En un pasado reciente, el debate territorial en España se refería al federalismo como fórmula para resolver el problema catalán. Pero esa referencia nunca tuvo futuro porque los especialistas están de acuerdo en que la polémica -o el debate- sobre el carácter federal del Estado de las Autonomías es estéril e innecesaria. Los elementos federales están presentes en el modelo autonómico español y, al final, la apelación al federalismo siempre corre peligro de convertirse en una falacia nominalista con escaso contenido sustantivo porque somos deudores de una cultura nominalista, en la que se da por supuesto que, si cambia el nombre, cambia la sustancia de la cosa, y que los nombres no son meras convenciones -sociales, políticas o jurídicas-, sino que determinan la esencia o la sustantividad de lo que nombran.

Opiniones poco informadas -o interesadas- confunden federalismo con grado o intensidad de la descentralización política, con cantidad o calidad de competencias transferidas y con ciertos sistemas de financiación subestatal. Nada más lejos de la verdad. Desde una perspectiva comparada, contamos con elementos suficientes para concluir que España es, hoy, uno de los estados más descentralizados del mundo, solo superado por la actual Alemania, y que los estados-miembros de muchos estados federales quisieran contar con las competencias y la financiación con que cuentan muchas de las comunidades autónomas españolas. Es cierto que tenemos pendiente la formalización de esa materialidad federal y su perfeccionamiento en ciertos ámbitos, como sucede en el caso de la tan aludida reforma del Senado, pero la estructura estatal española y su dinámica política material son indubitadamente federales.

Cuestiones distintas son las apelaciones que, desde determinadas fuerzas políticas, se hacen a la confederación o a un futuro confederal para España, que generan una intensa confusión en una opinión pública que no está familiarizada con la dimensión técnica de lo que se dice y que no tiene obligación de estar al tanto del significado real de los términos que se emplean. Pues bien, es necesario apresurarse a explicar que ningún estado puede tener futuro confederal alguno porque una confederación es un pacto internacional entre estados que, a diferencia de la federación, no crea un estado nuevo. De modo que un futuro confederal significa para un estado pura y simplemente desaparecer dividido entre sus elementos, como le ocurrió a la extinta Unión Soviética, después Confederación de Estados Independientes. Si eso es lo que se pretende, dígase en buena hora, pero no se juegue a confundir a los ciudadanos.

El debate sobre el federalismo ha sido sustituido por el debate sobre la amnistía. Una amnistía que ha sido presentada como la solución final al problema catalán, pero sobre la que los independentistas se han apresurado a advertir que es el principio del debate sobre la financiación y la fiscalidad catalanas, y del debate sobre el referéndum de autodeterminación. No nos engañemos; como ya advertía Ortega en su polémica con Azaña, el problema catalán no tiene solución, es decir, su única solución es la independencia de Cataluña. La polémica sobre si la amnistía es constitucional o no, en la que las opiniones se corresponden con las ideologías, olvida que no es el final, sino el principio.

QOSHE - El principio del fin - Juan Hernández Bravo De Laguna
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El principio del fin

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28.03.2024

En un pasado reciente, el debate territorial en España se refería al federalismo como fórmula para resolver el problema catalán. Pero esa referencia nunca tuvo futuro porque los especialistas están de acuerdo en que la polémica -o el debate- sobre el carácter federal del Estado de las Autonomías es estéril e innecesaria. Los elementos federales están presentes en el modelo autonómico español y, al final, la apelación al federalismo siempre corre peligro de convertirse en una falacia nominalista con escaso contenido sustantivo porque somos deudores de una cultura nominalista, en la que se da por supuesto que, si cambia el nombre, cambia la sustancia de la cosa, y que los nombres no son meras convenciones -sociales, políticas o jurídicas-, sino que determinan la esencia o la sustantividad de lo que nombran.

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