Saavedra tenía en la clandestinidad de la Laguna una máquina casera para imprimir el panfleto antifranquista El Avance que solía esconder en la casa de una vecina de La Esperanza. El día que el aparato lo guardó el hijo de Felo Monzón, la policía lo intervino y hubo gente que fue a la cárcel o huyó de las Islas. Como era un ciudadano de modales tan exquisitos, que daba clases de Derecho del Trabajo en la Universidad y dirigía el Colegio Mayor San Fernando en tiempos de dictadura pura y dura, costaba creer a ojos del régimen que aquel intachable profesor pequeñoburgués de Vegueta, curtido en ambientes selectos de la cultura, pudiera ser un rojo peligroso que se movía entre ciclostiles y vietnamitas y ayudaba a ocultar a perseguidos de la policía. Pero más de una vez le pasó la bala rozando.


Era maquiavélico y querido, andreottiano en las penumbras del poder como un santo maquinador, pero no dejaba de ser una gran persona, síntesis de los mejores valores reconocibles. Teide de Oro de Radio Club con Paco Padrón y Premio Taburiente de DIARIO DE AVISOS con Lucas Fernández. En las dos casas fue el premio indiscutible por antonomasia.

Nunca supe si Jerónimo tuvo apodo de guerra, como el Isidoro de Felipe González, pero mi hermano Martín y yo, que hacíamos en La Tarde la crónica militante de la universidad, nuestra Faluya en los años 70, conocimos a un joven Saavedra sin sobrepeso, de ademanes cortesanos, que salmodiaba sobre el Estatuto o el socialismo con el timbre de voz de un cardenal. Muchos años después, le preguntamos a Jerónimo qué quería ser, cuando ya había inventado el autogobierno, metido a los cabildistas en el redil de la autonomía, y antes de convertirse en ministro en la España monoclonal de González que se vacunaba del cáncer de la dictadura, y nos dijo de un modo convincente:
-Embajador en el Vaticano.


Cuando se publicó en un libro madrugador en 1991 (Canarias, 7 claves políticas), muchos lo tomaron a coña. Pero él decía que habría disfrutado en un cónclave hasta ver salir la fumata blanca por la chimenea de la Capilla Sixtina. Los encantos del único gobierno de la Tierra donde cabía tropezarse en los pasillos con Dios o, al menos, con su representante. En sí mismo, Jerónimo tenía una parsimonia pontifical y desprendía un halo venerable. Al principio, se mofaban de sus mesas vacías sin un papel junto a la lámpara y el lapicero. Decían que no era de los políticos que sudaban la gota gorda, pero nadie tenía su misma flema. Bastaba con hablar con él, hacerle una entrevista en Radio Club o El País y descubrir que lo tenía todo ordenado en la cabeza y su pedagogía era inusual en el Parlamento. Una vez un corresponsal de Le Monde lo entrevistó en el Palacete de San Bernardo, y, a la salida, me dijo que era “un presidente del estilo de Miterrand”. Un político de altos vuelos que no necesitaba papeles para fingirse atareado. Tenía otra rara costumbre que era el silencio de un melómano del Festival de ópera de Salzburgo, capaz de escuchar a los demás. Manolo Padorno decía que vivía de un modo distinto, “jeróninamente”.


En una ocasión, en el Guimerá, nos hizo una seña para que viéramos lo que iba a hacer, y se le puso cara de Mozart subiendo al escenario a recibir la batuta de Víctor Pablo Pérez para dirigir la OST, el sueño de un Día de Reyes. No creó el Festival de Música de Canarias contra viento y marea por un capricho, sino por una cuestión fundamental: de lo contrario, habría sido su gran frustración.


La pregunta que no le hice nunca era la misma que me hacía acerca de su amigo César Manrique: ¿siempre había sido el hombre más feliz del mundo? Manrique sufrió en la guerra y quemó el uniforme en la azotea de su casa, y más tarde cogió una depresión por la muerte de su mujer, Pepi Gómez, que dio con él trasterrado en Nueva York. Saavedra sufrió la muerte de su compañero en un accidente de tráfico en La Palma y ahogaba las lágrimas de los disgustos con una calmada sonrisa. La censura de Hermoso le arañó por dentro, sin segar la amistad. Pero, ciertamente, Saavedra y Manrique fueron dos canarios muy felices en vida. En la terraza del Mencey, Jerónimo, Juan Cruz y yo, no hace mucho, nos reunimos al azar, un atardecer, y me quedé mirándole, camino de los 90, cómo disfrutaba de aquel momento, hasta la última brizna de la velada.


Le habré hecho centenares de entrevistas en medio siglo en prensa, radio y televisión. Y pasaban dos cosas: siempre tenía algo nuevo que decir y a nadie dejaba indiferente. Le pregunté en directo en la TVAC por la cacería de Garzón y Bermejo en 2009, cuando saltó el caso Gürtel que llevaba el juez de la Audiencia Nacional contra el PP: “¿Bermejo debe dimitir?” Contestó: “Sí”. Abrió todos los telediarios y el ministro socialista de Justicia dimitió. En este periódico me contó que había un preso que le enviaba cartas con amenazas de muerte y que estaba próximo a salir en libertad. La última vez, en las postrimerías de su vida, dejó el titular más cañero: “Si Feijóo fracasa, Sánchez estaría legitimado para hacer una propuesta de amnistía”. Sánchez no había encontrado hasta entonces un aliado de la vieja guardia de su partido que, además, supiera de Derecho.


Pero nadie podía sospechar que la muerte le rondaba tan cerca. Ni la voz ni la lucidez, ni la apariencia física, le traicionaban. Seguía siendo aquel profesor inteligente y cultísimo que predicaba en el IUDE y en petit comité las bondades de una autonomía utópica en el tardofranquismo. El masón grado 33 que nunca tuvo que salir del armario, porque todo el mundo lo sabía, y la suya era una homosexualidad consensuada socialmente. Es como cuando en Cuba murió Fidel. Todos sabían que era inevitable, pero nadie se había hecho a la idea. ¿Cómo va a morirse Jerónimo si está tan entero?, nos decíamos. Me llamó hace apenas unos días, de nuevo para comentar el estribillo del país sobre Sánchez y la amnistía. Se reía, “me llaman de toda España, unos para felicitarme y otros para ponerme a parir, pero qué esperaban, siempre he dicho lo que pienso”. Era nuestro Ptolomeo, una voz certera en los mapas de la noche. Ahora nos falta el oráculo, queda la misma mediocridad, pero el que tenía la última palabra se ha ido.

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La hora llegó ‘jerónimamente’

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26.11.2023

Saavedra tenía en la clandestinidad de la Laguna una máquina casera para imprimir el panfleto antifranquista El Avance que solía esconder en la casa de una vecina de La Esperanza. El día que el aparato lo guardó el hijo de Felo Monzón, la policía lo intervino y hubo gente que fue a la cárcel o huyó de las Islas. Como era un ciudadano de modales tan exquisitos, que daba clases de Derecho del Trabajo en la Universidad y dirigía el Colegio Mayor San Fernando en tiempos de dictadura pura y dura, costaba creer a ojos del régimen que aquel intachable profesor pequeñoburgués de Vegueta, curtido en ambientes selectos de la cultura, pudiera ser un rojo peligroso que se movía entre ciclostiles y vietnamitas y ayudaba a ocultar a perseguidos de la policía. Pero más de una vez le pasó la bala rozando.


Era maquiavélico y querido, andreottiano en las penumbras del poder como un santo maquinador, pero no dejaba de ser una gran persona, síntesis de los mejores valores reconocibles. Teide de Oro de Radio Club con Paco Padrón y Premio Taburiente de DIARIO DE AVISOS con Lucas Fernández. En las dos casas fue el premio indiscutible por antonomasia.

Nunca supe si Jerónimo tuvo apodo de guerra, como el Isidoro de Felipe González, pero mi hermano Martín y yo, que hacíamos en La Tarde la crónica militante de la universidad, nuestra Faluya en los años 70, conocimos a un joven Saavedra sin sobrepeso, de ademanes cortesanos, que salmodiaba sobre el Estatuto o el socialismo con el timbre de voz de un cardenal. Muchos años después, le preguntamos a Jerónimo qué........

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