El anuncio de que la Iglesia de Bizkaia abre nuevos expedientes por abusos a menores desata, en el corazón de la gente sensible –incluso en el corazón de la gente sin ningún rasgo de carácter peculiar...– una tormenta de rayos y centellas (...) una tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes sedienta de catástrofe y hambrienta (...)” que diría el poeta Miguel Hernández...) que arañan el alma. Ayer mismo el obispo de Bilbao, Joseba Segura, plantó un olivo en recuerdo de los menores que sufrieron abusos en la Iglesia. Como símbolo, el retoño del olivo y la placa de recuerdo tienen su aquel, pero hace falta que los culpables penen sus delitos más allá del infierno reservado para la vida eterna. Que lo hagan en la cárcel reservada para la vida terrenal; que les caiga encima todo el peso de la ley, no solo el de los Diez Mandamientos.
Una dura tormenta, digo, es la que nos golpea en el pecho por ese abuso de confianza que desemboca en un abuso carnal, una tempestad que empapa y enferma a la gente de bien. O que debería hacerlo, por lo menos. Es por ello que se hace necesario un castigo que consuele, que predique es ley moral donde se asegura de que quien la hace, la paga.
Duele escribir sobre algo así. Uno casi prefiere mirar el mapa de las isobaras antes que el libro de denuncias. En el de estos días aparece, vaya por Dios, otra tormenta. Se llama Karlotta y amenaza con pasar por agua el fin de semana de los carnavales, esa fiestas de doble personalidad bipolar que tanto agradan a los amantes del disfraz que disgustan a quienes son partidarios de la vida tranquila.
La borrasca trae consigo amenazas preocupantes: vientos desatados y lluvias con carga de inundación. Estos fenómenos atmosféricos que antaño los ubicábamos, qué sé yo, durante los días del monzón asiático o en las costas del Caribe, tan expuestas, ahora pasan por Iparraguirre o Uribitarte con total impunidad. Los miramos como a una rareza.
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