Podría parecer cuando menos extemporáneo tener que justificar hoy el BDSM –Bondage, Disciplina, Dominación, Sumisión, Sadismo y Masoquismo–, pero hay temas que resurgen en la esfera pública con tenacidad, sobre todo aquellas que tienen que ver con la sexualidad. El cineasta Carlos Vermut ha declarado hace unos días que tiene “sexo duro” y que practica estrangulamientos en la cama pero “siempre de manera consentida”, como respuesta a las acusaciones de agresiones sexuales por parte de varias mujeres. Las redes y los articulistas han respondido una vez más de manera masiva ante este nuevo #MeToo, pero entre estas reacciones han aparecido juicios que señalan que, más allá del necesario consentimiento, si te gusta estrangular o que te estrangulen es porque hay algo “averiado” en ti, o aquellas que acusan desde el feminismo a las que practican BDSM de legitimar la violencia machista. El sexo arrastra todavía un mancha, una parte de oscuridad que, pese a todos los avances en la ampliación de nuestra libertad sexual, consigue seguir extendiendo una sombra sobre determinadas prácticas para prescribir, todavía hoy, lo que sería una sexualidad correcta, aceptable o feminista.

Lo curioso es que muchas de nuestras discusiones actuales, aunque sean con otros marcos o tonalidades, ya se dieron hace cuarenta años. Por eso una obra redactada en una máquina de escribir: Pensando el sexo: Notas para una teoría radical de la sexualidad (Verso, 2024) de Gayle Rubin, puede decirnos todavía cosas que nos resuenan, aunque data de principios de la década de 1980. El libro responde a los albores de lo que se llamaron las guerras del sexosex wars– feministas. En su prólogo, Rubin explica cómo las feministas culturales –o radicales– del Estados Unidos de la época atacaron de manera feroz determinados eventos pero también a personas que consideraban “ostensiblemente inaceptables” porque defendían el BDSM o el porno. Se produjeron así los primeros intentos de cancelaciones para impedir hablar a las que no pensaban como ellas –la propia Rubin lo sufrió durante años– y para eso se echó mano de piquetes, bloqueos, amenazas a la universidad, coléricos ataques en medios o pasquines con un evidente desprecio por la verdad y utilizando pánicos morales o sexuales. “Mientras, la amenaza de la derecha conservadora estaba adquiriendo una influencia cada vez mayor en la política, el discurso público, las legislaciones estatales y la regulación de la sexualidad en EE.UU.”, dice Rubin. Habían nacido las primeras guerras culturales, y desde entonces las derechas se convertirían en verdaderas maestras en manejar sus cuerdas.

El caso que relata Rubin es de la conferencia académica sobre Sexualidad del centro de estudios Barnard en 1982, que las feministas antipornografía identificaron como un objetivo porque no se adhería a su línea. Las que se manifestaron contra el acto portaban camisetas que decían: “Por una sexualidad feminista” y “Contra el SM (sadomasoquismo)”. Precisamente, como parte de las luchas por la libertad sexual de los años sesenta y setenta, se habían creado varias comunidades sadomasoquistas de carácter reivindicativo. Rubin fue una de las fundadoras en 1978 del primer grupo de lesbianas sadomasoquistas –Samois– que defendía estas prácticas desde el feminismo como un erotismo legítimo, como una expresión de fantasías y deseos sexuales. No decían que fuese una sexualidad especialmente feminista o liberadora, sino que no era inherentemente opresiva y que no había ninguna contradicción intrínseca entre la política feminista y el sadomasoquismo.

Para atacar el acto dijeron que era una “celebración del sexo pervertido”, que promovía “la sexualidad infantil” y la pornografía, argumentos que resurgen una y otra vez en la actualidad cada vez que las nuevas extremas derecha “antigénero” impulsan legislaciones contra la educación sexual o contra los contenidos LGTBIQ en medio mundo. Entonces, se unió pornografía y sadomasoquismo, para utilizar como ariete el rechazo y el escándalo sexual que provocaban las imágenes del BDSM por aquel entonces. Como consecuencia de estas campañas consiguieron cambiar las definiciones legales de pornografía para contribuir a su prohibición. Porno duro no era aquel en el que se veían los genitales, sino aquello que el espectador encontraba repugnante, que consideraba “fuera de lugar” como el SM, dice Rubin.

A principios de los 80 se dio una alianza entre las feministas antipornografía y la emergente Nueva Derecha

Crearon así una confusa amalgama de porno, sado, violencia contra las mujeres y subordinación femenina, y la expresaron a través de un estilo discursivo que podemos llamar el de la “lista de la compra” de prácticas supuestamente aberrantes. Este consiste en enumerar como una ametralladora cosas “escandalosas” y que, por ejemplo, se utiliza hoy para denigrar el trabajo sexual. Este feminismo cultural, por cierto, dejó en el cajón las cuestiones reproductivas y la lucha contra la división sexual del trabajo, para hablar únicamente de sexo y explotación sexual. Paradójicamente, se dio una alianza entre estas feministas antipornografía y la emergente Nueva Derecha –que en muchos de sus elementos prefigura a la extrema derecha actual–, que implicaba una reacción conservadora contra las conquistas del mayo del 68 y que dio lugar a la Administración conservadora y neoliberal de Reagan.

Pornografía, BDSM y consentimiento

El SM también funcionaba como una explicación para todo comportamiento que consideraban tanto “inexplicable como despreciable”, dice Rubin. Esto implicaba que cualquier mujer que pudiera disfrutar de tales prácticas debía tener algo malo, “solo alguien enajenado, engañado, o coaccionado podría participar en algo así”. Precisamente este tipo de argumentos contra el BDSM olvidan que, en el trabajo sexual, es una ámbito propio con un saber reconocido, es decir, bien pagado, porque implica un saber hacer y el conocimiento de toda una serie de regulaciones. El BDSM está altamente codificado de manera que, en principio, todos los participantes tienen muy presentes los deseos, los límites y expectativas de cada cuál y cuándo y cómo parar. Probablemente no hay una práctica sexual que haya producido en sus adeptos más reflexiones sobre el consentimiento. Se olvidan además, de que entre quienes lo practican como sumisos –masoquistas– hay numerosos hombres, la mayoría, si hablamos en términos de consumo de sexo de pago. También obvian que no es una práctica estrictamente heterosexual, y que es una más del repertorio disponible, que no tiene por qué definir necesariamente toda tu sexualidad, puedes llevarla a cabo de manera ocasional en alguna de sus formas (no hay una espiral que requiera cada vez más “violencia” para excitarse como explican algunas). Por supuesto, pueden darse vulneraciones del consentimiento o agresiones como en cualquier otro intercambio sexual, pero eso no es inherente a la práctica en sí.

Los aires del #MeToo han provocado una reflexión necesaria sobre el consentimiento, pero también se han traducido en reflexiones acusadoras sobre sexualidades aceptables y no aceptables, en nuevos punitivismos o intentos de criminalización –por ejemplo para las trabajadoras sexuales –de momento la prohibición de publicitarse, lo que les dificulta trabajar de manera autónoma–. El ataque a las trabajadoras sexuales ya ha empezado y se mezcla con las políticas de restricción migratoria, pero es más complicado atacar la pornografía en España hoy sin parecer puritano. (El feminismo antipornografía en esta década de 1980 tuvo menor impacto, sobre todo al principio, porque se venía de la lucha contra el franquismo, su censura y puritanismo). Así, para intentar transformar estas nuevas inquietudes antipornografía en votos, hoy Pedro Sánchez no dice oponerse al porno, sino que utiliza el marco de “proteger a los menores”. Mediante este marco, que también se gestó en las décadas de los sesenta y setenta, se trata de asociar menores, pornografía y agresiones sexuales –una asociación construida sobre pánicos morales y no demostrada–. De hecho, no hay cómo involucrar a los menores para impulsar cualquier agenda antisexo –o antigénero–.

No hay formas de sexualidad que reafirmen el patriarcado

Contra nuevas normatividades opresoras

El feminismo de la segunda ola fue una respuesta, dice Rubin, al régimen punitivo en torno a las sexualidad de las mujeres, “un intento de correr los muros que dividían el sexo bueno del malo, el tolerable –reproductivo, marital, heterosexual– del depravado”. Estas feministas trabajaron para nuestra liberación, no para nuestro control ni para la oposición de nuevos dogmas sobre lo que es una sexualidad tolerable o feminista. Criticaron las restricciones impuestas a la conducta sexual de las mujeres y denunciaron “el alto precio que se les hace pagar por ser sexualmente activas”, según Rubin. Pero hay otra tendencia que se manifiesta en el feminismo y que considera la libertad sexual obtenida como una mera extensión de los privilegios masculinos y que comparte un tono, y a veces, objetivos similares al del discurso antisexual conservador en forma de prohibiciones o condenadas morales.

El BDSM no es violencia, ni es antifeminista, ni antimujer, ni hay formas de sexualidad que reafirmen el patriarcado. En cualquier caso, más allá de la teoría y de Twitter existen personas reales –una pluralidad apabullante– cuya sexualidad es difícilmente encajable en moldes o nuevas prescripciones. El BDSM va a seguir existiendo, independientemente de la condena moral que se extienda sobre esta práctica. Los placeres se mueven en esa ambigüedad donde el deseo no está moldeado por lo que se considera correcto o por la moral impuesta, sino incluso en ocasiones, por su contrario. Esta defensa del BDSM puede parecer extemporánea, pero si desde algunos feminismos se intenta proclamar nuevas normatividades o estigmatizar determinadas prácticas sexuales la gente se alejará de él. La reacción ya está en marcha.

QOSHE - En defensa del sadomasoquismo - Nuria Alabao
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En defensa del sadomasoquismo

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09.02.2024

Podría parecer cuando menos extemporáneo tener que justificar hoy el BDSM –Bondage, Disciplina, Dominación, Sumisión, Sadismo y Masoquismo–, pero hay temas que resurgen en la esfera pública con tenacidad, sobre todo aquellas que tienen que ver con la sexualidad. El cineasta Carlos Vermut ha declarado hace unos días que tiene “sexo duro” y que practica estrangulamientos en la cama pero “siempre de manera consentida”, como respuesta a las acusaciones de agresiones sexuales por parte de varias mujeres. Las redes y los articulistas han respondido una vez más de manera masiva ante este nuevo #MeToo, pero entre estas reacciones han aparecido juicios que señalan que, más allá del necesario consentimiento, si te gusta estrangular o que te estrangulen es porque hay algo “averiado” en ti, o aquellas que acusan desde el feminismo a las que practican BDSM de legitimar la violencia machista. El sexo arrastra todavía un mancha, una parte de oscuridad que, pese a todos los avances en la ampliación de nuestra libertad sexual, consigue seguir extendiendo una sombra sobre determinadas prácticas para prescribir, todavía hoy, lo que sería una sexualidad correcta, aceptable o feminista.

Lo curioso es que muchas de nuestras discusiones actuales, aunque sean con otros marcos o tonalidades, ya se dieron hace cuarenta años. Por eso una obra redactada en una máquina de escribir: Pensando el sexo: Notas para una teoría radical de la sexualidad (Verso, 2024) de Gayle Rubin, puede decirnos todavía cosas que nos resuenan, aunque data de principios de la década de 1980. El libro responde a los albores de lo que se llamaron las guerras del sexosex wars– feministas. En su prólogo, Rubin explica cómo las feministas culturales –o radicales– del Estados Unidos de la época atacaron de manera feroz determinados eventos pero también a personas que consideraban “ostensiblemente inaceptables” porque defendían el BDSM o el porno. Se produjeron así los primeros intentos de cancelaciones para impedir hablar a las que no pensaban como ellas –la propia Rubin lo sufrió durante años– y para eso se echó mano de piquetes, bloqueos, amenazas a la universidad, coléricos ataques en medios o pasquines con un evidente desprecio por la verdad y utilizando pánicos morales o sexuales. “Mientras, la amenaza de la derecha conservadora estaba adquiriendo una influencia cada vez mayor en la política, el discurso público, las legislaciones estatales y la regulación de la sexualidad en EE.UU.”, dice........

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