina junto a otros 24 familiares, sin apenas agua, comida ni medicamentos. “Caían bombas a todas horas y por todas partes, muy cerca de nosotros, escuchábamos disparos… era un horror. Para nada era una zona segura como nos dijeron, nunca nos hemos sentido seguros. Sentimos que fue escapar de una muerte a otra”, recuerda Nada. “Al final mi padre se puso muy enfermo por la falta de medicinas y el estado del agua que bebíamos. Y esto fue al principio de la guerra… imagínate ahora”.

Tras dos meses en aquella casa familiar al sur de Gaza, lograron contactar con las embajadas españolas en Jerusalén y El Cairo para salir del país. El 13 de diciembre ambos llegaron a la capital egipcia, donde una delegación de la embajada les esperaba para viajar a España. “Mi vida antes del 7 de octubre era muy estable: lo tenía todo. De un día para otro he perdido mi trabajo desde hace 50 años, parte de mi casa familiar está bombardeada, mi casa del campo ha volado por los aires…”, lamenta Munther.

“Tardé 50 años en construir esa vida, y a mis 78 años ya no voy a volver a recuperar nada de eso, lo he perdido todo para siempre. Aun así, me siento muy afortunado, hemos perdido menos que la mayoría de la gente. Son solo cosas materiales. Hay familias enteras que han desaparecido en un solo día”, concluye el doctor, traducido por su hija, mientras dirige su mirada al otro extremo de la mesa, pasando el relevo de la conversación a uno de sus compatriotas: “Él te puede contar mejor…”

Hani Nasser tiene 68 años. Hasta la guerra del año 2014, cuando sufrió un ictus que le dejó casi sin habla, ejercía como profesor de Psicología en un instituto de educación superior. Como es habitual en Gaza, vivía en un edificio de siete plantas junto al resto de su familia, en total, 80 personas. Antes de que Nasser viajara a España gracias a una de sus hijas, residente y casada con un español, el edificio familiar fue atacado por un bombardeo israelí. En el ataque murió prácticamente toda su familia. Solo una nieta de cinco años y su mujer, con la que se aloja en el hotel, siguen aún con vida. Cada dos o tres días logran contactar con su nieta, que ahora vive con dos de sus tías en Rafah, al sur de Gaza. “Es mi mujer la que habla con ellas, yo no puedo ni hablar cuando cojo el teléfono”, reconoce.

El contacto con sus familiares en la Franja ha sido una de las cosas más duras durante estos meses en España también para Nada Tamimi. “Mis sobrinos han pasado 120 días en la guerra. Han perdido mucho peso, no podían dormir. Tengo una sobrina de ocho años, antes muy charlatana y alegre, que ha perdido la capacidad de hablar. Cuando lográbamos llamarla por teléfono, teníamos que sacarle las palabras. Se sentían engañados porque mi padre y yo nos hubiéramos venido a España y les hubiéramos dejado allí”, comenta.

Es muy emocionante para nosotros sentir ese apoyo, sentir que no estamos solos

“Tengo todo el sentimiento de culpabilidad del mundo ahora mismo”, reconoce Nada Tamimi. “No puedes disfrutar de la vida, aunque estés vivo y a salvo, porque aún te sientes culpable de que tu gente esté sufriendo. Tengo vecinos que no han salido en ningún momento y que hoy siguen viviendo allí. Ahora pienso que ojalá no hubiera salido de mi casa”, concluye la joven, quien, sin embargo, agradece profundamente la ayuda de nuestro país. “Lo que ha hecho España con nosotros no lo ha hecho ninguno de los países árabes, lo agradecemos muchísimo. Al igual que todas las manifestaciones que pudimos ver cuando llegamos a Egipto, después de dos meses desconectados del mundo. Es muy emocionante para nosotros sentir ese apoyo, sentir que no estamos solos”.

Para Salah Hamad, farmacéutico de 32 años casado con una hija de española, cada llamada resulta igual de dura que para su compañera. “Parte de mi familia, mi madre y mis hermanas, están en el norte, otras en el sur. Las que están en el norte llevan 15 días sin nada de comida. Hace cuatro días hablé con mi madre, que es mayor y está enferma, y llevaba dos semanas sin comer ni beber nada”, comenta Hamad, quien reconoce que salvar a sus cuatro hijos –de uno, cuatro, ocho y diez años– fue la razón que le hizo no dudar cuando se presentó la oportunidad de salir de Gaza. “Tengo un sobrino de siete años que ha muerto de hambre. La vida ahora mismo en Gaza es imposible”, sentencia.

¿Y el futuro? Sami Assad y Salah Hamad, al igual que el resto del grupo, lo tienen claro: “Gaza necesita por lo menos 20 años para que sea viable volver. No hay colegios, no hay sanidad, ya no quedan ni calles… No hay nada”, coinciden ambos. Una pregunta ante la que Nada Tamimi traduce esbozando media sonrisa la única opinión discordante de la mesa, la de su padre: “Él dice que sí. Que en cuanto se pueda, quiere volver a su tierra”.

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“No puedes disfrutar de la vida. Te sientes culpable de que tu gente sufra”

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07.04.2024

A principios de los años 90, el antropólogo francés Marc Augé acuñó el término ‘no-lugar’, un concepto que aglutinaba todos esos nuevos espacios públicos de apariencia aséptica, impersonal: intercambiables entre sí. Rincones atravesados por el anonimato, lo transitorio y por relaciones, casi siempre, efímeras e individualistas. El vestíbulo del Ilunion Alcalá Norte, un hotel de 4 estrellas ubicado en el distrito Canillejas-San Blas, a las afueras de Madrid, se parece bastante a uno de estos no-lugares.

Sus enormes salas de estética noventera y amplios ventanales ven pasar cada día a cientos de turistas de todas las nacionalidades, ejecutivos, viajeros en escala, asistentes a las ferias del cercano IFEMA; e incluso plantillas enteras de los equipos rivales del Atlético de Madrid, cuyo estadio queda a apenas dos kilómetros del hotel.

Desde hace tres meses, este no-lugar se ha convertido en lo único parecido a un hogar para 31 gazatíes a los que la guerra en su país les obligó a dejar atrás sus casas, sus negocios, su trabajo y su familia. Una treintena de personas que forman parte del grupo de más de 160 palestinos con nacionalidad española, permiso de residencia o un vínculo de consanguinidad de primer grado con ciudadanos españoles, que fueron repatriados por el Gobierno de España tras el estallido del conflicto el pasado 7 de octubre.

Desde hace tres meses, este no-lugar se ha convertido en lo único parecido a un hogar para 31 gazatíes

Hoy, acogidos en distintos puntos de un país desconocido para la mayoría de ellos, gracias a la ayuda de ONGs como Accem, tratan de regularizar su situación, aprender el idioma y encontrar una vivienda y un empleo con los que rehacer su vida. Mientras, pasan los días y, sobre todo, las noches –cuando se intensifican los bombardeos– pegados al móvil, siguiendo al minuto la escasa información que sale de la Franja y tratando de mantenerse en contacto con familiares y amigos que aún sobreviven en su tierra.

Sentados en torno a una mesa del hall del hotel, seis de ellos comparten un testimonio que, en todos los casos, comienza de la misma manera: con una llamada de teléfono. “Días después del 7 de octubre recibimos una llamada de madrugada del ejército israelí, refiriéndose a nosotros en árabe y por nuestro........

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