Hace ahora casi tres décadas, en 1995, el BOE publicó la creación de la llamada Fiscalía Especial para la Represión de los Delitos Económicos relacionados con la Corrupción. La Fiscalía nació en medio de múltiples escándalos relacionados con el saqueo del Estado por parte de algunas élites extractivas que, arrimadas al poder político, cometieron todo tipo de atropellos a los bienes públicos.

La creación de la Fiscalía la había anunciado un año antes el presidente González durante el debate sobre el estado de la nación, precisamente en unos momentos en los que su Gobierno estaba asfixiado por numerosos casos de corrupción. Como consecuencia de aquel debate, se aprobó una resolución instando al Ejecutivo a legislar para poner freno a tantos desmanes. Los casos son innumerables y está acreditado que el Estado se había dejado manipular por golfos y encubridores —la corrupción siempre necesita aliados pasivos o activos— aprovechando su propia inoperancia por el mal funcionamiento (si los había) de los contrapoderes. Tres décadas después, la corrupción, que nunca se ha ido, vuelve a centrar el debate político. Ahora, cerca al presidente Sánchez, como antes le ocurrió a Rajoy y a sus predecesores.

Ningún Gobierno de la democracia se ha salvado de esta lacra, lo que indica que se trata de un problema estructural. Probablemente, porque la corrupción forma parte de la codicia humana. Es por eso por lo que ninguna sociedad, ni siquiera las más avanzadas del norte de Europa, está libre del fraude. Lo que cambia, sin embargo, es la respuesta que da el propio sistema político a los fenómenos de corrupción, y, a la vista de los numerosos casos detectados en las tres últimas décadas, no parece que el resultado haya sido óptimo.

La persistencia de la corrupción tiene múltiples razones, pero la principal es una pobre cultura de lo público que atraviesa este país

En contra de lo que de forma intuitiva se puede creer, aflorar muchos casos —como ha sucedido en los últimos años— es una mala señal porque revela que no se han puesto los medios necesarios para evitar el fraude social, que en última instancia es la mejor definición de corrupción. Los países más corruptos, de hecho, son los que afloran más casos, pero no porque sean más eficaces, al contrario; mientras que, en sentido inverso, los menos corruptos son los que emergen menos casos.

Elección de las élites

La persistencia de la corrupción en España tiene múltiples razones, pero hay una que destaca y que hay que vincular a una pobre cultura de lo público que ha atravesado este país durante generaciones. Igualmente, existen otras muchas causas que lo explican, pero la primera de todas es un mal endémico que tiene que ver con el deficiente mecanismo de elección de las élites en su sentido más amplio. Es decir, no solo los altos cargos del Gobierno, sino quienes los acompañan, lo que genera una relación de amiguismo que es la puerta de entrada de la corrupción en la medida que genera una relación viciada en origen.

Esto es así porque el corrupto sabe que, si cae él —al descubrirse la trama—, también lo hará quien lo ha nombrado, lo que es un incentivo para que el alto cargo de turno mire para otro lado. El caso Koldo o el de Luis Roldán, en este sentido, son de libro. Si Ábalos hubiera despedido al tal Koldo, que conocía como nadie la parte sucia del poder, todo el mundo hubiera sospechado de que había gato encerrado. No deja de sorprender, en este sentido, que ningún partido haya revelado casos de corrupción en su seno hasta que han sido aireados por los medios de comunicación o por la Fiscalía. Hasta ese momento, siempre había reinado la ley de la omertà.

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La deficiente selección de los líderes tiene que ver con la existencia de un sistema clientelar que ha anidado —aunque siempre es excesivo generalizar— en los partidos políticos, que, en lugar de comportarse como organizaciones abiertas —de ahí los bajos niveles de afiliación—, tienden a constituirse en camarillas desde donde se controla el poder. El sociólogo Robert Michels ya lo advirtió hace más de un siglo cuando llegó a la conclusión de que "quien dice organizaciones dice oligarquías". Y las oligarquías, por su propia naturaleza, son endogámicas en la medida que sus miembros tienden a protegerse, algo que explica que el líder, cuando accede al poder, tienda rodearse de incondicionales, lo que en muchas ocasiones es una alfombra roja sobre la que pasea de forma impune la corrupción.

Corrupción, hay que decirlo, en el sentido más amplio del término en la medida que la prevalencia del interés particular sobre el general produce una mala asignación de recursos públicos, como se observó antes del estallido de la burbuja inmobiliaria. La economía española creció entre 1995 y 2007 un 3,5% de media, pero la mala asignación de recursos hizo que la crisis fuera especialmente intensa, como señaló en su día el Banco de España, en los sectores donde la incidencia de las regulaciones era más importante. Es decir, donde la posibilidad de corromper al Estado es mayor. Tanto por parte de empleados públicos como por supuestos empresarios, por llamarlos de alguna manera, a quienes el gran Wenceslao Fernández Flórez identificó como esa industria "agarrada a los maternales faldones de las casacas de los ministros".

La deficiente selección de los líderes tiene que ver con la existencia de un sistema clientelar que ha anidado en los partidos

Como en el viejo turnismo, cuando se está en el Gobierno, la figura elegida para reclutar conmilitones es la de asesor, un figura un tanto espuria, como la han denominado algunos expertos en la función pública, que se mueve en el ángulo muerto del poder. Es decir, en zonas oscuras, lo que les permite escapar de cualquier fiscalización de su trabajo. Los asesores tienen más información que cualquiera de sus jefes, pero carecen de incentivos para hacer denuncias porque ellos mismos serían los primeros perjudicados. Y viceversa. Los asesores, cabe recordar, pierden su empleo cuando cesa quien los nombró.

Los clientelismos

No es, desde luego, una prerrogativa de la Administración central del Estado. Los gobiernos autonómicos y los alcaldes han tejido una tupida red de asesores que normalmente escapan de la atención de la opinión pública. Entre otras razones, porque el clientelismo afecta a los propios medios de comunicación locales, cuya voluntad de investigar y denunciar se ve mermada cuando por medio está una subvención pública debido a su debilidad financiera. Galdós, que fue el azote de la Administración corrupta en tiempos de la Restauración, hubiera tenido que dirigir hoy sus flechas envenenadas contra las administraciones territoriales, que es donde reside hoy más de dos terceras partes del gasto público.

La mala calidad institucional hace el resto. Las cámaras de cuentas, que serían las encargadas de fiscalizar a los poderes públicos en el ámbito territorial, suelen ser una extensión administrativa del Gobierno de turno, lo que en la práctica alienta el sentido de impunidad. Precisamente, por la existencia de esa oligarquía de hierro de la que hablaba Michels, y que se ha apoderado de la política española, incluso en los nuevos partidos.

El sistema tiene tantos agujeros que provoca perplejidad observar cómo los partidos se ponen estupendos ante la opinión pública cuando están en la oposición y se descubre algún caso de corrupción en el Gobierno de turno. Hasta el punto de personarse en los procedimientos judiciales, cuando esos mismos partidos han puesto la mesa para que los corruptos se den un festín durante años.

Se favorece la intoxicación hasta lo nauseabundo, lo que genera un clima político irrespirable dando a entender que todo es corrupción

El doble lenguaje (cuando se está en el Gobierno y cuando se está en la oposición) no es un asunto menor habida cuenta de que inhabilita la posibilidad de redención. Precisamente, porque, cuando se pudieron tomar medidas, no se adoptaron los instrumentos necesarios para cercar la corrupción. Muy al contrario, se favorece la intoxicación informativa hasta lo nauseabundo, lo que a la postre genera un clima político irrespirable dando a entender que todo es corrupción. En este caso, la actuación de quien investiga —los cuerpos de seguridad del Estado— es clave, a menudo vendiendo a la opinión pública (con Villarejo como máximo representante de esa lacra) disparatadas teorías que posteriormente los jueces archivan porque, en realidad, son fruto de la imaginación del funcionario de turno.

La filtración interesada de procedimientos declarados secretos porque son simplemente indicios y no hay nada contrastado, la creación de fantasmagóricas asociaciones escondidas tras la figura de la acusación popular o la manipulación de expedientes presentándose de forma parcial forman parte de esa estrategia de la desinformación que hoy está en la tramoya del teatro político, y que es otra forma de corrupción. Ni siquiera hace falta poner nombres de quienes han sido condenados a la muerte civil —personas y partidos— por investigaciones fantasiosas que tenían presunción de veracidad, pero que en realidad eran una chapuza. Nadie ha pagado por ello.

La pena del telediario

No es inocua esa estrategia, al contrario. Acusar con pruebas circunstanciales o sobreactuar como si todo el sistema estuviera podrido —ahora y siempre— es a la larga el mejor caldo de cultivo para que crezca la antipolítica y, por ende, el espacio en el que crece el populismo y la demagogia. Es decir, en lugar de separar el grano de la paja, se opta por esparcir el estiércol como si no hubiera mañana. En unos casos, para lograr la famosa pena del telediario, que decía la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, y en otros para desgastar políticamente, lo cual es legítimo, pero no parece el mejor medio para encontrar la verdad, que en última instancia es lo que importa. Las comisiones de investigación mientras no estén formadas por expertos ajenos al procedimiento político son pura filfa. Ni servirá la del Congreso ni servirá la del Senado.

No es de extrañar por eso que, en la encuesta que hace cada año el Instituto de Estudios Fiscales sobre la opinión de los españoles sobre los impuestos, un alto porcentaje —casi la cuarta parte— piense que está justificado algún fraude fiscal. Es verdad que la mayoría por razones autoinculpatorias (es la única manera de salir adelante), pero un 8% simplemente los justifica porque no quiere pagar impuestos. Los altos niveles de economía sumergida, de hecho, lo que revelan es una especie de prestigio social de la corrupción, que en muchas partes del país no se ve como un problema estructural que socava los sistemas democráticos. Los narcotraficantes, por ejemplo, en algunas zonas del país se convierten en referentes sociales porque llegan allí donde no lo hace el Estado a través de sus mecanismos de integración.

Es decir, existe una deficiente cultura de lo público que es más relevante, si cabe, en los aledaños del poder, cuyo interés por dotarse de instrumentos eficaces para combatir la corrupción es manifiestamente mejorable, como las fincas del señor marqués. La directiva sobre protección de las personas denunciantes de algún comportamiento ilícito, por ejemplo, se publicó en octubre de 2019, pero hasta 2023 no se hizo la trasposición al derecho español. ¿Cuál es el problema? Simplemente, que la norma da un año al Gobierno para crear una Autoridad Independiente de Protección del Informante, pero por ahora ni está ni se la espera. Es decir, papel mojado. A lo mejor conviene poner en funcionamiento medidas más eficaces de control público antes que darse tanto sonrojante golpe de pecho.

Hace ahora casi tres décadas, en 1995, el BOE publicó la creación de la llamada Fiscalía Especial para la Represión de los Delitos Económicos relacionados con la Corrupción. La Fiscalía nació en medio de múltiples escándalos relacionados con el saqueo del Estado por parte de algunas élites extractivas que, arrimadas al poder político, cometieron todo tipo de atropellos a los bienes públicos.

La creación de la Fiscalía la había anunciado un año antes el presidente González durante el debate sobre el estado de la nación, precisamente en unos momentos en los que su Gobierno estaba asfixiado por numerosos casos de corrupción. Como consecuencia de aquel debate, se aprobó una resolución instando al Ejecutivo a legislar para poner freno a tantos desmanes. Los casos son innumerables y está acreditado que el Estado se había dejado manipular por golfos y encubridores —la corrupción siempre necesita aliados pasivos o activos— aprovechando su propia inoperancia por el mal funcionamiento (si los había) de los contrapoderes. Tres décadas después, la corrupción, que nunca se ha ido, vuelve a centrar el debate político. Ahora, cerca al presidente Sánchez, como antes le ocurrió a Rajoy y a sus predecesores.

Ningún Gobierno de la democracia se ha salvado de esta lacra, lo que indica que se trata de un problema estructural. Probablemente, porque la corrupción forma parte de la codicia humana. Es por eso por lo que ninguna sociedad, ni siquiera las más avanzadas del norte de Europa, está libre del fraude. Lo que cambia, sin embargo, es la respuesta que da el propio sistema político a los fenómenos de corrupción, y, a la vista de los numerosos casos detectados en las tres últimas décadas, no parece que el resultado haya sido óptimo.

La persistencia de la corrupción tiene múltiples razones, pero la principal es una pobre cultura de lo público que atraviesa este país

En contra de lo que de forma intuitiva se puede creer, aflorar muchos casos —como ha sucedido en los últimos años— es una mala señal porque revela que no se han puesto los medios necesarios para evitar el fraude social, que en última instancia es la mejor definición de corrupción. Los países más corruptos, de hecho, son los que afloran más casos, pero no porque sean más eficaces, al contrario; mientras que, en sentido inverso, los menos corruptos son los que emergen menos casos.

La persistencia de la corrupción en España tiene múltiples razones, pero hay una que destaca y que hay que vincular a una pobre cultura de lo público que ha atravesado este país durante generaciones. Igualmente, existen otras muchas causas que lo explican, pero la primera de todas es un mal endémico que tiene que ver con el deficiente mecanismo de elección de las élites en su sentido más amplio. Es decir, no solo los altos cargos del Gobierno, sino quienes los acompañan, lo que genera una relación de amiguismo que es la puerta de entrada de la corrupción en la medida que genera una relación viciada en origen.

Esto es así porque el corrupto sabe que, si cae él —al descubrirse la trama—, también lo hará quien lo ha nombrado, lo que es un incentivo para que el alto cargo de turno mire para otro lado. El caso Koldo o el de Luis Roldán, en este sentido, son de libro. Si Ábalos hubiera despedido al tal Koldo, que conocía como nadie la parte sucia del poder, todo el mundo hubiera sospechado de que había gato encerrado. No deja de sorprender, en este sentido, que ningún partido haya revelado casos de corrupción en su seno hasta que han sido aireados por los medios de comunicación o por la Fiscalía. Hasta ese momento, siempre había reinado la ley de la omertà.

La deficiente selección de los líderes tiene que ver con la existencia de un sistema clientelar que ha anidado —aunque siempre es excesivo generalizar— en los partidos políticos, que, en lugar de comportarse como organizaciones abiertas —de ahí los bajos niveles de afiliación—, tienden a constituirse en camarillas desde donde se controla el poder. El sociólogo Robert Michels ya lo advirtió hace más de un siglo cuando llegó a la conclusión de que "quien dice organizaciones dice oligarquías". Y las oligarquías, por su propia naturaleza, son endogámicas en la medida que sus miembros tienden a protegerse, algo que explica que el líder, cuando accede al poder, tienda rodearse de incondicionales, lo que en muchas ocasiones es una alfombra roja sobre la que pasea de forma impune la corrupción.

Corrupción, hay que decirlo, en el sentido más amplio del término en la medida que la prevalencia del interés particular sobre el general produce una mala asignación de recursos públicos, como se observó antes del estallido de la burbuja inmobiliaria. La economía española creció entre 1995 y 2007 un 3,5% de media, pero la mala asignación de recursos hizo que la crisis fuera especialmente intensa, como señaló en su día el Banco de España, en los sectores donde la incidencia de las regulaciones era más importante. Es decir, donde la posibilidad de corromper al Estado es mayor. Tanto por parte de empleados públicos como por supuestos empresarios, por llamarlos de alguna manera, a quienes el gran Wenceslao Fernández Flórez identificó como esa industria "agarrada a los maternales faldones de las casacas de los ministros".

La deficiente selección de los líderes tiene que ver con la existencia de un sistema clientelar que ha anidado en los partidos

Como en el viejo turnismo, cuando se está en el Gobierno, la figura elegida para reclutar conmilitones es la de asesor, un figura un tanto espuria, como la han denominado algunos expertos en la función pública, que se mueve en el ángulo muerto del poder. Es decir, en zonas oscuras, lo que les permite escapar de cualquier fiscalización de su trabajo. Los asesores tienen más información que cualquiera de sus jefes, pero carecen de incentivos para hacer denuncias porque ellos mismos serían los primeros perjudicados. Y viceversa. Los asesores, cabe recordar, pierden su empleo cuando cesa quien los nombró.

No es, desde luego, una prerrogativa de la Administración central del Estado. Los gobiernos autonómicos y los alcaldes han tejido una tupida red de asesores que normalmente escapan de la atención de la opinión pública. Entre otras razones, porque el clientelismo afecta a los propios medios de comunicación locales, cuya voluntad de investigar y denunciar se ve mermada cuando por medio está una subvención pública debido a su debilidad financiera. Galdós, que fue el azote de la Administración corrupta en tiempos de la Restauración, hubiera tenido que dirigir hoy sus flechas envenenadas contra las administraciones territoriales, que es donde reside hoy más de dos terceras partes del gasto público.

La mala calidad institucional hace el resto. Las cámaras de cuentas, que serían las encargadas de fiscalizar a los poderes públicos en el ámbito territorial, suelen ser una extensión administrativa del Gobierno de turno, lo que en la práctica alienta el sentido de impunidad. Precisamente, por la existencia de esa oligarquía de hierro de la que hablaba Michels, y que se ha apoderado de la política española, incluso en los nuevos partidos.

El sistema tiene tantos agujeros que provoca perplejidad observar cómo los partidos se ponen estupendos ante la opinión pública cuando están en la oposición y se descubre algún caso de corrupción en el Gobierno de turno. Hasta el punto de personarse en los procedimientos judiciales, cuando esos mismos partidos han puesto la mesa para que los corruptos se den un festín durante años.

Se favorece la intoxicación hasta lo nauseabundo, lo que genera un clima político irrespirable dando a entender que todo es corrupción

El doble lenguaje (cuando se está en el Gobierno y cuando se está en la oposición) no es un asunto menor habida cuenta de que inhabilita la posibilidad de redención. Precisamente, porque, cuando se pudieron tomar medidas, no se adoptaron los instrumentos necesarios para cercar la corrupción. Muy al contrario, se favorece la intoxicación informativa hasta lo nauseabundo, lo que a la postre genera un clima político irrespirable dando a entender que todo es corrupción. En este caso, la actuación de quien investiga —los cuerpos de seguridad del Estado— es clave, a menudo vendiendo a la opinión pública (con Villarejo como máximo representante de esa lacra) disparatadas teorías que posteriormente los jueces archivan porque, en realidad, son fruto de la imaginación del funcionario de turno.

La filtración interesada de procedimientos declarados secretos porque son simplemente indicios y no hay nada contrastado, la creación de fantasmagóricas asociaciones escondidas tras la figura de la acusación popular o la manipulación de expedientes presentándose de forma parcial forman parte de esa estrategia de la desinformación que hoy está en la tramoya del teatro político, y que es otra forma de corrupción. Ni siquiera hace falta poner nombres de quienes han sido condenados a la muerte civil —personas y partidos— por investigaciones fantasiosas que tenían presunción de veracidad, pero que en realidad eran una chapuza. Nadie ha pagado por ello.

No es inocua esa estrategia, al contrario. Acusar con pruebas circunstanciales o sobreactuar como si todo el sistema estuviera podrido —ahora y siempre— es a la larga el mejor caldo de cultivo para que crezca la antipolítica y, por ende, el espacio en el que crece el populismo y la demagogia. Es decir, en lugar de separar el grano de la paja, se opta por esparcir el estiércol como si no hubiera mañana. En unos casos, para lograr la famosa pena del telediario, que decía la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, y en otros para desgastar políticamente, lo cual es legítimo, pero no parece el mejor medio para encontrar la verdad, que en última instancia es lo que importa. Las comisiones de investigación mientras no estén formadas por expertos ajenos al procedimiento político son pura filfa. Ni servirá la del Congreso ni servirá la del Senado.

No es de extrañar por eso que, en la encuesta que hace cada año el Instituto de Estudios Fiscales sobre la opinión de los españoles sobre los impuestos, un alto porcentaje —casi la cuarta parte— piense que está justificado algún fraude fiscal. Es verdad que la mayoría por razones autoinculpatorias (es la única manera de salir adelante), pero un 8% simplemente los justifica porque no quiere pagar impuestos. Los altos niveles de economía sumergida, de hecho, lo que revelan es una especie de prestigio social de la corrupción, que en muchas partes del país no se ve como un problema estructural que socava los sistemas democráticos. Los narcotraficantes, por ejemplo, en algunas zonas del país se convierten en referentes sociales porque llegan allí donde no lo hace el Estado a través de sus mecanismos de integración.

Es decir, existe una deficiente cultura de lo público que es más relevante, si cabe, en los aledaños del poder, cuyo interés por dotarse de instrumentos eficaces para combatir la corrupción es manifiestamente mejorable, como las fincas del señor marqués. La directiva sobre protección de las personas denunciantes de algún comportamiento ilícito, por ejemplo, se publicó en octubre de 2019, pero hasta 2023 no se hizo la trasposición al derecho español. ¿Cuál es el problema? Simplemente, que la norma da un año al Gobierno para crear una Autoridad Independiente de Protección del Informante, pero por ahora ni está ni se la espera. Es decir, papel mojado. A lo mejor conviene poner en funcionamiento medidas más eficaces de control público antes que darse tanto sonrojante golpe de pecho.

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Los vicios de la corrupción y los golpes de pecho

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03.03.2024

Hace ahora casi tres décadas, en 1995, el BOE publicó la creación de la llamada Fiscalía Especial para la Represión de los Delitos Económicos relacionados con la Corrupción. La Fiscalía nació en medio de múltiples escándalos relacionados con el saqueo del Estado por parte de algunas élites extractivas que, arrimadas al poder político, cometieron todo tipo de atropellos a los bienes públicos.

La creación de la Fiscalía la había anunciado un año antes el presidente González durante el debate sobre el estado de la nación, precisamente en unos momentos en los que su Gobierno estaba asfixiado por numerosos casos de corrupción. Como consecuencia de aquel debate, se aprobó una resolución instando al Ejecutivo a legislar para poner freno a tantos desmanes. Los casos son innumerables y está acreditado que el Estado se había dejado manipular por golfos y encubridores —la corrupción siempre necesita aliados pasivos o activos— aprovechando su propia inoperancia por el mal funcionamiento (si los había) de los contrapoderes. Tres décadas después, la corrupción, que nunca se ha ido, vuelve a centrar el debate político. Ahora, cerca al presidente Sánchez, como antes le ocurrió a Rajoy y a sus predecesores.

Ningún Gobierno de la democracia se ha salvado de esta lacra, lo que indica que se trata de un problema estructural. Probablemente, porque la corrupción forma parte de la codicia humana. Es por eso por lo que ninguna sociedad, ni siquiera las más avanzadas del norte de Europa, está libre del fraude. Lo que cambia, sin embargo, es la respuesta que da el propio sistema político a los fenómenos de corrupción, y, a la vista de los numerosos casos detectados en las tres últimas décadas, no parece que el resultado haya sido óptimo.

La persistencia de la corrupción tiene múltiples razones, pero la principal es una pobre cultura de lo público que atraviesa este país

En contra de lo que de forma intuitiva se puede creer, aflorar muchos casos —como ha sucedido en los últimos años— es una mala señal porque revela que no se han puesto los medios necesarios para evitar el fraude social, que en última instancia es la mejor definición de corrupción. Los países más corruptos, de hecho, son los que afloran más casos, pero no porque sean más eficaces, al contrario; mientras que, en sentido inverso, los menos corruptos son los que emergen menos casos.

Elección de las élites

La persistencia de la corrupción en España tiene múltiples razones, pero hay una que destaca y que hay que vincular a una pobre cultura de lo público que ha atravesado este país durante generaciones. Igualmente, existen otras muchas causas que lo explican, pero la primera de todas es un mal endémico que tiene que ver con el deficiente mecanismo de elección de las élites en su sentido más amplio. Es decir, no solo los altos cargos del Gobierno, sino quienes los acompañan, lo que genera una relación de amiguismo que es la puerta de entrada de la corrupción en la medida que genera una relación viciada en origen.

Esto es así porque el corrupto sabe que, si cae él —al descubrirse la trama—, también lo hará quien lo ha nombrado, lo que es un incentivo para que el alto cargo de turno mire para otro lado. El caso Koldo o el de Luis Roldán, en este sentido, son de libro. Si Ábalos hubiera despedido al tal Koldo, que conocía como nadie la parte sucia del poder, todo el mundo hubiera sospechado de que había gato encerrado. No deja de sorprender, en este sentido, que ningún partido haya revelado casos de corrupción en su seno hasta que han sido aireados por los medios de comunicación o por la Fiscalía. Hasta ese momento, siempre había reinado la ley de la omertà.

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Corrupción, hay que decirlo, en el sentido más amplio del término en la medida que la prevalencia del interés particular sobre el general produce una mala asignación de recursos públicos, como se observó antes del estallido de la burbuja inmobiliaria. La economía española creció entre 1995 y 2007 un 3,5% de media, pero la mala asignación de recursos hizo que la crisis fuera especialmente intensa, como señaló en su día el Banco de España, en los sectores donde la incidencia de las regulaciones era más importante. Es decir, donde la posibilidad de corromper al Estado es mayor. Tanto por parte de empleados públicos como por supuestos empresarios, por llamarlos de alguna manera, a quienes el gran Wenceslao Fernández Flórez identificó como esa industria "agarrada a los maternales faldones de las casacas de los ministros".

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Como en el viejo turnismo, cuando se está en el Gobierno, la figura elegida para reclutar conmilitones es la de asesor, un figura un tanto espuria, como la han denominado algunos expertos en la función pública, que se mueve en el ángulo........

© El Confidencial


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