Cuando en nuestros oídos resuenan las voces lejanas de Felipe González clamando que “Anguita y Aznar son la misma mierda”, de Rodríguez Ibarra recordando a gritos que “la ley de Mahoma” iguala “al que da con el que toma”, de Corcuera espetando a un periodista que “pierde aceite” o de León de la Riva evocando los “morritos” de Leire Pajín en el ascensor, es imposible alegar que la vulgaridad ha llegado de sopetón a la política española.
Pero tiene razón Javier Gomá cuando subraya en EL ESPAÑOL que “la violencia verbal en el Congreso nunca había sido tan vulgar”. Si cerráramos los ojos, mientras el presidente del Gobierno y el líder de la oposición se enzarzan sobre el novio de Ayuso o directamente arremeten contra sus respectivas parejas, parecería que escucháramos una diatriba en el mercado de abastos o en la escena de las cigarreras de Carmen.
Con el agravante, es cierto, de que esa vulgaridad “legitima comportamientos” y ahí están los encendidos aplausos de los grupos agropecuarios —quise decir parlamentarios— a los ministros o diputados que más zafiamente arremeten contra el adversario. Ese es hoy el concurso de méritos para hacer carrera política.
Philip Pettit, por entonces politólogo de cabecera de Zapatero, me regaló hace quince años en Princeton su último libro —un ensayo sobre Hobbes—, insistiendo en que reflexionara sobre su tesis central: el origen de todos los conflictos humanos está en la invención de las palabras.
Según esa tesis, las palabras materializan “deseos posicionales” como el poder, el honor y la gloria que sólo pueden satisfacerse frente a los demás. Por eso, “a diferencia de las bestias que sólo luchan entre sí cuando dos quieren la misma presa, los humanos están atrapados en conflictos inextricables” que configuran una especie de “segundo estado de naturaleza”.
Puesto que las palabras no sólo expresan anhelos y ansiedades sino que generan consecuencias, de modo que la violencia verbal configura y precede a la física, podría alegarse que es un alivio que esta vulgaridad española no haya derivado aún en brutalidad.
Es decir, que no hayamos escuchado a ningún diputado proclamar que “la violencia es legítima y se puede llegar hasta el atentado personal”, como le dijo el socialista Ángel Galarza desde la tribuna a Calvo Sotelo, dos semanas antes de que lo asesinaran. O que sea en Estados Unidos donde alguien como Trump augure un “baño de sangre” si no gana las próximas elecciones.
Por eso se encendieron tantas alarmas en la pasada legislatura cuando Cayetana Álvarez de Toledo respondió a las pullas de Pablo Iglesias con su “¡Usted es hijo de un terrorista!”. El precedente de mentar al padre, ahora desparramado sobre los cónyuges.
“Ya sólo quedan los hijos”, advertía el otro día Daniel Ramírez en su crónica parlamentaria sobre la “política para caníbales” que convertía el hemiciclo en una especie de antesala de la roca Tarpeya. No, por ahí no se puede seguir.
Puesto que no podemos evitar lo que nos pasa, tratemos de gestionarlo de la forma menos dañina posible, desinflamando el tono y el timbre del debate. ¿Cómo hacerlo?
Lo peor de todo es que esa acumulación de toscos zurriagazos —golpeando donde más duele— en que han derivado las sesiones de control, no responde a un desbordamiento casual, sino a una táctica preconcebida.
La humillante derrota del PSOE en las autonómicas y municipales de mayo y la súbita convocatoria de generales anticipadas por Sánchez fue el punto de inflexión. “En julio decidimos que estábamos hartos de aguantar las mentiras de la derecha y que íbamos a responder”, explica alguien muy cercano al presidente. “Aquello funcionó y ahora no vamos a dejarles pasar ni una”.
El problema es que en el entorno de Feijóo el sentimiento es simétrico. “Sánchez es insaciable, no tiene límites y si hace falta está dispuesto a meternos en la cárcel a todos los que le molestamos”, me decía no hace mucho uno de los cerebros de la derecha.
La cúpula del PP percibe que el Gobierno trata de tapar el estallido del caso Koldo, exagerando la trascendencia política del fraude fiscal del novio de Ayuso, resucitando la foto con el narco de hace más de un cuarto de siglo de Feijóo, y metiendo sin motivo alguno a Eva Cárdenas en la ecuación. La ofensiva contra Begoña Gómez es el ojo por ojo, diente por diente.
Estaríamos así ante una guerra sin tregua ni cuartel por la supervivencia, en la que el desarme unilateral o ni siquiera la tregua táctica son posibles porque ninguno se fía de que el otro cumplirá sus compromisos.
Es un contexto en el que, como decía Isaiah Berlin, “el término medio es una postura notablemente expuesta, peligrosa y desagradecida”. Pero hay que aferrarse a ella. El centro puede prescindir de Ciudadanos pero la ciudadanía no puede prescindir del centrismo.
Sobre todo, porque en el siglo de las redes sociales, la inteligencia artificial y la desinformación como amenaza híbrida jugar cada miércoles a la aniquilación recíproca, lanzando una bomba fétida por bancada, es algo doblemente peligroso por la dimensión de la onda expansiva.
Cuando un líder político responde a un agravio con otro agravio, a un infundio con otro infundio, a una exageración con otra exageración el resultado no es la suma de lo uno y lo otro, ni siquiera su mera multiplicación, sino que se produce lo que en las matemáticas se llama la elevación a la potencia. Es decir, la multiplicación del número de agravios acumulados por sí mismo, tantas veces como lo indique otro número.
¿Y cuál es en nuestra sociología política ese número? ¿El de los espectadores, lectores u oyentes de un debate? ¿El de la suma de los afiliados, votantes o simpatizantes de los partidos implicados en la disputa? ¿El del conjunto de los españoles en los que ha calado la percepción de que el Congreso se ha trocado en un circo romano y la vida pública en una hedionda sentina? ¿O el de esa totalidad de ciudadanos, multiplicada a su vez por las incontables veces que han sentido que la náusea se transformaba en rutina?
En la historia de la numeración eso significaría partir de un Gúgol, o sea de un 1 seguido por cien ceros. El mecanismo funciona así: un político carga el fusil de las palabras y tan pronto como verbaliza un insulto, dice una mentira o expresa una tontería, al menos un centenar de subordinados, sicarios o folllowers le añaden el orondo like de la estulticia.
Pero ese Gúgol tiene vida propia y se convierte paulatinamente en un Gúgolplex, es decir en un Gúgol elevado a la décima potencia, definido por Kassner como “un uno seguido de ceros hasta que te canses de escribir”.
Pero luego vendría el Gúgolduplex, formado por un uno seguido de un Gúgolplex de ceros e incluso el Gúgoltriplex formado por un uno y un Gúgolduplex de ceros, imposible de representar, aunque el universo entero se transformara en una vasta pizarra y todos los mortales dedicáramos la vida entera a rellenarla.
Ese es el viaje a ninguna parte, ese es el desperdicio, el yermo de las almas, el esfuerzo inútil abocado inexorablemente a la melancolía que se desencadena cada vez que alguno de nuestros dirigentes echa a rodar el “y tú más” desde lo alto de su ladera mediática. Todo termina en un vertedero cuya madeja de hedor nos envuelve capa sobre capa.
Nadie puede cambiar radicalmente el curso de las cosas en la medida en que, como digo, emana de ese “segundo estado de naturaleza”, o si se quiere del “fuste torcido de la humanidad”. Pero sí que podemos atenuarlo, civilizarlo, hacerlo más llevadero y menos tóxico.
Gomá lleva media vida recomendando la ejemplaridad. No veo demasiados mimbres ni en la política ni el periodismo de hoy para trenzar ese cesto. Nos queda la actual Familia Real, algunos activistas proderechos humanos, los militares valientes que preservan la paz, los médicos y científicos volcados en salvar vidas, algún que otro filólogo despistado y poco más.
Por eso me atrevo a prescribir algo más modesto y asequible como la compostura, una actitud que denota contención y que rima con mesura. El Diccionario de Autoridades nos dejó una elocuente cita de María de Ágreda: “Cuando vio el demonio la compostura admirable de la naturaleza humana… fue cuando se enfureció más la ira de este dragón”.
La compostura es una opción de comportamiento que se ejerce, se pierde y se gana cotidianamente, pero adquiere una importancia decisiva en las situaciones límite. Turguenev lo refleja bien en el relato autobiográfico Fuego en el mar que dictó ya moribundo a su amante española Paulina Viardot García.
Es la historia de un joven que está jugando a las cartas en el salón de un transbordador en el Báltico, cuando alguien entra anunciando que hay un incendio en el barco. Pronto el humo y las llamas lo dominan todo y, en medio de un histérico sálvese quien pueda, su primera reacción es ofrecer dinero a un marinero para que le ayude a él a costa de los demás.
Sin embargo, las escenas bochornosas de potentados aferrados a sus tesoros y oficiales de alta graduación apartando a empujones a mujeres y niños, le producen tal impacto que le llevan a cambiar de actitud. El espectáculo vergonzoso de la pérdida de la compostura ajena le hizo recuperar la propia y pronto contribuyó con solidaridad, inteligencia y sentido práctico a la salvación de casi todo el pasaje.
La conclusión de Turguenev era que “no había que juzgar a los hombres por su disposición a arriesgar la vida, sino por si eran capaces de mantener la sensatez moral y política cuando los demás la perdían”. Por ejemplo, en la España actual.
A eso era a lo que se aferraba Isaiah Berlin cuando en la culminación de su carrera en plena Guerra Fría se sentía, según su biógrafo Ignatieff, “un hombre acosado, inaceptable para la izquierda, objeto de recelos para la derecha, demasiado escéptico para que los más comprometidos confiaran en él, demasiado comprometido para sentirse a gusto entre los defensores del statu quo”.
Como llevo toda mi vida percibiendo esas mismas miradas esquinadas y teniendo esas mismas sensaciones de orfandad política, permítaseme baldear sobre nuestro barco en llamas seis normas de compostura para los tiempos de Pedro Sánchez.
1.- Desterremos los exabruptos, las exageraciones y las descalificaciones personales de nuestro argumentario y censuremos a quienes recurran a ellas. Repudiemos el extremismo mediático. Cambiemos de canal, de emisora o de página web cada vez que topemos con el delirio y la inmundicia. Atención: cuando alguien agrede siempre a los mismos es que cobra por ello. Reaccionemos ante la bronca con la sabia paremia castellana: “Cállate y callemos que sendas nos tenemos”.
2.- Apliquemos el mismo nivel de exigencia en la verificación e interpretación de todas las noticias, al margen de a quien le perjudiquen o beneficien. Si nos parece mal que se extraigan conclusiones exageradas e injustas a partir de meros indicios, hasta el extremo de atribuir a Begoña Gómez un papel en el rescate de Air Europa, no puede parecernos bien que se hagan esas mismas extrapolaciones para responsabilizar a Isabel Díaz Ayuso de las prácticas fiscales y la actividad profesional de su actual pareja. Y viceversa.
3.- Separemos y compartimentemos el juicio moral, el análisis jurídico y el efecto político de la Ley de Amnistía que pretende sacar adelante Sánchez. No para eludir un repudio o una aquiescencia global ante el proyecto más divisivo de nuestra historia democrática, sino para profundizar en cada uno de sus aspectos y enriquecer así el debate. Mi opinión en los tres frentes es demoledoramente negativa, pero al deslindarlos entre sí me será más fácil acatar críticamente la previsible sentencia del TC y mantener una actitud receptiva ante lo que pueda suceder desde el 8 de mayo en Cataluña, e incluso desear que Illa pueda presidir la Generalitat. ¿Por qué no? Algo inmoral puede no ser estúpido, pero ni la utilidad de la muerte de Abel blanqueó nunca a Caín, ni sus descendientes dejaron de mejorar el cultivo de la tierra.
4.- Alegrémonos sin ambages de todo lo que va bien en la economía española —el turismo, la Bolsa, el crecimiento, la creación de empleo—, aunque favorezca a Sánchez. Pero advirtamos sin melindre alguno de todo lo que va mal en la economía española -el déficit, la deuda, el nivel de paro, la presión fiscal-, aunque tener que escucharlo le agüe la fiesta a Sánchez.
5.- Intensifiquemos el diálogo con quienes mantienen posiciones distintas a las nuestras con tanta firmeza como porosidad. La polarización es una impostura —lo contrario de la compostura— que tanto los partidos como gran parte de los medios tratan de monetizar en forma de votos o lectores. Por fortuna la mayoría de los españoles están abiertos a la transversalidad y a tener en cuenta las razones ajenas.
6.- Reforcemos el prestigio de los pactos como forma de resolver conflictos. Pactos de gran espectro como el de la reciente reforma de la Constitución. Pactos conservacionistas como el de los acuíferos de Doñana entre Moreno Bonilla y Teresa Ribera. Pactos desarrollistas como el del Puerto de Valencia entre Mazón, Óscar Puente y María José Catalá. Pactos incómodos como los que debería cerrar Reynders sobre la renovación y reforma del CGPJ. Pactos operativos como el que se precisa en RTVE. Pactos envidiables como el que acaba de alcanzarse en Portugal para que los dos grandes partidos se turnen en la presidencia del Congreso, excluyendo así a los extremistas. Pactos, lluevan pactos.
Esta receta podría servir casi de manifiesto para reforzar la necesaria conjura de los moderados, la movilización cívica de una España que se ha quedado sin representación política, pero se resiste a ser engullida por el maniqueísmo de una izquierda y una derecha magnetizadas por sus extremos.
Aun a riesgo de parecer más fatuo que ingenuo he de subrayar que esa transversalidad integradora es una de las razones que refrendan mes tras mes a EL ESPAÑOL como líder absoluto de la prensa.
Pero más significativo todavía es que según la reciente encuesta paneuropea que publicamos con IPSOS de cara al 9-J, España lleve camino de ser el país con menor porcentaje de votantes tanto de extrema derecha como de extrema izquierda de los seis mayores Estados de la UE.
Es innegable que hay fuego en el mar porque lo vemos cada mañana desde la ventana de casa. Es indiscutible que debemos hacer todo lo posible por apagarlo, antes de que se fusione con potenciales incendios exteriores infinitamente más inquietantes. Pero, como le decía Joaquín Garrigues a Adolfo Suárez en circunstancias mucho peores, “la situación es desesperada, pero no grave”. Tres meses con urnas lo clarificarán todo.

QOSHE - Fuego en el mar (la compostura en tiempos de Sánchez) - Pedro J. Ramírez
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Fuego en el mar (la compostura en tiempos de Sánchez)

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01.04.2024

Cuando en nuestros oídos resuenan las voces lejanas de Felipe González clamando que “Anguita y Aznar son la misma mierda”, de Rodríguez Ibarra recordando a gritos que “la ley de Mahoma” iguala “al que da con el que toma”, de Corcuera espetando a un periodista que “pierde aceite” o de León de la Riva evocando los “morritos” de Leire Pajín en el ascensor, es imposible alegar que la vulgaridad ha llegado de sopetón a la política española.
Pero tiene razón Javier Gomá cuando subraya en EL ESPAÑOL que “la violencia verbal en el Congreso nunca había sido tan vulgar”. Si cerráramos los ojos, mientras el presidente del Gobierno y el líder de la oposición se enzarzan sobre el novio de Ayuso o directamente arremeten contra sus respectivas parejas, parecería que escucháramos una diatriba en el mercado de abastos o en la escena de las cigarreras de Carmen.
Con el agravante, es cierto, de que esa vulgaridad “legitima comportamientos” y ahí están los encendidos aplausos de los grupos agropecuarios —quise decir parlamentarios— a los ministros o diputados que más zafiamente arremeten contra el adversario. Ese es hoy el concurso de méritos para hacer carrera política.
Philip Pettit, por entonces politólogo de cabecera de Zapatero, me regaló hace quince años en Princeton su último libro —un ensayo sobre Hobbes—, insistiendo en que reflexionara sobre su tesis central: el origen de todos los conflictos humanos está en la invención de las palabras.
Según esa tesis, las palabras materializan “deseos posicionales” como el poder, el honor y la gloria que sólo pueden satisfacerse frente a los demás. Por eso, “a diferencia de las bestias que sólo luchan entre sí cuando dos quieren la misma presa, los humanos están atrapados en conflictos inextricables” que configuran una especie de “segundo estado de naturaleza”.
Puesto que las palabras no sólo expresan anhelos y ansiedades sino que generan consecuencias, de modo que la violencia verbal configura y precede a la física, podría alegarse que es un alivio que esta vulgaridad española no haya derivado aún en brutalidad.
Es decir, que no hayamos escuchado a ningún diputado proclamar que “la violencia es legítima y se puede llegar hasta el atentado personal”, como le dijo el socialista Ángel Galarza desde la tribuna a Calvo Sotelo, dos semanas antes de que lo asesinaran. O que sea en Estados Unidos donde alguien como Trump augure un “baño de sangre” si no gana las próximas elecciones.
Por eso se encendieron tantas alarmas en la pasada legislatura cuando Cayetana Álvarez de Toledo respondió a las pullas de Pablo Iglesias con su “¡Usted es hijo de un terrorista!”. El precedente de mentar al padre, ahora desparramado sobre los cónyuges.
“Ya sólo quedan los hijos”, advertía el otro día Daniel Ramírez en su crónica parlamentaria sobre la “política para caníbales” que convertía el hemiciclo en una especie de antesala de la roca Tarpeya. No, por ahí no se puede seguir.
Puesto que no podemos evitar lo que nos pasa, tratemos de gestionarlo de la forma menos dañina posible, desinflamando el tono y el timbre del debate. ¿Cómo hacerlo?
Lo peor de todo es que esa acumulación de toscos zurriagazos —golpeando donde más duele— en que han derivado las sesiones de control, no responde a un desbordamiento casual, sino a una táctica preconcebida.
La humillante derrota del PSOE en las autonómicas y municipales de mayo y la súbita convocatoria de generales anticipadas por Sánchez fue el punto de inflexión. “En julio decidimos que estábamos hartos de aguantar las mentiras de la derecha y que íbamos a responder”, explica alguien muy cercano al........

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