La complicación mayor de este momento político en España es la definición. No es fácil acertar con una sola palabra, un adjetivo, porque, dependiendo del ángulo con que lo miremos, se nos aparece como una humillación inexplicable de la democracia española, pero también como una ópera bufa protagonizada por seres ridículos, engolando discursos delirantes. ¿Qué es, exactamente, lo que tenemos delante? Quizás esa mezcla de burla, esta sucesión de mentiras, es lo que provoca en la sociedad española el efecto, igualmente desconcertante, de apariencia de normalidad en medio de la indignación. En las encuestas que se hacen, la gran mayoría de los españoles considera que lo que está sucediendo, los pactos del presidente Sánchez con los independentistas catalanes, sobre todo la amnistía, es una injusticia, un favor a delincuentes políticos, que les otorga nuevos privilegios. En consecuencia, todos ellos deben sostener, igualmente, como ciudadanos que son de un Estado autonómico, que las consecuencias las acabarán pagando ellos, con menos inversiones, menos infraestructuras.

El diagnóstico está claro, pero, a continuación, el personal se echa a la calle a disfrutar de las luces de Navidad. Indignación ma non troppo, que diría un político italiano, pragmático, descarado y desahogado como el líder de los socialistas españoles. Indignación, pero hasta un punto, que estamos en España y, en nada, en Navidad. El porcentaje de españoles que estarían dispuestos, por ejemplo, a secundar una huelga general por su indignación con la amnistía debe ser ridículo. Y como en la Moncloa lo saben, siguen adelante con esta ópera bufa de imágenes y personajes deformados.

Debemos advertir, antes de pasar a detallar el esperpento, de que nada de esto resta gravedad al momento político de España y, sobre todo, a las consecuencias futuras de lo que ahora se está destrozando. Estamos en un periodo democrático de devastación institucional. Los cálculos los hacemos, normalmente, pensando en el presente, tan desolador, pero no avanzamos hacia el deterioro de los próximos años. Pero basta pensar un momento en las consecuencias de todo esto y la preocupación surge como un herpes.

¿Cómo se puede recuperar el prestigio del Tribunal Constitucional o del Consejo General del Poder Judicial después del hoyo en el que se los ha dejado caer en estos años? Las mismas dudas que se pueden tener sobre la Fiscalía y ya veremos qué pasa con el Tribunal Supremo, si los socialistas siguen frivolizando peligrosamente con el acoso a los jueces, el famoso anglicismo del lawfare. Podría unirse a este vendaval el maltrato del CNI, de tantos otros organismos e instituciones públicas, todos aquellos órganos que en democracia actúan de contrapoderes y que han sido expuestos a una insolente manipulación en estos últimos años.

''Se cumplen cinco años de incumplimiento de la ley y de la Constitución por parte del PP''

A partir de ahí, de la preocupación por la degradación objetiva de la calidad democrática, objetivo siempre perseguido por quienes quieren acabar con la España constitucional, la única ilusión que nos proporciona el momento es la opereta, la patética realidad de algunos personajes. Lo de los verificadores internacionales, por ejemplo. Si lo contemplamos desde un punto de vista estricto, literal, se trata de una ofensa imperdonable e inasumible. Se trata de orgullo, de dignidad y de memoria. Se trata de la verdad: España pasó de una dictadura a una democracia sin que hicieran falta comisiones de negociación en el extranjero con verificadores internacionales y, ahora, con estos chiquilicuatres se establecen esas negociaciones en Ginebra, con intermediarios internacionales. Pero ¿qué hay de verdad en lo que está ocurriendo?

Si observamos lo que está pasando con cierta distancia, que no resta nada a la indignidad y a la vergüenza, apreciaremos que, en realidad, todo es una farsa. Para empezar, no es verdad que se trate de la negociación entre dos Estados. Carles Puigdemont puede considerarse presidente de la Generalitat en su casa y entre sus amigos, pero no representa a nadie de Cataluña, más allá de quienes le han votado, que son menos catalanes, en número, que quienes han votado al Partido Popular. Tampoco el secretario de Organización del PSOE, Santos Cerdán, representa al Estado español, porque ni siquiera forma parte del Gobierno. De modo que, mirándolo con esa distancia, de qué estamos hablando en realidad. Podrán venderlo, sobre todo los independentistas, como la negociación de dos Estados, pero en esa mesa no hay ningún Estado representado, ni el de España, porque no hay nadie que lo represente, ni el de Cataluña, porque ni existe ni nunca ha existido como tal Estado.

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Todo se circunscribe a la ópera bufa de Pedro Sánchez, que ha secundado en eso al prófugo que fue el que lo inició todo. Los suyos deben recordar aún aquel instante patético en el que declaró la independencia, al momento la dejó en suspenso y, al rato, se escondió en el maletero de un coche y se largó a Waterloo a la espera de un momento como este, en el que pudiera volver a la simulación patética de jefe de Estado en el exilio. Seis años ha estado esperando, paciente, hasta encontrar la horma de su zapato. En esta legislatura, contra pronóstico de los peores resultados de los independentistas catalanes, la urgencia de Puigdemont se ha encontrado con el ansia de Pedro Sánchez. Ya veremos hasta cuándo dura esta ópera bufa. Lo que es imposible de calcular ahora es quién pagará las consecuencias. Esa es la cuestión. Porque ninguno de los actores estará ya en la escena.

La complicación mayor de este momento político en España es la definición. No es fácil acertar con una sola palabra, un adjetivo, porque, dependiendo del ángulo con que lo miremos, se nos aparece como una humillación inexplicable de la democracia española, pero también como una ópera bufa protagonizada por seres ridículos, engolando discursos delirantes. ¿Qué es, exactamente, lo que tenemos delante? Quizás esa mezcla de burla, esta sucesión de mentiras, es lo que provoca en la sociedad española el efecto, igualmente desconcertante, de apariencia de normalidad en medio de la indignación. En las encuestas que se hacen, la gran mayoría de los españoles considera que lo que está sucediendo, los pactos del presidente Sánchez con los independentistas catalanes, sobre todo la amnistía, es una injusticia, un favor a delincuentes políticos, que les otorga nuevos privilegios. En consecuencia, todos ellos deben sostener, igualmente, como ciudadanos que son de un Estado autonómico, que las consecuencias las acabarán pagando ellos, con menos inversiones, menos infraestructuras.

El diagnóstico está claro, pero, a continuación, el personal se echa a la calle a disfrutar de las luces de Navidad. Indignación ma non troppo, que diría un político italiano, pragmático, descarado y desahogado como el líder de los socialistas españoles. Indignación, pero hasta un punto, que estamos en España y, en nada, en Navidad. El porcentaje de españoles que estarían dispuestos, por ejemplo, a secundar una huelga general por su indignación con la amnistía debe ser ridículo. Y como en la Moncloa lo saben, siguen adelante con esta ópera bufa de imágenes y personajes deformados.

Debemos advertir, antes de pasar a detallar el esperpento, de que nada de esto resta gravedad al momento político de España y, sobre todo, a las consecuencias futuras de lo que ahora se está destrozando. Estamos en un periodo democrático de devastación institucional. Los cálculos los hacemos, normalmente, pensando en el presente, tan desolador, pero no avanzamos hacia el deterioro de los próximos años. Pero basta pensar un momento en las consecuencias de todo esto y la preocupación surge como un herpes.

¿Cómo se puede recuperar el prestigio del Tribunal Constitucional o del Consejo General del Poder Judicial después del hoyo en el que se los ha dejado caer en estos años? Las mismas dudas que se pueden tener sobre la Fiscalía y ya veremos qué pasa con el Tribunal Supremo, si los socialistas siguen frivolizando peligrosamente con el acoso a los jueces, el famoso anglicismo del lawfare. Podría unirse a este vendaval el maltrato del CNI, de tantos otros organismos e instituciones públicas, todos aquellos órganos que en democracia actúan de contrapoderes y que han sido expuestos a una insolente manipulación en estos últimos años.

A partir de ahí, de la preocupación por la degradación objetiva de la calidad democrática, objetivo siempre perseguido por quienes quieren acabar con la España constitucional, la única ilusión que nos proporciona el momento es la opereta, la patética realidad de algunos personajes. Lo de los verificadores internacionales, por ejemplo. Si lo contemplamos desde un punto de vista estricto, literal, se trata de una ofensa imperdonable e inasumible. Se trata de orgullo, de dignidad y de memoria. Se trata de la verdad: España pasó de una dictadura a una democracia sin que hicieran falta comisiones de negociación en el extranjero con verificadores internacionales y, ahora, con estos chiquilicuatres se establecen esas negociaciones en Ginebra, con intermediarios internacionales. Pero ¿qué hay de verdad en lo que está ocurriendo?

Si observamos lo que está pasando con cierta distancia, que no resta nada a la indignidad y a la vergüenza, apreciaremos que, en realidad, todo es una farsa. Para empezar, no es verdad que se trate de la negociación entre dos Estados. Carles Puigdemont puede considerarse presidente de la Generalitat en su casa y entre sus amigos, pero no representa a nadie de Cataluña, más allá de quienes le han votado, que son menos catalanes, en número, que quienes han votado al Partido Popular. Tampoco el secretario de Organización del PSOE, Santos Cerdán, representa al Estado español, porque ni siquiera forma parte del Gobierno. De modo que, mirándolo con esa distancia, de qué estamos hablando en realidad. Podrán venderlo, sobre todo los independentistas, como la negociación de dos Estados, pero en esa mesa no hay ningún Estado representado, ni el de España, porque no hay nadie que lo represente, ni el de Cataluña, porque ni existe ni nunca ha existido como tal Estado.

Todo se circunscribe a la ópera bufa de Pedro Sánchez, que ha secundado en eso al prófugo que fue el que lo inició todo. Los suyos deben recordar aún aquel instante patético en el que declaró la independencia, al momento la dejó en suspenso y, al rato, se escondió en el maletero de un coche y se largó a Waterloo a la espera de un momento como este, en el que pudiera volver a la simulación patética de jefe de Estado en el exilio. Seis años ha estado esperando, paciente, hasta encontrar la horma de su zapato. En esta legislatura, contra pronóstico de los peores resultados de los independentistas catalanes, la urgencia de Puigdemont se ha encontrado con el ansia de Pedro Sánchez. Ya veremos hasta cuándo dura esta ópera bufa. Lo que es imposible de calcular ahora es quién pagará las consecuencias. Esa es la cuestión. Porque ninguno de los actores estará ya en la escena.

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La ópera bufa de Pedro Sánchez

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05.12.2023

La complicación mayor de este momento político en España es la definición. No es fácil acertar con una sola palabra, un adjetivo, porque, dependiendo del ángulo con que lo miremos, se nos aparece como una humillación inexplicable de la democracia española, pero también como una ópera bufa protagonizada por seres ridículos, engolando discursos delirantes. ¿Qué es, exactamente, lo que tenemos delante? Quizás esa mezcla de burla, esta sucesión de mentiras, es lo que provoca en la sociedad española el efecto, igualmente desconcertante, de apariencia de normalidad en medio de la indignación. En las encuestas que se hacen, la gran mayoría de los españoles considera que lo que está sucediendo, los pactos del presidente Sánchez con los independentistas catalanes, sobre todo la amnistía, es una injusticia, un favor a delincuentes políticos, que les otorga nuevos privilegios. En consecuencia, todos ellos deben sostener, igualmente, como ciudadanos que son de un Estado autonómico, que las consecuencias las acabarán pagando ellos, con menos inversiones, menos infraestructuras.

El diagnóstico está claro, pero, a continuación, el personal se echa a la calle a disfrutar de las luces de Navidad. Indignación ma non troppo, que diría un político italiano, pragmático, descarado y desahogado como el líder de los socialistas españoles. Indignación, pero hasta un punto, que estamos en España y, en nada, en Navidad. El porcentaje de españoles que estarían dispuestos, por ejemplo, a secundar una huelga general por su indignación con la amnistía debe ser ridículo. Y como en la Moncloa lo saben, siguen adelante con esta ópera bufa de imágenes y personajes deformados.

Debemos advertir, antes de pasar a detallar el esperpento, de que nada de esto resta gravedad al momento político de España y, sobre todo, a las consecuencias futuras de lo que ahora se está destrozando. Estamos en un periodo democrático de devastación institucional. Los cálculos los hacemos, normalmente, pensando en el presente, tan desolador, pero no avanzamos hacia el deterioro de los próximos años. Pero basta pensar un momento en las consecuencias de todo esto y la preocupación surge como un herpes.

¿Cómo se puede recuperar el prestigio del Tribunal Constitucional o del Consejo General del Poder Judicial después del hoyo en el que se los ha dejado caer en estos años? Las mismas dudas que se pueden tener sobre la Fiscalía y ya veremos qué pasa con el Tribunal Supremo, si los socialistas siguen frivolizando peligrosamente con el acoso a los jueces, el famoso anglicismo del lawfare. Podría unirse a este vendaval el maltrato del CNI, de tantos otros organismos e instituciones públicas, todos aquellos órganos que en democracia actúan de contrapoderes y que han sido expuestos a una insolente manipulación........

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