En el siguiente párrafo no voy a decir nada que no sepan; pero no se lo salten, porque, cuando hay más ruido de alarmas que fuego, no está de más recordar cosas elementales para pisar el suelo y no caer en vértigos que a nada bueno conducen.

España es un Estado social y democrático de derecho desde hace 45 años. Es social porque asume que la libertad y el mercado son condición necesaria pero no suficiente para avanzar en la protección efectiva de los derechos y de la libertad misma, y que por tanto el poder puede y debe desarrollar políticas favorecedoras de la igualdad, financiadas con impuestos. Es democrático porque la composición del parlamento, y por tanto del gobierno, resulta de un sistema homologable de sufragio universal, y porque los cargos políticos no pueden perpetuarse por su voluntad, sino ganando unas nuevas elecciones con garantía de pureza. Y es de derecho porque la voluntad política de los tres poderes constituidos está ceñida con y por reglas que limitan su ejercicio: para el legislador, sólo la constitución y los tratados internacionales; para el gobierno y para los jueces, la constitución, los tratados y la ley. Y también lo es porque los conflictos entre los poderes (que, por ser poderes, tienen, cada uno, naturaleza expansiva) han de dilucidarse a través de procedimientos preestablecidos que en su día se consideraron idóneos para, mediante un juego articulado de controles recíprocos entre poderes separados, hacer efectivos la constitución, los tratados y la ley. Pero la “gran condición” que sujeta al Estado de derecho es que ha de cumplirse la decisión de quien tiene atribuida una competencia para dirimir controversias o disputas entre los poderes, guste o no a unos o a otros esa decisión. Cualquier otra alternativa es revolución o golpe de Estado. Disculpen que ocupe tanto espacio en una tribuna pública para explicar cosas tan elementales.

La amenaza no es el mal gobernante, sino Leviatán

Otra cosa obvia: el Estado de derecho no asegura buenas políticas. No impide la aprobación de leyes dañinas o contrarias a intereses generales, ni corrupción gubernamental, como tampoco sentencias injustas, erróneas o incluso prevaricadoras. No evita excesos de poder o arbitrariedades. La función del Estado de derecho no es el buen gobierno, sino impedir que jueces, gobiernos o mayorías parlamentarias hagan de su capa un sayo. La amenaza no es el mal gobernante, sino Leviatán, aunque Leviatán tuviera buenas intenciones. Lo que define al Estado de derecho, en definitiva, no es la pulcritud, sino la existencia de procedimientos predeterminados y eficaces a través de los cuales puedan y deban resolverse los conflictos suscitados por el indebido ejercicio de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial.

Reglas, procedimientos de decisión y árbitros, eso es todo.

La ley de amnistía

¿Es verdad, entonces, que la proposición de ley de amnistía, en las condiciones en que se ha presentado (como condición para un voto favorable en una investidura) pone en peligro la Constitución y el Estado de derecho? Así lo piensan muchos. Incluso jueces, vestidos de toga, han protestado en sus sedes contra dicha proposición de ley. Algo, por cierto, tan simétricamente insólito como si los ministros se manifestaran, igual de serios y graves, con sus carteras ministeriales en la mano, en Moncloa, contra una sentencia firme del Tribunal Supremo. Me parece necesario decir que, precisamente porque España es un Estado de derecho, así como un parlamento no puede juzgar la conformidad a Derecho de una sentencia, ningún juez tiene tampoco atribuida autoridad alguna para emitir una opinión sobre una proposición de ley: si quiere hacerlo, debe hacerlo sin toga, como ciudadano. Otra cosa, naturalmente, es que formule una cuestión de constitucionalidad cuando tenga que aplicar la ley, preguntando a quien tiene competencia para determinarlo, que es el TC. Es especialmente llamativo que un líder político radical, en una intervención pública, haya llamado a los jueces a rebelarse contra la ley… ¡para defender el Estado de derecho! Semejante planteamiento podría recabar aplausos en un programa de televisión, pero supondría un automático suspenso en cualquier facultad de Derecho.

Aclaro, aunque no debería ser necesario para los fines de este artículo, que la amnistía, que ha concitado una mayoría parlamentaria suficiente como piedra angular de una investidura, me dejó el gesto torcido; no porque entienda que las amnistías no son posibles en un Estado constitucional como el nuestro (yo creo con absoluta convicción que sí lo son, pero ese no es el tema de este artículo), sino porque doy tanto valor a ese instrumento de política de Estado, que no puedo quedarme indiferente al verlo convertido en una contraprestación a cambio de una investidura. Las investiduras suelen requerir negociaciones y compromisos, claro que sí, pero creo que de ese terreno de juego debería quedar excluido algo tan importante y excepcional como es una amnistía, cuya naturaleza se resiste a convertirse en condición obligada (precio) de algo de menos entidad, como es una investidura. Pero esto es una mera opinión política personal.

Alimentar el descrédito del Tribunal Constitucional es peligroso

Lo que me importa decir aquí, sin embargo, es que la ruidosa crítica contra dicha proposición de ley como amenaza seria contra el Estado constitucional de derecho a mí me hace pensar que unos y otros manejamos nociones bien diferentes de lo que significa esta expresión. Sea o no acorde con la Constitución, la propuesta o su aprobación no ponen de ninguna manera en jaque la esencia del Estado de derecho, por una razón elemental: quien entienda que no entra dentro del ámbito de competencias de las Cortes Generales puede ir a preguntarle a quien está ahí para decidirlo, que es el Tribunal Constitucional, cuya puerta está perfectamente abierta. Otra cosa es que se sugiera que eso no sirve de nada porque el Tribunal Constitucional “hará lo que convenga al Gobierno”, es decir, que no existe nadie que controle a la mayoría parlamentaria. También dijeron esto otros en ocasiones precedentes, poniendo en cuestión su autonomía e imparcialidad, pero sus sentencias se cumplieron. Lo cierto es que alimentar el descrédito del Tribunal Constitucional es peligroso, porque provoca que algunos piensen en otra autoridad, por supuesto militar, para ejercer ese control, invocando el tan mal interpretado artículo 8 de la Constitución: qué significativo es que algunos defensores del Estado de derecho sitúen al Ejército por encima del Tribunal Constitucional, porque este es político y aquel no. Observen que dar por descontada la parcialidad del Tribunal Constitucional es tan grave como lo sería que las Cortes o el Gobierno afirmasen que los tribunales están dispuestos al lawfare para hacer caer a un gobierno. Lo digo porque he leído textos en los que, en un mismo párrafo, después de escandalizarse por la desconfianza de algunos en los tribunales españoles, se dice que qué puede esperarse de un Tribunal Constitucional politizado.

Lo que sí debe preocuparnos

Más que el derrumbe del Estado de derecho, lo que acaso debería preocuparnos es su anquilosamiento y su entropía. El vigor del principio de legalidad y de la separación de poderes puede deteriorarse por falta de ambición, y también por un exceso de tacticismo político. Si nos alejáramos lo mínimo imprescindible de la normal lucha por el poder entre derechas e izquierdas, podríamos ver que lo que sí puede “pudrir por dentro” el Estado de derecho es la colonización de las instituciones de control por los partidos, que tienen tendencia a convertirse en los vasos comunicantes de todos los poderes e instituciones: no sólo las Cortes y el Gobierno, sino también el Tribunal Constitucional, el Poder Judicial (a través del Consejo), el Tribunal de Cuentas, la Junta Electoral Central, etc. Esto es lo que, más que políticas que nos parezcan equivocadas, sí puede debilitar la malla de reglas, controles y contrapesos imprescindible en un Estado de derecho para que los poderes no se leviatanicen.

En esto es en lo que tendríamos que fijarnos si de verdad estamos preocupados por la calidad de nuestro sistema constitucional. Mucho más que la aprobación de una ley discutible y sujeta al control del TC, el Estado de derecho se pudre por el deliberado e insoportable bloqueo de la renovación del CGPJ para perpetuar un control sobre el mismo, invocando el pretexto de disentir de la ley que lo regula, o la pretensión del contrario de sustituirle en el control: “Impediré que lo controle Sánchez” significa, exactamente, “para que lo controle él, mejor que lo siga controlando yo”, aunque se vista de argumentos en contra de un modelo que es el mismo que colocó ahí, legítimamente, a los vocales tan envejecidos que ilegítimamente se mantienen, imagino que a su pesar, blindados por el bloqueo oportunista. También se pudre con la mala praxis de los grandes partidos de subvertir el sistema de consenso para el nombramiento de magistrados del TC y de vocales del CGPJ en un sistema de “reparto por cuotas”: lejos de designar a quienes no suscitan rechazo por su categoría profesional o personal, la tendencia es a colocar a los más “fiables”, por presumir que el cupo de candidatos del otro partido será también reclutado de entre los más aguerridos. El resultado es que las instituciones de control acaban atravesadas por la lógica de los partidos: la institución al servicio del partido, y no lo contrario. Esta estrechez de miras, esta mezquindad institucional sí puede estar convirtiendo a España en un Estado de derecho “de baja intensidad” y creando agujeros en el sistema de contrapesos.

Pero, ¿quién podrá revertir esta tendencia, en un país tan polarizado? La polarización pide trinchera y no mesas de negociación; enciende alarmas para hacer ruido, no para apagar incendios; propicia el lawfare en sus diversas modalidades en vez de la normal aplicación de las neutras y previsibles reglas jurídicas; llena el campo de juego de tácticas fulleras incompatibles con estrategias sostenibles; y despistan sobre lo esencial, en lo que, si nos encerráramos un par de días en una casa de campo y sin cuñados, acabaríamos poniéndonos de acuerdo mucho más de lo que pensamos. Pero qué problema más grande es que, de entre quienes deciden, nadie tenga la impresión de ganar nada destensando la cuerda y no deje así de dar argumentos al contrario para seguir tirando, mientras resista. Y ahí nos tienen discutiendo entre Puigdemont y Vox, cuando tantos españoles preferiríamos hablar de qué más podría hacerse por las personas dependientes, de cómo hacer más efectivas las políticas antipobreza, de cómo recuperar el fair play institucional, de cómo incentivar al profesorado, de cómo recuperar el prestigio de la veracidad informativa frente a las hidras de desinformación masiva, de qué va a hacerse con las personas dedicadas a empleos que la IA va a suplantar en un santiamén, o de la equidad fiscal para recuperar el pacto social casi olvidado.

QOSHE - Lo que sí puede pudrir el Estado de derecho - Miguel Pasquau Liaño
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Lo que sí puede pudrir el Estado de derecho

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09.12.2023

En el siguiente párrafo no voy a decir nada que no sepan; pero no se lo salten, porque, cuando hay más ruido de alarmas que fuego, no está de más recordar cosas elementales para pisar el suelo y no caer en vértigos que a nada bueno conducen.

España es un Estado social y democrático de derecho desde hace 45 años. Es social porque asume que la libertad y el mercado son condición necesaria pero no suficiente para avanzar en la protección efectiva de los derechos y de la libertad misma, y que por tanto el poder puede y debe desarrollar políticas favorecedoras de la igualdad, financiadas con impuestos. Es democrático porque la composición del parlamento, y por tanto del gobierno, resulta de un sistema homologable de sufragio universal, y porque los cargos políticos no pueden perpetuarse por su voluntad, sino ganando unas nuevas elecciones con garantía de pureza. Y es de derecho porque la voluntad política de los tres poderes constituidos está ceñida con y por reglas que limitan su ejercicio: para el legislador, sólo la constitución y los tratados internacionales; para el gobierno y para los jueces, la constitución, los tratados y la ley. Y también lo es porque los conflictos entre los poderes (que, por ser poderes, tienen, cada uno, naturaleza expansiva) han de dilucidarse a través de procedimientos preestablecidos que en su día se consideraron idóneos para, mediante un juego articulado de controles recíprocos entre poderes separados, hacer efectivos la constitución, los tratados y la ley. Pero la “gran condición” que sujeta al Estado de derecho es que ha de cumplirse la decisión de quien tiene atribuida una competencia para dirimir controversias o disputas entre los poderes, guste o no a unos o a otros esa decisión. Cualquier otra alternativa es revolución o golpe de Estado. Disculpen que ocupe tanto espacio en una tribuna pública para explicar cosas tan elementales.

La amenaza no es el mal gobernante, sino Leviatán

Otra cosa obvia: el Estado de derecho no asegura buenas políticas. No impide la aprobación de leyes dañinas o contrarias a intereses generales, ni corrupción gubernamental, como tampoco sentencias injustas, erróneas o incluso prevaricadoras. No evita excesos de poder o arbitrariedades. La función del Estado de derecho no es el buen gobierno, sino impedir que jueces, gobiernos o mayorías parlamentarias hagan de su capa un sayo. La amenaza no es el mal gobernante, sino Leviatán, aunque Leviatán tuviera buenas intenciones. Lo que define al Estado de derecho, en definitiva, no es la pulcritud, sino la existencia de procedimientos predeterminados y eficaces a través de los cuales puedan y deban resolverse los conflictos suscitados por el indebido ejercicio de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial.

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