de un tiempo a esta parte nos estamos observando demasiado, con un tic hipocondríaco poco recomendable. Es una consecuencia de la pandemia. Este domingo de Nochebuena tenemos un día en blanco perfecto para saltarnos el guion y mirar para otro lado, fuera del foco de nuestras lamentaciones. Tan sencillo como hacer una pausa en ese continuo escáner de querer comprobar qué nos pasa y cómo nos va en este país contrariado y en esta hora clínica de la historia, porque cada uno nos hemos vuelto un observador global.

Esta conducta aprensiva es la de alguien que salió de la pandemia como de una caverna y sigue deslumbrado bajo un fogonazo de sol, la socorrida luz al final del túnel. Las pasamos canutas y le vimos las orejas al lobo. Desde ese momento algo cambió en todos nosotros, estoy convencido de que hasta genética y psicológicamente, y de ahí este homo pandemicus, carne de alarma, que ha olvidado tomarse un respiro de vez en cuando, una parada técnica, para evitar saturarse pretenciosamente con los problemas del mundo; no olvidarse de los amigos y buscar un rato de silencio para recargar las pilas de la mente.

El superviviente del virus ha emergido ansioso, inflexible y arisco. No tiene la culpa de lo que nos ha pasado. Fue aquel cisne negro, que no era tal, sino un rinoceronte gris, algo perfectamente predecible. La pandemia ha venido y todo el mundo sabe cómo ha sido. Nadie la tomó en serio, hasta que irrumpió, como en el cuento de Pedro y el lobo. Y lo que somos ahora ya no es ajeno a esa experiencia traumática.

Coincidió, como en un cálculo diabólico, con el inicio de la actual década en 2020. No hay casualidades. Y un año tras otro hasta hoy han ido sucediéndose, como una maldición, hechos de considerable gravedad, comprimidos en la lata de sardinas de este corto periodo inferior a un lustro (2020-2023).

Cuento la anécdota de una trilogía que empecé entonces con El libro del confinamiento y proseguí con El año de la Máscara. Luego se produjeron estos saltos y sobresaltos en la historia y se me ha hecho imposible fijar la atención en un solo argumento para rematar la faena. En la memoria ficcionada de nuestra incipiente década de vértigo, imaginé un astronauta que regresaba de la Estación Espacial Internacional y se encontraba con este panorama: un desierto, el planeta deshabitado, con todo el mundo entre cuatro paredes. Eran los momentos en que el personal vivía asustado temiendo contagiarse y no pisaba la calle. El astronauta se tropieza con algunos viandantes que llevan el rostro tapiado con mascarilla y pantalla de protección facial, cuando él ya se había quitado la escafandra y pretendía respirar paseando libremente. Entonces, supuse que ese homo pandemicus, tal como lo bauticé, era ya otra especie y difícilmente iba a comportarse como antes de la plaga (Volver a dónde, tituló Muñoz Molina un libro de aquel encierro que el viernes Sánchez le regaló a Feijóo). Me apliqué a seguir los pasos del astronauta, virgen de las secuelas de la pandemia, como un vestigio de la civilización anterior. El sujeto no dejaba de asombrarse de cómo se desenvolvía la gente, las manías que habían adquirido, todo el protocolo de prevención que llevaban a cabo, cómo apenas saludaban, reacios a todo contacto físico, etcétera, y nuestro hombre, recién llegado del espacio, se sentía ridículo, un extraño en la Tierra. Entonces, decidió ponerse de nuevo la escafandra con su casco en medio de la ciudad.

Ese tercer libro nonato que cerraba la serie se vio, de pronto, alterado por la inminente invasión rusa de Ucrania. Y puse un título provisional, Vacunados para la guerra, cuando el éxito de la vacunación no solo había salvado millones de vidas en tiempo récord, sino generado una sensación de rápida normalidad. Los aeropuertos y las fronteras volvieron a abrirse. Y el mundo empezó a parecerse al que había dejado el astronauta antes de volar al espacio.

Pero los miedos y guerras, descubrimientos y avances tecnológicos no han cesado. La distopía de Putin provocó que se trivializara con la idea de una posible tercera guerra mundial que sería la primera de tipo nuclear de la historia. Alguien se llevó las manos a la cabeza al principio, pero enseguida se empezó a hablar del tema con aterradora naturalidad, y el supuesto Armagedón estaba a menudo en boca de líderes de grandes potencias, como si de una muletilla política se tratara.

Pronto, otro factor reavivó la atención del público. Fue cuando se supo que algo nuevo amenazaba con destruir a la humanidad (esa ha sido la tónica general), poco después de prodigarse en móviles y pantallas el ChatGPT, que enseguida fue la comidilla. Un grupo de expertos advirtió de los riegos apocalípticos de la inteligencia artificial. Ahora estamos en el vórtice de este ciclón, el último grito en cataclismos, de momento. Es la marca de la década. La inteligencia artificial -que esta semana hemos sabido que ya es capaz de diseñar y ejecutar sola un experimento científico en un sistema conocido con el nombre de Conscientist- constituye, al parecer, un ente sumamente poderoso, que podría emanciparse del control humano. Algunos de los máximos dirigentes tecnológicos temen que les quite el sitio y han lanzado un SOS para que se detenga a este Frankenstein antes de que sea tarde.

La UE ha aprobado la primera ley del mundo para hacerle frente. Nos enfrentamos, por tanto, a otro falso cisne negro o rinoceronte gris. Y el astronauta atónito sigue sin dar crédito al estado psíquico y social del mundo que se encontró al regresar a la Tierra.

Por cierto, entre tanto, se ha desatado otra guerra, en Oriente Próximo, y nos encontramos en un sala de espera. A la espera de que abra la puerta y entre un conflicto bélico, un extraterrestre o un robot infalible. El astronauta, incrédulo, cenará esta noche en casa.

QOSHE - El día de la tregua - Carmelo Rivero
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El día de la tregua

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24.12.2023

de un tiempo a esta parte nos estamos observando demasiado, con un tic hipocondríaco poco recomendable. Es una consecuencia de la pandemia. Este domingo de Nochebuena tenemos un día en blanco perfecto para saltarnos el guion y mirar para otro lado, fuera del foco de nuestras lamentaciones. Tan sencillo como hacer una pausa en ese continuo escáner de querer comprobar qué nos pasa y cómo nos va en este país contrariado y en esta hora clínica de la historia, porque cada uno nos hemos vuelto un observador global.

Esta conducta aprensiva es la de alguien que salió de la pandemia como de una caverna y sigue deslumbrado bajo un fogonazo de sol, la socorrida luz al final del túnel. Las pasamos canutas y le vimos las orejas al lobo. Desde ese momento algo cambió en todos nosotros, estoy convencido de que hasta genética y psicológicamente, y de ahí este homo pandemicus, carne de alarma, que ha olvidado tomarse un respiro de vez en cuando, una parada técnica, para evitar saturarse pretenciosamente con los problemas del mundo; no olvidarse de los amigos y buscar un rato de silencio para recargar las pilas de la mente.

El superviviente del virus ha emergido ansioso, inflexible y arisco. No tiene la culpa de lo que nos ha pasado. Fue aquel cisne negro, que no era tal, sino un rinoceronte gris, algo perfectamente predecible. La pandemia ha venido y todo el mundo sabe cómo ha sido. Nadie la tomó en serio, hasta que irrumpió, como en el cuento de Pedro y........

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