Hace pocos días, cerca de casa, entre dos contenedores de basura, vi una caja de Glovo con aislamiento térmico, presumiblemente abandonada por su propietario, un repartidor. Ver esa caja vacía y ya sin función era como ver las armas en el suelo cuando una guerra, aunque nadie lo diga, ya se está acabando, y las tropas, cansadas y de repente, otra vez, inocentes, desertan. Lo hacen lentos e imparables, con cierta tranquilidad. Simplemente lo hacen. La libertad vivida en esos instantes de decisión es tan densa que, por un momento, y tan solo con el visionado de esa caja, pude experimentar algunos segundos de la vida de aquel repartidor de Glovo. Era una vida próxima a la de todos, al punto que pude paladear su libertad. Todo el mundo sabe lo que es eso y su sabor. El hecho mismo de que todo el mundo lo sepa ilustra que la libertad es un objeto costoso, no siempre constante ni presente. La evocación de la libertad más absoluta y sencilla –la libertad es el colmo de la sencillez; la libertad, ese todo, consiste en casi nada–, me llevó, de repente, al pasado, a un momento olvidado de la niñez, en el que experimenté por primera vez ese aroma.

Estaba en el río, tirando piedras y, supongo, decidí, sin más trascendencia, prolongar esa sensación, cancelando mi agenda, inexistente y con una sola obligación: el colegio. Caminé, así, por horas, junto al curso del río, entre la basura y las ratas, que de pronto eran un paisaje diferente y preciado y mío. En un recodo me encontré a un compañero de clase. Era un tipo peculiar. Fuerte, torpe, violento, fue el primero de nosotros en introducir el puñetazo. Verlo pelear –solo lo vimos una vez, pues después de esa vez nadie nunca jamás le desafió– era, en verdad, un espectáculo. La violencia literal era, por aquel entonces, una presencia cotidiana e, incluso, inapreciable. Me pregunto cómo será la violencia en la infancia ahora, cuando no es obvia y existen tantas palabras para ocultarla. Debe de ser, sin duda, feroz, desbocada, incalculable. Mi compañero se alegró de verme, y me propuso una serie de juegos e itinerarios que, imaginé, realizaba él solo, a diario, en compañía de nadie. Recuerdo que volvimos a tirar piedras a las ratas, esta vez con mayor interés y efectividad. Que estuvimos cantando canciones de la radio. Recuerdo, de hecho, una que hablaba de la libertad, y que cantábamos a pleno pulmón, avanzando, junto al río, agarrados de los hombros. Recuerdo que hicimos una hoguera –por entonces era común que los niños encendieran hogueras; no recuerdo a ningún adulto llamándonos nunca la atención por ello–. En la hoguera lanzamos pequeños trozos de uralita durante un buen rato, para escuchar cómo explotaban. También recuerdo que, mi ya amigo, desolló con su navaja una de las ratas que habíamos matado a pedradas, la evisceró, la clavó en un palo y la asó. Bromeamos con comérnosla, si bien, ahora lo pienso, es posible que sólo yo estuviera bromeando. No recuerdo mucho más, ni tampoco recuerdo cómo finalizó el día. Tan solo recuerdo lo que hoy me resulta dulce y espeluznante: la libertad vivida. Densa también, y que desde entonces me acompaña de alguna manera imprecisa. Lo vivido aquel día, ahora lo entiendo, o tal vez solo su sombra, surge de vez en cuando en el trabajo, en las decisiones, en las habitaciones. De vez en cuando aparece, como un arma, o una caja con aislamiento térmico, abandonadas en la alambrada. Se trata de un sentimiento básico y primitivo. Y, por ello mismo, al carecer de hilvanes, olvidado por décadas. Hasta que vi la caja entre los contenedores. La deserción del repartidor, esa vivencia adulta, me ha permitido embastar aquel recuerdo infantil, darle forma y sentido. De manera que por fin, años después de la huida al río, y tras muchos años de vida vivida, puedo hablar de la libertad. Dar fe. Definirla. He empezado a escribir estas líneas tan solo para eso, de hecho.

¿La libertad? Os diré todo sobre ella. No es un sitio al que ir. Es, precisamente, lo contrario. Consiste en no ir a un sitio. Dejar en la alambrada el fusil y la caja. Y no ir. No ir.

QOSHE - Sobre la libertad - Guillem Martínez
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Sobre la libertad

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26.03.2024

Hace pocos días, cerca de casa, entre dos contenedores de basura, vi una caja de Glovo con aislamiento térmico, presumiblemente abandonada por su propietario, un repartidor. Ver esa caja vacía y ya sin función era como ver las armas en el suelo cuando una guerra, aunque nadie lo diga, ya se está acabando, y las tropas, cansadas y de repente, otra vez, inocentes, desertan. Lo hacen lentos e imparables, con cierta tranquilidad. Simplemente lo hacen. La libertad vivida en esos instantes de decisión es tan densa que, por un momento, y tan solo con el visionado de esa caja, pude experimentar algunos segundos de la vida de aquel repartidor de Glovo. Era una vida próxima a la de todos, al punto que pude paladear su libertad. Todo el mundo sabe lo que es eso y su sabor. El hecho mismo de que todo el mundo lo sepa ilustra que la libertad es un objeto costoso, no siempre constante ni presente. La evocación de la libertad más absoluta y sencilla –la libertad es el colmo de la sencillez; la libertad, ese todo, consiste en casi........

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