Cada vez que me inviten a un acto de un presidente del Gobierno, acudiré y le escucharé con atención. Y siempre que surja la ocasión de compartir mesa, mantel o balcón allí estaré, al servicio del interés de los lectores. Cuanto más de cerca observas a los poderosos, más posibilidades tienes de entenderlos.
Me sorprendió el lunes no ver a casi ningún otro director o editor en la presentación del libro de Pedro Sánchez, paradójicamente titulado Tierra firme. Tampoco a empresarios como los que le acompañaban en las aperturas de curso de 2020 y 2021 en Casa de América. Ni a intelectuales como los que firmaban hace poco manifiestos en su favor.
Por eso Cruz y yo ocupamos, con Nativel Preciado, Luis García Montero e Ian Gibson, las sillas preferentes reservadas a los autores del Grupo Planeta. ¿Acaso el presidente ya no tiene quien le escriba, más allá del buen oficio de Irene Lozano, cuyos mejores textos ponían, por cierto, en su sitio al separatismo lingüístico?
Esta inusitada reducción de la capacidad de convocatoria del presidente —los ministros y altos cargos no cuentan— resultó doblemente significativa, cuando la noche anterior se había divulgado un intolerable acto de violencia verbal contra él que nos concernía a todos.
Si las jeremiadas de uno de los presentadores no hubieran alargado innecesariamente el acto, habría procurado quedarme después para transmitir a Sánchez mi solidaridad tras la agresión del líder de Vox. Ningún gobernante legítimo, por nefasta que parezca su gestión, merece ser coaccionado con esa mezcla de vaticinio e incitación al linchamiento que supone decir que “habrá un momento en que el pueblo querrá colgarlo de los pies”.
¿”El pueblo”? ¿Quién es “el pueblo”? ¿Los de la kale borroka, Santi?
A medida que pasan los días no deja de crecer mi consternación ante el hecho de que esa verbalización sanguinaria y cruel pueda formar parte de nuestra crónica política. No es lo único que percute de forma parecida en mi sentido de pertenencia a una comunidad en la que se dicen cosas tan terribles. Pero una monstruosidad no neutraliza a la opuesta, sino que la eleva al cuadrado y la expande por progresión aritmética.
Las analogías de Abascal, descendiendo unos peldaños en el dominó de la banalización de las apelaciones a tomarse la justicia por la mano, sólo empeoran las cosas. Cuando en 1993 Corcuera, a la sazón ministro del Interior, instó a “correr a gorrazos” a los participantes en una manifestación convocada por Batasuna, yo también puse el grito en el cielo y las tuvimos tiesas. Siempre bajo la advertencia de Stefan Zweig de que las “palabras frenéticas” son los heraldos de las “acciones frenéticas”.
De ahí que también me rechine que el líder de UPN haya llamado “escoria” a los socialistas navarros por haber entregado a Bildu el ayuntamiento de Pamplona. La única acepción del diccionario que viene a cuento dice “cosa vil y de ninguna estimación” y añade como sinónimos “hez” y “basura”.
Coincido con Feijóo en que es un acuerdo “miserable”, que implica graves “traiciones” y “engaños”, en favor de un partido con repulsivos vínculos con el terrorismo. Pero ello no debería implicar la automática reducción de sus protagonistas a la condición de sustancia desechable y pestífera. Esa es la nefasta aportación de algunos radiofonistas que hacen del insulto su modus vivendi, a costa de emponzoñar aún más la convivencia.
No será la “deshumanización” del adversario, por hacer también mía esa queja de Sánchez, la que nos servirá para salir de la crisis sin precedentes… en la que él mismo nos ha metido.
Al contrario. La ambición, la doblez y la imprudencia del presidente son genuinos defectos de la condición humana, siempre mezclados con atributos positivos, y cuanto más documentadamente los identifiquemos, mejor sabremos combatirlos.
Se ha dicho, con razón, que nada favorece tanto a Sánchez como las agresiones desaforadas de Vox, en la medida en que le ayudan a capear el temporal con el consistente chubasquero del victimismo. Cínicamente habría que transmitirle felicitaciones en lugar de solidaridad.
Pero, ay de nosotros si caemos en la perversión utilitarista de los sobrentendidos. Así es como se termina haciendo de Otegi un hombre de paz, de Puigdemont un progresista y de los cinco diputados de Podemos la gran esperanza blanca de la derecha.
Lo que dijo Abascal es execrable y debería tener como consecuencia que los demás dirigentes de Vox se vieran en la tesitura de obligarle a retractarse, desmarcarse de él o perder sus cargos en las instituciones.
Eso compete en primer lugar al PP, pero también al PSOE. Al apoyar a Sánchez en su condición de amenazado, estamos obligándole a ser también parte de la solución y actuar en consecuencia.
¿Qué podría hacer el presidente? Por un lado, ofrecer estabilidad en las comunidades en las que haya ganado el PP para fomentar su ruptura con Vox. Por el otro, aplicarse el cuento del “efecto proyección”, al que se refiere en su libro, y caer en la cuenta de que el número tres de Asirón era uno de los concejales de Batasuna que no condenaron el asesinato de su compañero de corporación Tomás Caballero.
Cordón sanitario, sí, para aislar a Vox, mientras su líder diga cosas como las que evocan el final de Mussolini. Pero celda de aislamiento bajo siete llaves para Bildu, mientras no depure de sus cuadros y listas a todos los miembros y colaboradores de ETA y no haga una pública autocrítica del papel que la izquierda abertzale desempeñó durante décadas de asesinatos, secuestros y extorsión.
¿Por qué no se atreve Sánchez a buscar y exigir la centralidad como le recordó Manfred Weber que hacen sus homólogos alemanes?
La memoria histórica no puede ser una pantalla en la que se cambia de canal según la conveniencia. O se apaga, en un determinado momento, para ir al fundido en negro de la amnesia por decreto. Eso es la ley del embudo y el gobernante que la práctica pierde siempre el respeto y el apoyo de los gobernados.
Al margen de las presencias y ausencias, lo más comentado del acto de Sánchez fue sin duda su broma sobre el verificador internacional, cuando dijo que le sería más fácil ir a ‘Supervivientes’, “si lo hacéis en El Salvador… como hay un mediador…”. El presidente lo rubricó con esa risa seca y sardónica, rayana en una tos solemne, con que a veces celebra su propio ingenio. Los ministros se rieron cándidamente y aplaudieron dichosos.
A mí lo único que me hizo gracia es que a ellos les hiciera gracia un chiste tan fácil que millones de españoles iban a recibir en clave de ofensa. Subtexto: estos no saben en la que se han metido.
Pero de pronto esa reacción, la insensatez de la broma, el formato del acto, el presentador elegido, el título del libro, su relato tan mendaz como épico, el sonido a orquesta del Titanic que acompaña a este gobierno, la magnitud de la tempestad que se avecina, la dimensión de los icebergs sumergidos, la gravedad de las averías en vías de producirse… De pronto, todo eso, adquirió pleno sentido mediante un fogonazo esclarecedor.
Fue cuando, refiriéndose a su recuperación tras el pinchazo en el debate con Feijóo, el presidente dijo: “Mi historia es la del mito de Sísifo”.
Ay, Sísifo, “el héroe absurdo… el trabajador inútil de los infiernos… cuyo desprecio de los dioses le valieron ese suplicio indecible en el cual todo el ser se dedica a no rematar nada”.
Si Sánchez hubiera leído a Camus, no habría representado nunca su trayectoria política con esa aporía. Es verdad que, ahora que nos lo dice y nos fijamos con atención, “vemos todo el esfuerzo de un cuerpo tenso para levantar la enorme piedra, empujarla y ayudarla a subir por una pendiente cien veces recomenzada; vemos el rostro crispado, la mejilla pegada contra la piedra, la ayuda de un hombro que recibe la masa cubierta de greda, un pie que la calza, la tensión de los brazos, la seguridad enteramente humana de dos manos llenas de tierra”.
Y también es verdad que, “al final de este prolongado esfuerzo, medido por el espacio sin cielo y el tiempo sin profundidad, cuando llega a la meta, Sísifo contempla cómo la piedra rueda en unos instantes hacia ese mundo inferior del que habrá de volver a subirla a las cumbres; y Sísifo regresa al llano”.
El presidente se ve a sí mismo ganando de la nada las primarias del 14; resarciéndose de la destitución como líder, al volver a imponerse en las del 17; alzándose a la presidencia del Gobierno, mediante la moción de censura, en el 18; logrando trabajosamente su primera investidura, a través del “pacto del insomnio”, en el 20; resurgiendo de la catástrofe de las municipales y autonómicas, pese a perder también las generales, al intercambiar la amnistía por los votos de Junts, ahora en el 23…
Sánchez ya fantasea públicamente con una nueva candidatura a la Moncloa en el 27. Se imagina en ese más difícil, que es más difícil que el más difícil todavía. Se imagina recuperándose de la erosión que le están deparando ahora sus infamantes pactos.
“Tú ganas dinero, yo gano elecciones”, le dijo el otro día a un importante empresario. Como Sísifo, es feliz porque cree que cada mañana, o cada mes, o cada temporada comienza un nuevo campeonato nacional de Liga. Para un periodista, no es difícil entenderle.
Pero él no es un periodista, obligado sólo a obtener y mantener la confianza de un sector de la sociedad, a base de dar noticias y opiniones cuya incidencia se diluye en el éter de ese pluralismo que tanto le gustaría domesticar. Él es un gobernante cuyas decisiones inciden y perduran en la vida de todos los españoles.
Por mucho que le guste, la piedra no es, nunca será su compañera. Como mucho será su morada temporal. Pero, sobre todo, la piedra es su problema.
Porque la piedra que él encuentra al pie de la montaña no es la misma piedra que va a depositar arriba. Ni lo fue la primera vez, ni la segunda. No digamos la tercera, la cuarta o la quinta. Porque la piedra ha pasado por sus manos. Él ha elegido por dónde empujarla, en qué charcos bañarla, de qué barro adobarla.
Saint-Just decía que “no se reina impunemente”.
En una democracia del siglo XXI eso significa que no se hace de la acuciante necesidad imaginaria virtud… impunemente.
Que no se canjea la desigualdad de los ciudadanos ante la ley, y menos aún la desigualdad de los políticos, por siete votos… impunemente.
Que no se negocia la soberanía nacional en suelo extranjero y con un verificador salvadoreño… impunemente.
Que no se otorgan beneficios fiscales o financieros a quienes tienen disposición y capacidad para pagar por ellos en el hemiciclo… impunemente.
Que no se consiente e incluso fomenta el señalamiento parlamentario de los jueces cuyas resoluciones no te gustan… impunemente.
Que no se pagan vergonzosas letras aplazadas a Bildu… impunemente.
Que no se aprovecha el momento crítico en el que la única democracia de Oriente Medio se juega su subsistencia para criminalizarla… impunemente.
Que no se evoca el fantasma de Hitler ante demócratas alemanes que han hecho del “nunca más” su razón de ser… impunemente.
Que no se engaña a tantos, tantas veces, con tantos cambios de opinión, durante tanto tiempo… impunemente.
Y así, una tras otra.
Sánchez dice que quiere impedir que la ultraderecha tenga peso en España, cuando Abascal es en realidad su verdadero colaborador furtivo. Pero a ese truco le queda muy poco recorrido, mientras el PP se desmarque sistemáticamente de Vox. Mientras los demócratas que nunca seremos del PSOE abominemos en público y en privado de las palabras y los hechos de Vox.
Porque, entre tanto, la piedra empujada por Sánchez con ahínco y entusiasmo sin precedentes va rodando trabajosamente hacia arriba, engrosando su diámetro con todo tipo de cristales, clavos, sapos, hachas y serpientes.
El problema de Pedro Sísifo no es hacerla subir —tiene músculo para ello— sino impedir que le aplaste, le triture y le lamine la próxima vez que baje. Y no es aventurado pensar que eso puede ocurrir en 2024, cuando la piedra descomunal se le venga encima en las elecciones gallegas, le espachurre en las europeas, le arrebate una de sus dos muletas en las vascas y le deje sin razón de ser en las catalanas.
Pero a lo mejor resulta que Sánchez sí ha leído a Camus y que, como el Burlador de Tirso, asome ahora su cabeza y, guiñándonos el ojo entre las lápidas, se empeñe, insensato, en cerrar este artículo mejor que la presentación de su libro: “Buuf, un año. ¡Cuán largo me lo fiais!”.

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Pedro Sísifo y la piedra descomunal

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18.12.2023

Cada vez que me inviten a un acto de un presidente del Gobierno, acudiré y le escucharé con atención. Y siempre que surja la ocasión de compartir mesa, mantel o balcón allí estaré, al servicio del interés de los lectores. Cuanto más de cerca observas a los poderosos, más posibilidades tienes de entenderlos.
Me sorprendió el lunes no ver a casi ningún otro director o editor en la presentación del libro de Pedro Sánchez, paradójicamente titulado Tierra firme. Tampoco a empresarios como los que le acompañaban en las aperturas de curso de 2020 y 2021 en Casa de América. Ni a intelectuales como los que firmaban hace poco manifiestos en su favor.
Por eso Cruz y yo ocupamos, con Nativel Preciado, Luis García Montero e Ian Gibson, las sillas preferentes reservadas a los autores del Grupo Planeta. ¿Acaso el presidente ya no tiene quien le escriba, más allá del buen oficio de Irene Lozano, cuyos mejores textos ponían, por cierto, en su sitio al separatismo lingüístico?
Esta inusitada reducción de la capacidad de convocatoria del presidente —los ministros y altos cargos no cuentan— resultó doblemente significativa, cuando la noche anterior se había divulgado un intolerable acto de violencia verbal contra él que nos concernía a todos.
Si las jeremiadas de uno de los presentadores no hubieran alargado innecesariamente el acto, habría procurado quedarme después para transmitir a Sánchez mi solidaridad tras la agresión del líder de Vox. Ningún gobernante legítimo, por nefasta que parezca su gestión, merece ser coaccionado con esa mezcla de vaticinio e incitación al linchamiento que supone decir que “habrá un momento en que el pueblo querrá colgarlo de los pies”.
¿”El pueblo”? ¿Quién es “el pueblo”? ¿Los de la kale borroka, Santi?
A medida que pasan los días no deja de crecer mi consternación ante el hecho de que esa verbalización sanguinaria y cruel pueda formar parte de nuestra crónica política. No es lo único que percute de forma parecida en mi sentido de pertenencia a una comunidad en la que se dicen cosas tan terribles. Pero una monstruosidad no neutraliza a la opuesta, sino que la eleva al cuadrado y la expande por progresión aritmética.
Las analogías de Abascal, descendiendo unos peldaños en el dominó de la banalización de las apelaciones a tomarse la justicia por la mano, sólo empeoran las cosas. Cuando en 1993 Corcuera, a la sazón ministro del Interior, instó a “correr a gorrazos” a los participantes en una manifestación convocada por Batasuna, yo también puse el grito en el cielo y las tuvimos tiesas. Siempre bajo la advertencia de Stefan Zweig de que las “palabras frenéticas” son los heraldos de las “acciones frenéticas”.
De ahí que también me rechine que el líder de UPN haya llamado “escoria” a los socialistas navarros por haber entregado a Bildu el ayuntamiento de Pamplona. La única acepción del diccionario que viene a cuento dice “cosa vil y de ninguna estimación” y añade como sinónimos “hez” y “basura”.
Coincido con Feijóo en que es un acuerdo “miserable”, que implica graves “traiciones” y “engaños”, en favor de un partido con........

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