“Esto no ha sido más que una escaramuza en una guerra más amplia que pretende minar la fe del público en los pilares de la sociedad norteamericana”, escribió el 3 de enero en el New York Times la politóloga Claudine Gay, un día después de dimitir de su puesto como rectora de la Universidad de Harvard, en el que ha durado apenas seis meses. Aprovechó su tribuna de despedida para lanzar un aviso: “Instituciones que gozan de la confianza del público –sean del tipo que sean, desde agencias de sanidad pública hasta organizaciones de noticias– caerán víctima de intentos coordinados para socavar su legitimidad y destruir la credibilidad de sus líderes. No habrá ninguna victoria singular, ninguna caída de ningún líder particular, que satisfaga el celo de los oportunistas que están promoviendo el cinismo con respecto a nuestras instituciones”.

Es más que evidente que la dimisión de la rectora de Harvard –una mujer afrocaribeña de 53 años nacida en Nueva York, hija de inmigrantes haitianos y educada en instituciones de élite– fue provocada por un ataque coordinado de la derecha. Para empezar, se le tendió una emboscada a principios de diciembre en una comisión del Congreso dominada por la diputada republicana Elise Stefanik, cuando Gay y dos rectoras más fueron interrogadas sobre supuestas expresiones genocidas y antisemitas en sus campus universitarios (que han vivido enfrentamientos intensos entre grupos propalestinos y proisraelíes). La trampa consistió en dos partes. Primero, la comisión asumió como antisemita toda expresión de apoyo a la población civil de Gaza o crítica a Israel. Segundo, presentó a las tres rectoras una situación hipotética que no se ha producido: ¿permitirían un llamamiento al genocidio judío en sus respectivos campus? Las respuestas matizadas de las rectoras –que habría que considerar el contexto antes de decidir las sanciones– fueron la excusa perfecta para que los diputados se encendieran en esa indignación tan típica de las guerras culturales. El escándalo no tardó en contagiar a los entornos de las propias rectoras, que se vieron obligadas a disculparse por sus testimonios; a los cuatro días, una de las tres, la de la Universidad de Pensilvania, presentó su dimisión.

Es más que evidente que la dimisión de la rectora de Harvard fue provocada por un ataque coordinado de la derecha

Poco después, el activista conservador Chris Rufo puso en la diana a la rectora de Harvard, demostrando que Gay había copiado pasajes de otros sin atribución apropiada en su tesis doctoral (de 1997) y varios de sus artículos académicos posteriores. Las instancias de repetición –relativamente inocuas y, para muchos, más un síntoma de torpeza que de plagio como tal– se descubrieron sometiendo la producción académica de Gay a un programa informático, con el único fin de poner en un aprieto a la rectora. Y en lugar de disimular sus objetivos y tácticas, Rufo se ha ufanado de ellos en público, presentándolos como un modelo a seguir. Después de conseguir que el escándalo del plagio se cubriera ampliamente en los medios conservadores, Rufo dijo que “sabía que, para conseguir mi objetivo, teníamos que introducir la narrativa en los medios de izquierdas”, según confesó en una entrevista en la revista Politico. “Emprendí una campaña … de bullying a mis colegas de izquierdas para que tomaran en serio la historia del escándalo académico más importante en la historia de Harvard”. “Por ahora”, agregó, “dada la estructura de nuestras instituciones, esta es una estrategia universal que la derecha puede emplear en la mayoría de los temas. […] Creo que hemos demostrado su posibilidad de éxito”.

Además de identificar la campaña en su contra como parte de una guerra cultural, en su tribuna del New Times, Gay se dedicó a defender su integridad como politóloga enfocada en los efectos de la entrada de minorías a cargos públicos. “No he tergiversado nunca mis resultados de investigación o presentado como propias las investigaciones de otros”, escribió. “Mis investigaciones presentaron pruebas concretas para demostrar que cuando miembros de comunidades marginadas ganan una voz significativa en los espacios del poder, esto abre una puerta donde antes solo se veían barreras. Y esto, a su vez, refuerza nuestra democracia”.

Pero hay una pregunta central que la rectora prefirió pasar por alto: ¿qué nos demuestra el éxito de este ataque con respecto a la vulnerabilidad de las universidades norteamericanas, incluida una institución privada como Harvard, cuyo patrimonio de más de 50 mil millones de dólares supera el PIB de países como Bolivia o Paraguay y cuyo prestigio mundial es, además, enorme? Irónicamente, muchos de los políticos y opinadores de derechas que vituperan contra Harvard y otras universidades de élite, incluida la diputada Stefanik, no dejan por ello de vanagloriarse de haber pasado por ellas. (Y no hace falta recordar cómo, en años recientes, han intentado aprovecharse de ese prestigio figuras tan pintorescas de la fauna ibérica como Pablo Casado o María Elvira Roca Barea.) ¿Por qué ha sido tan fácil derrocar a la máxima responsable de una institución tan poderosa?

Según la derecha y el sector de la izquierda que se autoproclama anti-woke, la causa principal de esa vulnerabilidad sería que las universidades han venido traicionando su tradicional respeto por el rigor, la verdad, el debate de ideas y el mérito académico en aras de valores buenistas como la diversidad, la equidad y la inclusión (DEI). Los síntomas de esa traición serían varios, desde la presencia cada vez mayor entre el profesorado y los cargos administrativos de personas no blancas, masculinas o heterosexuales –y, se insinúa, menos cualificadas–, hasta la imposición de una censura políticamente correcta y el hostigamiento de todo personal docente que se atreva a desafiarla, o la relajación de los estándares académicos y la consiguiente inflación de las notas.

La verdad es otra. Lo que ha debilitado las universidades norteamericanas es, por un lado, la crisis de su sistema de financiación –que ha incrementado, al mismo tiempo, el precio de las matrículas y la precariedad laboral del personal docente– y, por otro, su entrega a un modelo “marquetiniano”. Este modelo concibe la universidad como una empresa más, con su cultura y estructura interna correspondientes, y, en su proyección exterior, lo apuesta todo por la competitividad y la reputación. El razonamiento: cuanto mejor la reputación, mayor será la capacidad de atraer a los mejores estudiantes y profesores, y tanto más generosos serán los donantes.

Pero el peso cada vez mayor que se da a la imagen pública en un mundo regido por las redes sociales –y en unas instituciones que dependen para gran parte de sus ingresos de los caprichos de donantes privados– ha hecho que las universidades y sus administraciones sean enormemente sensibles ante cualquier atisbo de daño reputacional. Esto no solo ha hecho más vulnerables a sus líderes, sino que ha repercutido en alumnos y profesores, que han visto limitadas sus libertades, sea la académica o la de expresión, por sus administraciones, como se ha vuelto a ver en las protestas por los bombardeos israelíes sobre Gaza. Al imponer estas restricciones, esas administraciones se han visto apoyadas por equipos legales cada vez más poderosos, cuyo único fin es limitar la responsabilidad legal de la universidad, y por juntas directivas cuyos miembros tienen poca sintonía con la comunidad académica. Pero en muchos casos son estas juntas las que nombran a los rectores. No es casual que cada vez menos rectores universitarios provengan de las filas del profesorado. Si los dos cometidos principales del puesto son recaudar fondos y proteger la reputación de la institución, tiene sentido que las juntas directivas no se fíen de los académicos.

Si todo esto es relativamente nuevo, no lo son, de ninguna manera, las cazas de brujas contra las universidades norteamericanas y sus integrantes. Tampoco lo es que estas cazas de brujas invoquen el espectro de una especie de relajación de costumbres que corrompería al alumnado al mismo tiempo que alejaría a la universidad de su supuesta misión auténtica. Son ideas poderosas y persistentes porque se nutren de dos importantes tradiciones norteamericanas: el racismo y el antiintelectualismo.

Los supuestos excesos denunciados por la derecha solo afectan han servido para demonizar la educación superior en su totalidad

Para quienes no viven en Estados Unidos es difícil apreciar la curiosa mezcla de populismo y elitismo que atraviesa a la sociedad. Por un lado, sigue siendo una de las culturas más abiertas e igualitarias de Occidente. Por otro, sus astronómicas desigualdades económicas y sociales han creado espacios de privilegio desmesurados. La tensión entre estos dos polos quizá sea más visible en el mundo universitario. Hay que recordar que el país cuenta con unas 4.000 instituciones que otorgan diplomas de grado, maestría o doctorado. Se trata de un grupo extremadamente diverso que incluye grandes universidades estatales, pequeños colleges privados (muchos de los cuáles operan al borde del abismo financiero), universidades privadas riquísimas como Harvard, Yale o Stanford y muchos pequeños campus públicos que sirven a su propia región. Los supuestos excesos denunciados o ridiculizados por la derecha solo afectan a una pequeña parte de este amplio y accidentado paisaje; pero han servido para demonizar la educación superior en su totalidad, precarizar su personal, socavar la accesibilidad y, en el caso de las universidades públicas, amilanar a los profesores con leyes estatales que limitan su capacidad de organización sindical, su protección laboral, o lo que se les permite decir en clase sobre la historia de EEUU, las identidades de género u otros “conceptos divisivos”.

Si la derecha norteamericana tiene dificultades para aceptar que existen formas de racismo estructural en el país, es lógico que también rechace los intentos sistemáticos por diversificar el personal docente y administrativo. La idea de que la promoción de la diversidad esté reñida con el rigor –una idea asumida a pies juntillas no solo por la derecha sino por parte de la izquierda– es falsa. Lo que sí es verdad, como han demostrado investigaciones –rigurosísimas, por cierto– es que, históricamente, nociones vagas como “rigor” o “mérito” se han invocado una y otra vez en intentos desesperados por salvaguardar a la universidad no como un lugar donde se busque la verdad, sino como una institución hecha por y para las élites sociales.

La derecha que ha logrado hacerse con la cabeza de Gay no está interesada lo más mínimo en los valores fundamentales de la vida universitaria

Como apuntó la socióloga Tressie McMillan Cottom, “cada vez que políticos, activistas e inversores se ponen de acuerdo en que Harvard vive una crisis relacionada con el mérito, significa que se está librando una batalla no por el rigor sino por el poder”. Así, a finales del XIX, se cuestionaba que las mujeres pudieran estudiar carreras “duras”; en los años veinte, se movilizó el concepto de “carácter” para excluir a alumnos judíos. “Ola tras ola de inmigrantes, minorías y otros grupos socialmente móviles en los Estados Unidos han experimentado una historia similar en Harvard”, escribió McMillan Cottom. “Cada lucha sucesiva por el alma de la universidad se disfraza de retórica sobre el mérito”.

Universidades como Harvard están atravesadas por profundas contradicciones, algunas francamente perversas. Muchas otras universidades menos pudientes también enfrentan graves desafíos que, estos sí, amenazan el futuro de la educación superior en Estados Unidos. Pero la derecha que ha logrado hacerse con la cabeza de la rectora Gay no está interesada en salvaguardar ese futuro, porque no le interesa lo más mínimo los valores fundamentales de la vida universitaria –la libertad de cátedra, la mirada crítica y relativizadora, el cuestionamiento del poder, el desarrollo de conocimientos no rentables–. Más bien sospecha de ellos.

QOSHE - Caza de brujas en Harvard - Sebastiaan Faber
menu_open
Columnists Actual . Favourites . Archive
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close
Aa Aa Aa
- A +

Caza de brujas en Harvard

4 0
09.01.2024

“Esto no ha sido más que una escaramuza en una guerra más amplia que pretende minar la fe del público en los pilares de la sociedad norteamericana”, escribió el 3 de enero en el New York Times la politóloga Claudine Gay, un día después de dimitir de su puesto como rectora de la Universidad de Harvard, en el que ha durado apenas seis meses. Aprovechó su tribuna de despedida para lanzar un aviso: “Instituciones que gozan de la confianza del público –sean del tipo que sean, desde agencias de sanidad pública hasta organizaciones de noticias– caerán víctima de intentos coordinados para socavar su legitimidad y destruir la credibilidad de sus líderes. No habrá ninguna victoria singular, ninguna caída de ningún líder particular, que satisfaga el celo de los oportunistas que están promoviendo el cinismo con respecto a nuestras instituciones”.

Es más que evidente que la dimisión de la rectora de Harvard –una mujer afrocaribeña de 53 años nacida en Nueva York, hija de inmigrantes haitianos y educada en instituciones de élite– fue provocada por un ataque coordinado de la derecha. Para empezar, se le tendió una emboscada a principios de diciembre en una comisión del Congreso dominada por la diputada republicana Elise Stefanik, cuando Gay y dos rectoras más fueron interrogadas sobre supuestas expresiones genocidas y antisemitas en sus campus universitarios (que han vivido enfrentamientos intensos entre grupos propalestinos y proisraelíes). La trampa consistió en dos partes. Primero, la comisión asumió como antisemita toda expresión de apoyo a la población civil de Gaza o crítica a Israel. Segundo, presentó a las tres rectoras una situación hipotética que no se ha producido: ¿permitirían un llamamiento al genocidio judío en sus respectivos campus? Las respuestas matizadas de las rectoras –que habría que considerar el contexto antes de decidir las sanciones– fueron la excusa perfecta para que los diputados se encendieran en esa indignación tan típica de las guerras culturales. El escándalo no tardó en contagiar a los entornos de las propias rectoras, que se vieron obligadas a disculparse por sus testimonios; a los cuatro días, una de las tres, la de la Universidad de Pensilvania, presentó su dimisión.

Es más que evidente que la dimisión de la rectora de Harvard fue provocada por un ataque coordinado de la derecha

Poco después, el activista conservador Chris Rufo puso en la diana a la rectora de Harvard, demostrando que Gay había copiado pasajes de otros sin atribución apropiada en su tesis doctoral (de 1997) y varios de sus artículos académicos posteriores. Las instancias de repetición –relativamente inocuas y, para muchos, más un síntoma de torpeza que de plagio como tal– se descubrieron sometiendo la producción académica de Gay a un programa informático, con el único fin de poner en un aprieto a la rectora. Y en lugar de disimular sus objetivos y tácticas, Rufo se ha ufanado de ellos en público, presentándolos como un modelo a seguir. Después de conseguir que el escándalo........

© CTXT


Get it on Google Play