“Lo llamamos planeta Tierra, pero debería llamarse planeta Vida”. Esta es la tesis del ecólogo catalán Jordi Miralles Ferrer, pues “la verdadera particularidad de nuestro planeta no es la tierra, ni los océanos, sino esta delgada capa que lo recubre todo llamada biosfera”. Particular en cuanto que hasta ahora no se ha encontrado existencia de vida en ningún otro lugar del universo. Delgada porque, aunque podemos encontrar algunas aves volando a diez kilómetros sobre el nivel del mar o peces abisales a ocho kilómetros de profundidad, el espacio donde transcurre la vida equivale, si el planeta tuviera el tamaño de una manzana, a la piel que la recubre.

¿Y si le llamáramos planeta Muerte? De nuevo describiría una particularidad del mismo, pues, hasta que no se demuestre lo contrario, no existe muerte en ningún otro lugar del universo. Y es que, efectivamente, sin la vida no existe la muerte, ni viceversa. Le llamamos biosfera, pero bien podríamos denominar tanatosfera a esa fina capa donde la materia orgánica baila un baile sin coreografía.

En cualquier caso, los latidos que agitan esta bio-tanato-esfera los catapultan tanto la vida alimentando a la muerte como la muerte haciendo renacer a la vida. Una obstinada sístole, la vida; una obstinada diástole, la muerte; de un único corazón, un solo órgano vital que, como expresa Deborah Bird Rose en su acercamiento a la cosmovisión aborigen australiana en el libro El sueño del perro salvaje, “durante unos cuatro mil millones de años, la vida y la muerte han ido de la mano, han encontrado cada una su propio nivel respetuoso en relación con la otra y, juntas, han sostenido una familia de vida sobre la Tierra”.

Pero la cultura de la modernidad ya no rinde el culto que merecen a la vida ni a la muerte. Al contrario, imponiendo un pensamiento racional acaba olvidando el misterio de este ciclo infinito. En la agricultura industrial tenemos muchas evidencias de cómo, cegados por la productividad, a base de fertilizantes químicos y de pesticidas, se destruye la vida pequeña y microscópica presente en la tierra, su bioma digestivo, el cual es el encargado de tomar, procesar y entregar los nutrientes de los seres muertos a los vegetales vivos para mantener el ciclo trófico. ¿Es (solo) ignorancia o más bien reflejo de la imposición de una cultura que rechaza saberse dependiente del resto de seres vivos humanos y no humanos? Si saltamos al ámbito de la muerte de los seres humanos, y en concreto en la ceremonia o exequias de nuestros cuerpos una vez fallecidos, encontraremos algunas pistas.

La cultura de la modernidad ya no rinde el culto que merecen a la vida ni a la muerte

Yo mismo, y seguro que algunas de vosotras también, desde hace tiempo declaro que cuando muera me gustaría que mi cuerpo fuera enterrado directamente, sin ropa ni féretro, en mi huerto y que, pasto de detritívoros y toda clase de descomponedores, permitan que mis moléculas de carbono y otros elementos, a lomos de las micorrizas, resurjan como parte de una rama, de un tallo, de una hoja… Que mi carne hecha “abono” devuelva a la biosfera la vida que me “prestó”, evitando de paso las fórmulas convencionales que intuyo son altamente contaminantes.

La web Funeral Natural, que edita Jordi Miralles, ofrece muy buena información al respecto. Por ejemplo, advierte de que deshacerse en la tierra en un lugar privado, por hermoso que resulte, no está permitido. O corroborar que, ciertamente, esta práctica natural prohibida, gestionada con rigor, no solo devuelve fertilidad a la tierra, sino que es la de menor impacto ecológico, como puede extraerse de la lectura de un exhaustivo estudio del año 2017 realizado por la Fondation Services Funéraires de Paris.

En cualquier caso, queda claro que morimos como vivimos o viceversa, que las mismas formas de habitar el mundo las encontramos en las formas de deshabitarlo. Mientras que los macrocementerios urbanos y sus rascacielos de nichos son una clara expresión de cómo la mayoría de las vidas se materializan al margen de la naturaleza, la cremación en cadena en los tanatorios es un fiel reflejo del nivel de industrialización y urbanización que hemos alcanzado.

Como ya ocurre en otros lugares, y buscando inspiración en culturas pasadas o diferentes a la occidental capitalista, ojalá nos libremos de temores y prejuicios para revisar no solo cómo afrontamos la muerte, sino también, y por que tiene mucho que ver, cómo afrontamos la vida, para plantear y reivindicar alternativas de funerales naturales como los cementerios verdes o la humusación para facilitar nuestra metamorfosis. Del compost venimos y en compost nos convertiremos.

QOSHE - La fertilidad de la muerte - Gustavo Duch
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La fertilidad de la muerte

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06.02.2024

“Lo llamamos planeta Tierra, pero debería llamarse planeta Vida”. Esta es la tesis del ecólogo catalán Jordi Miralles Ferrer, pues “la verdadera particularidad de nuestro planeta no es la tierra, ni los océanos, sino esta delgada capa que lo recubre todo llamada biosfera”. Particular en cuanto que hasta ahora no se ha encontrado existencia de vida en ningún otro lugar del universo. Delgada porque, aunque podemos encontrar algunas aves volando a diez kilómetros sobre el nivel del mar o peces abisales a ocho kilómetros de profundidad, el espacio donde transcurre la vida equivale, si el planeta tuviera el tamaño de una manzana, a la piel que la recubre.

¿Y si le llamáramos planeta Muerte? De nuevo describiría una particularidad del mismo, pues, hasta que no se demuestre lo contrario, no existe muerte en ningún otro lugar del universo. Y es que, efectivamente, sin la vida no existe la muerte, ni viceversa. Le llamamos biosfera, pero bien podríamos denominar tanatosfera a esa fina capa donde la materia orgánica baila un baile sin coreografía.

En cualquier caso, los latidos que agitan esta bio-tanato-esfera los catapultan tanto la vida alimentando a la muerte........

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