Cuando era un niño llevaba al colegio una pequeña pizarra, un pizarrín y un trapo para eliminar lo escrito. Después un estuche con lápices, un afilador y gomas de borrar. En el pupitre había incrustados tinteros de porcelana y disponía de distintos plumines y un palillero para los ejercicios de caligrafía. Practicaba la letra gótica, la inglesa, y una muy elegante que hacía trazos gruesos y finos a medida que subía o bajaba sobre las planas. Más tarde me dejaron los reyes una estilográfica que me ponía los dedos perdidos de tinta. Por fin llegaron los bolígrafos, los primeros recargables y luego de usar y tirar, como las hojas de afeitar. Tuve una máquina de escribir, con una cinta a dos colores, rojo y negro, recordando a Stendhal, y una Brothers eléctrica, con papel térmico, donde, pasado el tiempo, se borraba todo lo que habías escrito. Un largo recorrido hasta mi primer ordenador, un clónico que estaba al alcance de mi bolsillo a finales de los ochenta. Ahora uso un PC, que ya he cambiado cuatro veces, siempre pendiente del disco duro y de los distintos programas de Windows que van saliendo. También me auxilio de mi smartphone para fabricar notas rápidas de las cosas que quiero transmitir. Toda una aventura para seguir contando lo mismo que el primer día. Nada de lo que escribo ni de lo que pienso está condicionado por la revolución digital, igual que creo que ésta no ha influido para dejar en la obsolescencia a todo lo creado por la imaginación de los seres humanos hasta el momento, desde Homero, el Dante, Cervantes, Goethe o Proust. ¿Esta experiencia me obliga a ser un desfasado o, cuando menos, un hombre chapado a la antigua? Pues no sé qué decirte. Tengo una biblioteca en versión Kindle y leo la prensa digital cada mañana. Todo ello me ahorra el tener que salir de casa al kiosco y sobre todo me facilita el tener un libro en la pantalla a los pocos segundos de haber decidido adquirirlo. Son las ventajas del mundo moderno por las que tengo a Faulkner digitalizado y a Orwell y a Céline, a Camus, a Chomsky y a algunos chinos que no conocía y a los que ahora trato con toda naturalidad. Tengo al mundo ante mí sentado frente al ordenador. Estoy leyendo un proyecto de thriller, que me ha dejado un amigo para que se lo corrija, y he vuelto a tropezarme con el secreto de esa literatura que tiene que mantener a la acción en vilo para que no la abandones a media tarde, como hacía el desodorante en los tiempos malos. Así que me he reencontrado con “La isla misteriosa”, de Julio Verne, para comprobar cómo hay que hacer para tener al lector cogido por salva sea la parte. Se puede hacer de cualquier forma. La última vez que me han trincado ha sido Amor Towles con su “Autopista Lincoln”. Ahora me he metido de lleno en escribir sobre novelas. Para ello me he valido de algunas conferencias pronunciadas por escritores en la cátedra Charles Eliot Norton, de la Universidad de Harvard, y de los libros de Nabokov, de Orwell, de Borges, de Rilke o de Vargas Llosa. Todos escriben sobre lo que ya se ha escrito. Ayer estuve en casa de Vidal, en La Laguna. Fuimos a comer allí como último recurso porque en el resto de sitios donde intentamos no teníamos reserva. Hay allí unos maravillosos tomates que traen de Taganana. La mujer de Vidal, que es una extraordinaria cocinera, es muy amable. Me dijo que hacía tiempo que no me veía por allí y que si me pasaba el día leyendo. Pues sí, me paso el día leyendo y escribiendo. Desde que tenía cinco años no hago otra cosa. De los siete a los diez estuve enyesado y los libros eran mi compañía obligada, y ahora vivo esclavo de la lectura electrónica, que no se cómo no me da corriente. Para estar al día hay que navegar por las redes y entrar en el mundo de los influencers. Lo invaden todo con su adanismo, haciéndonos ver que el mundo empezó cuando ellos nacieron, pero yo, que me inicié en la lejana época de las pizarras y los pizarrines, digo que lo único que ha cambiado es el soporte, que las ideas son las mismas y lo escrito también, y que las autopistas informáticas, aparte de las innegables ventajas, le dan una extraordinaria oportunidad a la mediocridad para multiplicarse. A la mediocridad y a la estupidez que lleva apareada, escondida detrás de los cenáculos artificiales de la cultura.

QOSHE - Memoria de la escritura - Julio Fajardo Sánchez
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Memoria de la escritura

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18.02.2024

Cuando era un niño llevaba al colegio una pequeña pizarra, un pizarrín y un trapo para eliminar lo escrito. Después un estuche con lápices, un afilador y gomas de borrar. En el pupitre había incrustados tinteros de porcelana y disponía de distintos plumines y un palillero para los ejercicios de caligrafía. Practicaba la letra gótica, la inglesa, y una muy elegante que hacía trazos gruesos y finos a medida que subía o bajaba sobre las planas. Más tarde me dejaron los reyes una estilográfica que me ponía los dedos perdidos de tinta. Por fin llegaron los bolígrafos, los primeros recargables y luego de usar y tirar, como las hojas de afeitar. Tuve una máquina de escribir, con una cinta a dos colores, rojo y negro, recordando a Stendhal, y una Brothers eléctrica, con papel térmico, donde, pasado el tiempo, se borraba todo lo que habías escrito. Un largo recorrido hasta mi primer ordenador, un clónico que estaba al alcance de mi bolsillo a finales de los ochenta. Ahora uso un PC, que ya he cambiado cuatro veces, siempre pendiente del disco duro y de los........

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