El experimento clásico para estudiar la percepción del tiempo consiste en aislarse en una cueva a oscuras durante muchas semanas, incluso meses. Quienes pasan por la experiencia, salen totalmente desorientados. La cadencia de los días y las noches desaparece y enseguida se pierden también los ritmos del sueño. La vida se convierte en una masa de tiempo informe con la que cada cerebro lidia a su manera. Dicen que, llegados a un punto, desaparece incluso el aburrimiento. Al abandonar la cueva, los sujetos de estudio son incapaces de adivinar cuánto tiempo ha pasado. Siempre que se les pregunta, se equivocan clamorosamente.

La vida pública española está metida desde hace ya algún tiempo en el experimento sensorial contrario, en un acelerador que destruye los marcos de referencia y nos aturde. Que va absorbiendo los argumentos racionales a una velocidad espantosa y los reemplaza por emociones, en fases sucesivas que hacen posible la siguiente. Del César a Puigdemont, la emoción siempre ha sido parte de la política en todos sus órdenes y categorías, pero nunca se habían vertido sobre nuestras cabezas tantos litros de emotividad de laboratorio, de glutamato sentimental. Parafraseando a Rajoy, nos está ocurriendo algo notable.

Yo no he visto muchos capítulos de 'Pasión de gavilanes', pero me imagino que no debe de ser muy diferente a nuestro momento político: aspavientos, conjuras, declamaciones, giros trágicos de guion, reacciones exageradas, personas mirando a la cámara con los ojos abiertos. Personajes principales de la trama que dicen cosas como que “el amor es lo único que sobrevive a la muerte”, o que su jefe “no es más que un hombre que ha abierto su corazón”. Dentro del acelerador, por supuesto, sobra cualquier argumento jurídico o económico. Y la distancia y la templanza son cada vez más incómodas. ¿Cómo cuestionar al que sufre por amor? ¿Quién soy yo para poner en duda los sentimientos de un hombre profundamente enamorado?

A nadie le quedan ganas de escuchar hablar ya de populismo, ni de polarización, porque dentro del acelerador, la materia se pudre en pocos minutos, los conceptos no duran un respiro y a la mayoría de los personajes secundarios se les derrite la cara como a los nazis cuando abren el arca perdida. Tiene más sentido hablar de telenovelas, que popularizaron entre Brasil y Venezuela, y que son una fórmula barata y sencilla para mover grandes audiencias. Ya saben. Se apela a emociones fuertes, con tramas que comprende todo el mundo. Los buenos que son rotundamente buenos y los malos que son rotundamente malos. Si se permiten excepciones son la de algún extra al que desdramatizan para actuar de contrapunto. Generalmente, es alguien del servicio, un cocinero chistoso o una ama de llaves.

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Que el drama sea de trazo grueso no significa que sea fácil de hacer. Son recursos viejos como el hilo negro, pero no debe ser sencillo aplicarlos a la acción de gobierno. ¿En cuántas películas el villano trata de someter al héroe a través de la mujer que ama? El mismo que ha desarmado innumerables enemigos, cazado dragones, apaciguado motines, liderando mesnadas… queda paralizado ante la posibilidad de ver sufrir a la enamorada. En los clásicos, este es el penúltimo giro antes del desenlace. Luego llega el golpe que nadie espera y con el que se termina de proclamar victorioso. Sucede que, en las series modernas, las cosas tienden a complicarse mucho más.

Que algo sea una dramatización no significa que no pueda ser cierto. El teatro es vida, y viceversa, por eso las mejores historias son las que se parecen a las cosas que todos hemos sentido. Ayer era difícil no leer la carta apresurada de Pedro Sánchez sin mirar al otro lado de la cama. “¿Quién te quiere como quiere el Perro?”. Es carne de tuit y un giro insuperable para reenganchar a una audiencia aburrida, hastiada. Para rescatarla del desencanto y entregársela al protagonista.

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Aislarse en cuevas durante meses, suele dejar secuelas parecidas a la de algunas drogas psicotrópicas. Dicen que uno ya no vuelve a ser el mismo. Existen indicios por todo el planeta de que a las sociedades les ocurre algo parecido cuando entran en estos aceleradores de emotividad política de última generación. No es fácil pasar de las risas y las lágrimas a los fríos Presupuestos Generales del Estado, de las conjuras de amistad a los retos geopolíticos y las políticas industriales. Hay gente que se queda atrapada dentro de un culebrón y ya no sale nunca.

El experimento clásico para estudiar la percepción del tiempo consiste en aislarse en una cueva a oscuras durante muchas semanas, incluso meses. Quienes pasan por la experiencia, salen totalmente desorientados. La cadencia de los días y las noches desaparece y enseguida se pierden también los ritmos del sueño. La vida se convierte en una masa de tiempo informe con la que cada cerebro lidia a su manera. Dicen que, llegados a un punto, desaparece incluso el aburrimiento. Al abandonar la cueva, los sujetos de estudio son incapaces de adivinar cuánto tiempo ha pasado. Siempre que se les pregunta, se equivocan clamorosamente.

La vida pública española está metida desde hace ya algún tiempo en el experimento sensorial contrario, en un acelerador que destruye los marcos de referencia y nos aturde. Que va absorbiendo los argumentos racionales a una velocidad espantosa y los reemplaza por emociones, en fases sucesivas que hacen posible la siguiente. Del César a Puigdemont, la emoción siempre ha sido parte de la política en todos sus órdenes y categorías, pero nunca se habían vertido sobre nuestras cabezas tantos litros de emotividad de laboratorio, de glutamato sentimental. Parafraseando a Rajoy, nos está ocurriendo algo notable.

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Que el drama sea de trazo grueso no significa que sea fácil de hacer. Son recursos viejos como el hilo negro, pero no debe ser sencillo aplicarlos a la acción de gobierno. ¿En cuántas películas el villano trata de someter al héroe a través de la mujer que ama? El mismo que ha desarmado innumerables enemigos, cazado dragones, apaciguado motines, liderando mesnadas… queda paralizado ante la posibilidad de ver sufrir a la enamorada. En los clásicos, este es el penúltimo giro antes del desenlace. Luego llega el golpe que nadie espera y con el que se termina de proclamar victorioso. Sucede que, en las series modernas, las cosas tienden a complicarse mucho más.

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Aislarse en cuevas durante meses, suele dejar secuelas parecidas a la de algunas drogas psicotrópicas. Dicen que uno ya no vuelve a ser el mismo. Existen indicios por todo el planeta de que a las sociedades les ocurre algo parecido cuando entran en estos aceleradores de emotividad política de última generación. No es fácil pasar de las risas y las lágrimas a los fríos Presupuestos Generales del Estado, de las conjuras de amistad a los retos geopolíticos y las políticas industriales. Hay gente que se queda atrapada dentro de un culebrón y ya no sale nunca.

QOSHE - 'Pasión de gavilanes'. ¿Quién soy yo para juzgar a un enamorado? - Ángel Villarino
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'Pasión de gavilanes'. ¿Quién soy yo para juzgar a un enamorado?

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26.04.2024

El experimento clásico para estudiar la percepción del tiempo consiste en aislarse en una cueva a oscuras durante muchas semanas, incluso meses. Quienes pasan por la experiencia, salen totalmente desorientados. La cadencia de los días y las noches desaparece y enseguida se pierden también los ritmos del sueño. La vida se convierte en una masa de tiempo informe con la que cada cerebro lidia a su manera. Dicen que, llegados a un punto, desaparece incluso el aburrimiento. Al abandonar la cueva, los sujetos de estudio son incapaces de adivinar cuánto tiempo ha pasado. Siempre que se les pregunta, se equivocan clamorosamente.

La vida pública española está metida desde hace ya algún tiempo en el experimento sensorial contrario, en un acelerador que destruye los marcos de referencia y nos aturde. Que va absorbiendo los argumentos racionales a una velocidad espantosa y los reemplaza por emociones, en fases sucesivas que hacen posible la siguiente. Del César a Puigdemont, la emoción siempre ha sido parte de la política en todos sus órdenes y categorías, pero nunca se habían vertido sobre nuestras cabezas tantos litros de emotividad de laboratorio, de glutamato sentimental. Parafraseando a Rajoy, nos está ocurriendo algo notable.

Yo no he visto muchos capítulos de 'Pasión de gavilanes', pero me imagino que no debe de ser muy diferente a nuestro momento político: aspavientos, conjuras, declamaciones, giros trágicos de guion, reacciones exageradas, personas mirando a la cámara con los ojos abiertos. Personajes principales de la trama que dicen cosas como que “el amor es lo único que sobrevive a la muerte”, o que su jefe “no es más que un hombre que ha abierto su corazón”. Dentro del acelerador, por supuesto, sobra cualquier argumento jurídico o económico. Y la distancia y la templanza son cada vez más incómodas. ¿Cómo cuestionar al que sufre por amor? ¿Quién soy yo para poner en duda los sentimientos de un hombre profundamente enamorado?

A nadie le quedan ganas de escuchar hablar ya de populismo, ni de polarización, porque dentro del acelerador, la materia se pudre en pocos minutos, los conceptos no duran un respiro y a la mayoría de los personajes secundarios se les derrite la cara como a los nazis cuando abren el arca perdida. Tiene........

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