LA HABANA, Cuba.- Saquemos la billetera de la imaginación y compremos un boleto para la máquina del tiempo. Aterricemos en la remota Australia, específicamente en el Sydney del año 2000. Es 28 de septiembre, son los Juegos Olímpicos y el cubano Iván Pedroso va a saltar.

A estas alturas, Pedroso ya tiene espacio en la leyenda. Ha tomado el testigo de Carl Lewis y Mike Powell con una firmeza impresionante, traducida en siete títulos mundiales (luego vendrán dos más) y un polémico brinco que pudo convertirse en récord planetario si un idiota no se hubiera parado frente al anemómetro.

Sin embargo, su vitrina carece de medallas olímpicas. En Barcelona, hace ocho años, debió ver cómo los norteamericanos copaban el podio de la prueba. Un cuatrienio más tarde, en Atlanta, ni siquiera alcanzó los ocho metros tras perderse semanas de entrenamiento debido a una lesión (cosas del Orinoco) en la insignificante Copa Cuba.

De modo que Sydney tiene pinta de ser el ahora o nunca para un hombre que acaba de perder a su madre y le quiere dedicar la mejor de las preseas. Ha llegado con la vitola de amplio favorito, pero el deporte tiende a escribir guiones delirantes. La historia de Bob Beamon en México’68 es prueba suficiente.

Así que Pedroso se planta en la pistilla del Stadium Australia con el afán de dar un golpe de autoridad desde el comienzo. Muchos piensan que competirá contra sí mismo dado que sus grandes oponentes se quedaron en las eliminatorias: el caimanés Streete-Thompson, el español Lamela, el esloveno Cankar, los estadounidenses Lister y Stringfellow, incluso el jamaicano Beckford, subtitular de la Olimpiada precedente…

Arranca la prueba. El cubano falla el salto inicial, pero en el siguiente toma el mando con 8,34 metros. ¿Bastarán para el oro? Enseguida se aclara que no: un local melenudo, Jai Taurima, hace una marca idéntica en la tercera ronda y asume la vanguardia debido a que tiene otro registro de 8,18.

Pedroso, que es inmenso, tira de casta para clavar los pinchos en 8,41 metros. Taurima, infatigable pese a las cajetillas de cigarro que consume diariamente, le da un susto de muerte al quedarse a un centímetro. Solo resta un par de vueltas y hace rato que los demás no cuentan. La lucha es entre dos: un tipo al que apodaron “El Terrible” y un intruso que vive el mejor día de su vida.

Ronda cinco. Pedroso vuelve a marcar foul y Taurima —¡por Dios!— se estira hasta 8,49, estableciendo récord para su país y desatando la locura en las tribunas. Ahora mismo “Jumping Jai” es un héroe nacional, y mañana los noticiarios exaltarán unas virtudes físicas que le permiten correr el hectómetro en 10.79 segundos y los 110 con vallas en menos de 14.

El rey está contra las cuerdas. Le queda un solo chance y hay más de 80.000 gargantas que presionan con una algarabía asfixiante. En su intento postrero va a jugarse la medalla consagratoria o la frustración eterna. Sabe que sin el oro olímpico la gloria es incompleta, de modo que en instantes su carrera caminará por una larga, invisible cuerda floja.

Lo que pudo ser cosa de coser y brincar se complicó con la entrada en escena de un personaje que (literalmente) se ha saltado el libreto. En el justo momento que discurre esta película, Taurima no cree en nadie. No obstante, Pedroso cree en Pedroso, y he aquí que se concentra con los ojos clavados en la arena, toma aire, lo exhala, vuelve a tomar aire, abre los brazos y emprende la carrera. Una carrera algo más lenta que las habituales, porque tiene que esquivar la plastilina. El éxito y la infamia corren con sus piernas, pero el éxito es más rápido a la hora del despegue, el vuelo y la caída.

Pedroso está consciente de que la marca es buena y lo celebra con los puños apretados. “Oh, it’s long, it’s very long!”, exclama un narrador televisivo, y la jueza levanta la bandera blanca, y él trota suavemente con el alma saliéndole del pecho. Roto por dentro se acuclilla, y al ver que en el lumínico reflejan un 8,55 lapidario alza las manos en señal inequívoca de triunfo.

El trabajo está hecho. Taurima se queda corto con su última baraja, se quita los espejuelos, llora brevemente, y Pedroso, que acaba de ganar la mejor competencia estival de longitud, hace lo mismo.

“Mira, mamá, aquí está. Ten tu medalla”…

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QOSHE - A ocho metros y medio de la gloria - Michel Contreras
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A ocho metros y medio de la gloria

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25.03.2024

LA HABANA, Cuba.- Saquemos la billetera de la imaginación y compremos un boleto para la máquina del tiempo. Aterricemos en la remota Australia, específicamente en el Sydney del año 2000. Es 28 de septiembre, son los Juegos Olímpicos y el cubano Iván Pedroso va a saltar.

A estas alturas, Pedroso ya tiene espacio en la leyenda. Ha tomado el testigo de Carl Lewis y Mike Powell con una firmeza impresionante, traducida en siete títulos mundiales (luego vendrán dos más) y un polémico brinco que pudo convertirse en récord planetario si un idiota no se hubiera parado frente al anemómetro.

Sin embargo, su vitrina carece de medallas olímpicas. En Barcelona, hace ocho años, debió ver cómo los norteamericanos copaban el podio de la prueba. Un cuatrienio más tarde, en Atlanta, ni siquiera alcanzó los ocho metros tras perderse semanas de entrenamiento debido a una lesión (cosas del Orinoco) en la insignificante Copa Cuba.

De modo que Sydney tiene pinta de ser el ahora o nunca para un hombre que acaba de perder a su madre y le quiere dedicar la mejor de las preseas. Ha........

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