Hubo una guerra entre Canarias y Madrid y Felipe González amenazó con sacar los tanques a la calle. Lorenzo Olarte, que acaba de fallecer con 91 años, tras su amigo de infancia Jerónimo Saavedra, entabló tal pulso con la Moncloa que estremeció las costuras del Estado de las Autonomías.

Olarte, que era de centro, asesor de Suárez en la transición de la dictadura a la democracia, ideó un farol para estrenar el cargo de presidente de Canarias, y desafió a Madrid. La faena era tan ingeniosa como arriesgada: se negó a aplicar el desarme arancelario a que obligaba a las Islas el ingreso en la Unión Europea en unas circunstancias anómalas por ser un archipiélago geográficamente africano con vocación europea. Un caso singular que hoy recibe el nombre de región ultraperiférica (RUP).

Felipe González se hizo cargo de la situación. Venía de reinar en dos mandatos de holgadas mayorías absolutas (desde la histórica victoria de octubre del 82) y, salvo los tiros en la nuca de ETA, ninguna autonomía le rechistaba. Aún no se estilaban los pactos nacionales con Pujol y Arzalluz. Y con Coalición Canaria, que fue la primera en dar ese paso con el voto de Mardones a la investidura del socialista. Faltaban meses para eso.

España era todavía un país tardocentralista que aspiraba a un federalismo embrionario. Madrid no se dejaba intimidar fácilmente. Entonces, entró como elefante en cacharrería Lorenzo Olarte, que no podía evitar la querencia jurista que marcaba sus hábitos de defensa y ataque, y lanzó aquel órdago a Madrid. “La distancia entre Canarias y la Zarzuela es corta, pero entre Canarias y la Moncloa es sideral”, era una de sus sentencias combinatorias.

Olarte decía que en su carrera de abogado había visto “burros volando”. Él era consciente de que su guerra del descreste era un farol. Pero fue la primera añagaza nacionalista de Canarias, tras toda una vida cuasi colonial en la ruta del comercio de Indias. Lo de Olarte era una bengala que se fue demasiado lejos. Yo le vi la cara de preocupación a Josep Borrell, que era secretario de Estado de Hacienda, al aterrizar en la isla. Era de noche y estaba yo solo en el aeropuerto. En la entrevista mantuvo el tipo, pero, después, me preguntó en confianza cómo era de duro Lorenzo Olarte.

La etapa autonómica del político que acaba de fallecer no fue un camino de rosas. Siendo vicepresidente con Fernando Fernández, le habían matado al jefe de gabinete, Fabián García Dobón. Un exlegionario que acogió en su casa le asestó 22 puñaladas. Y el destino se le volvió a torcer cuando se vio envuelto en el caso Puerto Marena (un polémico crédito para la compra de unos apartamentos en Fuerteventura), que fue archivado. Olarte llegó a la presidencia canaria en la montaña rusa de un clima político caldeado por el cubillismo independentista y la UPC (desde donde una izquierda soberanista logró entrar en las instituciones). Y acariciaba su conversión al nacionalismo. El golpe de efecto de retar a González, negándose a reducir los arbitrios de entrada de mercancías si no se compensaba a los cabildos por la pérdida recaudatoria, era su debut. Olarte, intuitivo y vertiginoso, vio aquella vez sus burros volando y lanzó una ofensiva cervantina contra los molinos de Madrid. Borrell traía un rostro de circunstancias. Años después, el actual jefe de la diplomacia europea, desayunaba solo en el Mencey (recién defenestrado al frente del PSOE en la operación Almunia) y lo acompañé. Me contó que la de Olarte había sido una batalla en toda regla. Y elogió a José Miguel González (fallecido hace dos años casi nonagenario), consejero de Hacienda en cuatro gobiernos y su contraparte en aquella ocasión.

“Yo le he robado a Tenerife a una lagunera con la que me casé”, solía bromear Olarte sobre María Lecuona, con quien tuvo ocho hijos. Alardeaba de ser un canarión que caía bien en el Chicharro. Eran tiempos tormentosos para el ejercicio de la política y él debía sacar adelante a una prole numerosa, pero le salvaba el buen humor, la socarroneria canaria que cultivaba pese a haber nacido en Puenteareas, Pontevedra. Lo simpático y entrañable del hiperactivo Olarte, gracias al ginseng, es que le echaba guasa a la política. Sentados los cuatro, en una de las visitas de Suárez postUCD (ya líder del CDS), recuerdo la pregunta del Duque al periodista mirando a Fernando Fernández a su izquierda y a Olarte a su derecha: “¿Verdad que Lorenzo será leal?” Y yo leí la sonrisa pícara de Olarte. Pero siempre sonreía. Cuando Fernández -que lo apodaba Kissinger– planteó la cuestión de confianza, Lorenzo salió disparado en el Parlamento y al cruzarnos lo recuerdo exultante como si fuera ahora: “Esta es mi oportunidad”.

Canarias estaba a medio hacer y tenía muchos calderos al fuego. Acababa de estallar el pleito universitario de Las Palmas, que inundó las calles. Olarte gobernó sobre un campo de minas. pero cubrió los expedientes que lidió como buen crítico taurino. Tenía prestigio en el mundo judicial, heredero del bufete de su padre, Ramón Olarte Magdalena, y era autor de varias publicaciones de Derecho Penal. Pero le picó el comején de la política, y no se lo pudo quitar de encima, cuando Franco aún vivía y él era el presidente del Cabildo de Gran Canaria sin jurar los principios fundamentales del Movimiento ni hacer el saludo fascista. Con esa heterodoxia le vi hacer un acto de ilusionisno político en un congreso extraordinario del CDS: los delegados entraron por una puerta como un partido nacional y salieron por otra transformados en un partido nacionalista. Hace 30 años, Hermoso fundó Coalición Canaria con las AIC, la gente de Olarte, la de Mauricio, Asamblea Majorera y el PNC. Olarte guardaba un as en la manga: la Unión Canaria, regionalista, con que entró en UCD. En un momento de éxtasis reivindicativo propuso para Canarias un Estado Libre Asociado. Cubillo y él eran disímiles y, a su vez, tan parecidos en el arte de la política chispeante.

Un mes de febrero como ahora de 1989, Felipe González firmó en un Consejo de Ministros la orden de requerimiento al Gobierno de Olarte que precedía a la aplicación del temido artículo 155 de la Carta Magna (la suspensión de la autonomía) si no daba marcha atrás. Borrell vino en son de paz. Olarte mantuvo el pulso varios días. González (José Miguel) puso ciencia y paciencia. Se pactaron las contrapartidas y hubo humo blanco. Kissinger era mucho Kissinger. Una frase lo define. “Madrid va a saber lo que vale un peine”, su grito de guerra entonces, se convirtió en la contraseña política de su vida.

QOSHE - “Madrid va a saber lo que vale un peine” - Carmelo Rivero
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“Madrid va a saber lo que vale un peine”

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04.02.2024

Hubo una guerra entre Canarias y Madrid y Felipe González amenazó con sacar los tanques a la calle. Lorenzo Olarte, que acaba de fallecer con 91 años, tras su amigo de infancia Jerónimo Saavedra, entabló tal pulso con la Moncloa que estremeció las costuras del Estado de las Autonomías.

Olarte, que era de centro, asesor de Suárez en la transición de la dictadura a la democracia, ideó un farol para estrenar el cargo de presidente de Canarias, y desafió a Madrid. La faena era tan ingeniosa como arriesgada: se negó a aplicar el desarme arancelario a que obligaba a las Islas el ingreso en la Unión Europea en unas circunstancias anómalas por ser un archipiélago geográficamente africano con vocación europea. Un caso singular que hoy recibe el nombre de región ultraperiférica (RUP).

Felipe González se hizo cargo de la situación. Venía de reinar en dos mandatos de holgadas mayorías absolutas (desde la histórica victoria de octubre del 82) y, salvo los tiros en la nuca de ETA, ninguna autonomía le rechistaba. Aún no se estilaban los pactos nacionales con Pujol y Arzalluz. Y con Coalición Canaria, que fue la primera en dar ese paso con el voto de Mardones a la investidura del socialista. Faltaban meses para eso.

España era todavía un país tardocentralista que aspiraba a un federalismo embrionario. Madrid no se dejaba intimidar fácilmente. Entonces, entró como elefante en cacharrería Lorenzo Olarte, que no podía evitar la querencia jurista que marcaba sus hábitos de defensa y ataque, y lanzó aquel órdago a Madrid. “La distancia entre Canarias y la Zarzuela es corta, pero entre Canarias y la Moncloa es........

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