Por si teníamos poco con el populismo político, ahora disponemos de un star system de auténticos telepredicadores que cuelan píldoras de ideología camuflados en programas de entretenimiento. La audiencia se sienta a ver bailar, saltar y reír a los protagonistas de su programa favorito y le inyectan doctrina en primera persona como a los pavos: agarrados por el cuello y con el pico abierto para meter a piñón el pienso engordante de su pensamiento único.

Ni lo han inventado en las televisiones privadas españolas ni es una estrategia reciente. Las cadenas estadounidenses lo practican desde hace décadas, aunque han adquirido la costumbre de hacer pasar las homilías por informativos y no por programas de variedades, que es hasta más digno porque al menos protegen de la toxicidad habitual de los mensajes digmáticos a las mentes más tiernas, tengan la edad que tengan.

Ahora, hay que reconocer que la naturalidad con la que Ana Rosa Quintana o Pablo Motos siguen convenciendo al personal de que los suyos son solo programas de variedades para todos los públicos tiene un mérito solo comparable al modo en que El Gran Wyoming hace su propio proselitismo ideológico de otro signo pero que acaba dándose la mano con los arriba citados dando la vuelta al orbe desde direcciones opuestas.

“Libertad de expresión”, me dirán. Y yo les digo que sí, que al fin y al cabo es lo que yo estoy haciendo en esta columna y que me da lo mismo cuánto de español se sienta Fulano y cuánto de indignada se sienta Mengana. Lo que es chapucero es que a usted y a mí nos digan que debemos sentirnos así de español o así de indignada mientras espera, con el espíritu crítico relevado de su guardia, a ver explotar en mil colores una probeta o a la famosísima de esta semana correr por un aeropuerto –que ya son ganas–. El telepopulismo puede ser divertido hasta que pretende dirigir a la democracia. Para eso me parece menos pornográfica Cicciolina: cualquiera distinguía cuándo hacía política y cuándo entretenimiento.