Duró poco, pero hubo un tiempo en que el terrorismo no era el fetiche de moda en las pasarelas de jueces, políticos y periodistas españoles, sino un asunto que se trataba de ocultar. Era 1973, plena carrera espacial, y ETA hacía saltar por los aires el coche de Carrero Blanco una mañana de diciembre. El presidente del Gobierno de la dictadura fascista había sido asesinado y el régimen trataba de tapar aquello vistiéndolo de accidente. La brigada de información ya tenía conocimiento de que se trataba de un atentado y los medios del régimen les hablaban a los españoles de una fuerte explosión de gas y de la mala fortuna que quiso que el almirante pasase por allí en el peor momento posible. A nadie en la cúpula franquista le ilusionaba especialmente salir a hacer pública la autoría de ETA. Imaginen la indignación de aquel Aznar veinteañero que, por suerte, pudo desquitarse el 11M. No fue hasta pasadas doce horas de la explosión –3, 2, 1, ignition– cuando, con toda la prensa extranjera hablando ya de atentado de ETA, al franquismo no le quedó más remedio que reconocerlo. Así lo hicieron, obligados por la presión externa, a pesar de que todos los miembros de aquel Gobierno coincidían en que aceptar semejante gol en contra era una muestra de debilidad que generaría incertidumbre.

Cincuenta años después, con la incertidumbre y la debilidad del país como principales puntos del programa político de la derecha española, si no hay terrorismo, uno se lo inventa. Lo explicaban muy bien desde el Tribunal Supremo esta semana tras recibir con jolgorio la copia de la última obra del autor de culto García Castellón, en la que el tipo descubre en su novela, con cuatro años de retraso y coincidiendo con la investidura de Sánchez, que el Puigdemont que se pasea por Bélgica es, posiblemente, un terrorista: “El terrorismo no es, ni puede ser, un fenómeno estático, sino que se amplía y diversifica de manera paulatina y constante, en un amplio abanico de actividades”, dice el Tribunal Supremo dándole la razón al afamado autor sin que haya ojo clínico capaz de diferenciar este documento judicial de una charla de emprendedor cualquiera dispuesto a mostrarnos las bondades de su producto. ¡No es estático y se diversifica en un amplio abanico de actividades, señora! Es por todo ello, continuaban los amigos del Supremo divagando sobre aquello que tanta sangre derramó, que “se ha de ir ampliando el espacio penal de los comportamientos que objetivamente han de ser considerados terroristas”. Traducido al castellano, dicen los jueces emprendedores que la ausencia de asesinatos, sangre y atentados no debería llevarnos de ningún modo a aceptar la desaparición del terrorismo, ese lince ibérico. Que toca renovarse. Que, si ya no hay bombas ni asesinatos, habrá que bajar el listón y darle estatus de terrorista a quien corte una carretera si esta es catalana y el que la corta no es empresario agrícola. Si, dios no lo quiera, el día de mañana no hay nadie que corte carreteras catalanas, habría que “ampliar el espacio penal de los comportamientos que han de ser considerados terroristas” empapelando al que grite demasiado fuerte. Y el día que nadie grite fuerte, si es que eso ocurre, tendrá que ser terrorismo, qué remedio, mirar mal, con esa mirada que sólo un terrorista podría tener. Dicen, en fin, desde el Tribunal Supremo, que los tiempos pasan, pero que el terrorismo, como el mandato caducado del poder judicial, siempre debe mantenerse. Si esto no es apología, se le parece bastante. Pero claro, sería el Supremo quien debería imputarse a sí mismo, cosa que parece complicada.

La derecha española, en sus vertientes partidistas, judiciales o periodísticas, todas ellas políticas, ha tenido una relación tradicionalmente complicada con el terrorismo y la verdad. Se aprecia bien en tres momentos fundamentales recientes. En los años 70, cuando toda Europa sabía quién había puesto en órbita a Carrero, a la derecha en el poder le costó reconocer que el asesinato había sido obra de ETA. Treinta años después, en 2004, la derecha en el poder mintió asegurando que el 11M había sido cosa de ETA mientras todo el país observaba el miserable intento de engaño. Desde que en 2011 ETA anunciase su final, la derecha española, en todas sus vertientes, se niega a aceptar que el terrorismo haya acabado mientras la sociedad celebra su fin. Una sociedad que sabe bien que, aunque Marchena, Ayuso y Ana Rosa puestos de adrenalina españolista lo aseguren, cortar una carretera o que un francés sufra un infarto, no es terrorismo. Eso sí, lo de esta panda de hooligans sin escrúpulos dispuestos a lo que haga falta por el poder, es terrorífico.

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Así ha cambiado nuestra derecha respecto al terrorismo

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03.03.2024

Duró poco, pero hubo un tiempo en que el terrorismo no era el fetiche de moda en las pasarelas de jueces, políticos y periodistas españoles, sino un asunto que se trataba de ocultar. Era 1973, plena carrera espacial, y ETA hacía saltar por los aires el coche de Carrero Blanco una mañana de diciembre. El presidente del Gobierno de la dictadura fascista había sido asesinado y el régimen trataba de tapar aquello vistiéndolo de accidente. La brigada de información ya tenía conocimiento de que se trataba de un atentado y los medios del régimen les hablaban a los españoles de una fuerte explosión de gas y de la mala fortuna que quiso que el almirante pasase por allí en el peor momento posible. A nadie en la cúpula franquista le ilusionaba especialmente salir a hacer pública la autoría de ETA. Imaginen la indignación de aquel Aznar veinteañero que, por suerte, pudo desquitarse el 11M. No fue hasta pasadas doce horas de la explosión –3, 2, 1, ignition– cuando, con toda la prensa extranjera hablando ya de atentado de ETA, al franquismo no le quedó más remedio que reconocerlo. Así lo hicieron, obligados por la presión externa, a pesar de que todos........

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