Debe ser que no se encuentra, que no se halla. Ese es el problema principal de Alberto Núñez Feijóo desde que lo nombraron presidente del Partido Popular, que no consigue dar la talla de líder que se esperaba de él, acaso la que él mismo esperaba tras su larga experiencia de trece años como presidente de la Xunta de Galicia y, antes que eso, en la política nacional en los Gobiernos de Aznar, otros siete años, primero en Sanidad y luego en Correos. Veinte años en puestos de primer nivel dan, evidentemente, para asentar en un político un bagaje suficiente de experiencia política. Pero no, cualquier comentario que se haga, o que se escucha, en el Partido Popular siempre acaba rondando la misma impresión extendida, esta de que Alberto Núñez Feijóo no está respondiendo a las expectativas que había levantado. Y no se dice como frustración, tampoco como una decepción o un chasco, sino como la consecuencia de un periodo de adaptación que no termina.

Como queda dicho, el propio Núñez Feijóo debe ser consciente de esa insatisfacción y, por eso, para intentar recolocarse, ha decidido remodelar su entorno. Lo ha hecho como quien cambia los muebles del cuarto y pinta las paredes de otro color para borrar de su memoria los remordimientos de un chasco amoroso. Que nada recuerde lo pasado, volvamos a empezar. Esas estrategias resultan efectivas cuando van acompañadas de cambios profundos en la persona. Si no es así, todo se reduce a algo superficial, mero maquillaje. En todo caso, lo importante ahora es que esa remodelación denota el reconocimiento de un problema interno que hay que solucionar. Alberto Núñez Feijóo es un líder desubicado, por eso estos cambios en el Partido Popular, este revuelo de nombres que entran y que salen, que vuelven o que se alejan.

La llegada de Feijóo, como todo recordamos, se produjo después de que Isabel Díaz Ayuso moviera, sansónica, las columnas del Partido Popular provocando un terremoto que acabó con Pablo Casado, sepultado en un par de días, cuando el techo se le cayó encima. Sobre esos escombros llegó, por aclamación, el líder gallego que, desde hacía años, figuraba en todas las quinielas como el favorito para suceder a Mariano Rajoy.

El primer espejismo que padecimos entonces con la llegada de Feijóo fue, precisamente, consecuencia de esa convulsión. Nada más instalarse en la sede del PP en la calle Génova, el partido entero se tranquilizó, se normalizó, se amansaron las aguas turbulentas, y el electorado del centroderecha volvió a confiar en esas siglas, que estaban hundiéndose poco a poco. Fue un espejismo porque la normalización se produjo por el cambio mismo, por la extirpación del problema interno, y no tanto por decisiones que hubiera tomado el propio Feijóo o por su discurso como nuevo líder de los populares. Empezamos a ver un partido que recuperaba, progresivamente, el pulso electoral en cuanto los ciudadanos comprobaron que sus dirigentes habían dejado de apuñalarse en público. Ese es el efecto que, en política, siempre se ha conocido como jaula de grillos, las peleas internas de los partidos políticos, un ácido corrosivo para las expectativas electorales.

En las elecciones de julio pasado, a Feijóo se le desplomaron las expectativas electorales, como a Pablo Casado se le cayó encima la sede del PP

De todas formas, aunque Feijóo se mantuviera a ralentí en sus enfrentamientos con Pedro Sánchez, sin lograr nunca marcar la agenda política o poner en apuros reales al Gobierno, la normalización del partido sí le vino muy bien a muchos dirigentes regionales y locales, que avanzaron decididos en la recuperación del PP de las grandes mayorías. Las comunidades de Madrid y Andalucía, fundamentalmente, hicieron de ariete para que en las elecciones municipales y autonómicas del pasado mes de mayo el Partido Popular tiñera de azul todo el mapa de España, con un poder institucional abrumador, como ha ocurrido pocas veces en democracia. También eso produjo un espejismo.

El primero en intuirlo, demostrando una valiosa capacidad de reacción, fue el líder socialista, astuto y veloz. En las elecciones de julio pasado, a Alberto Núñez Feijóo se le desplomaron las expectativas electorales, como a Pablo Casado se le cayó encima la sede del Partido Popular. Ha tardado seis meses en reponerse, en sacar la cabeza de los escombros. Estuvo sonado todo el verano, noqueado, repitiéndose a sí mismo que había ganado las elecciones, sin asumir que no podría gobernar, demorando inexplicablemente un discurso de oposición a la altura de la gravedad de los problemas creados por la mayoría parlamentaria que ha formado gobierno.

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En su frustrado debate de investidura, resurgió, y pudo recordarle a muchos la idealización del líder que esperaban cuando llegó desde Galicia a la presidencia del Partido Popular. Podemos verlo como un instante de lucidez o de reafirmación personal, de recuperación, y quizá sea eso mismo lo que intenta extender ahora con los cambios que ha realizado en la estructura del partido, en el entorno que le rodea como presidente. Está bien que lo haga, pero se equivocará de nuevo si considera que, al cambiar los muebles de sitio, se solucionan los problemas que existen. Feijóo tiene pendiente cumplir las expectativas que levantó como líder político.

El déficit es de solidez personal, la carencia es la de un discurso de hombre de Estado, la insatisfacción procede de la ambigüedad. Esa es la exigencia, la que quizá el propio Feijóo se hace a sí mismo. La de encontrarse. Un líder desubicado… La expresión, por cierto, debe tomarse con su significado en español, nunca en el de Argentina. Entre los españoles, un desubicado es alguien que ha perdido la orientación, que no sabe dónde se encuentra o qué dirección tomar. En Argentina, "desubicado" es insulto muy utilizado; un insulto con apariencia de amable gracias a la especialización lingüística del país donde mejor se insulta. Un desubicado en Argentina es alguien que no se comporta adecuadamente, un irrespetuoso, la típica persona que siempre tiene un comentario fuera de lugar para sacar de quicio una conversación. Aclaremos, pues, que Feijóo es un desubicado español. Solo necesita decidir qué dirección tomar, una vez que ya ha asumido dónde se encuentra.

Debe ser que no se encuentra, que no se halla. Ese es el problema principal de Alberto Núñez Feijóo desde que lo nombraron presidente del Partido Popular, que no consigue dar la talla de líder que se esperaba de él, acaso la que él mismo esperaba tras su larga experiencia de trece años como presidente de la Xunta de Galicia y, antes que eso, en la política nacional en los Gobiernos de Aznar, otros siete años, primero en Sanidad y luego en Correos. Veinte años en puestos de primer nivel dan, evidentemente, para asentar en un político un bagaje suficiente de experiencia política. Pero no, cualquier comentario que se haga, o que se escucha, en el Partido Popular siempre acaba rondando la misma impresión extendida, esta de que Alberto Núñez Feijóo no está respondiendo a las expectativas que había levantado. Y no se dice como frustración, tampoco como una decepción o un chasco, sino como la consecuencia de un periodo de adaptación que no termina.

Como queda dicho, el propio Núñez Feijóo debe ser consciente de esa insatisfacción y, por eso, para intentar recolocarse, ha decidido remodelar su entorno. Lo ha hecho como quien cambia los muebles del cuarto y pinta las paredes de otro color para borrar de su memoria los remordimientos de un chasco amoroso. Que nada recuerde lo pasado, volvamos a empezar. Esas estrategias resultan efectivas cuando van acompañadas de cambios profundos en la persona. Si no es así, todo se reduce a algo superficial, mero maquillaje. En todo caso, lo importante ahora es que esa remodelación denota el reconocimiento de un problema interno que hay que solucionar. Alberto Núñez Feijóo es un líder desubicado, por eso estos cambios en el Partido Popular, este revuelo de nombres que entran y que salen, que vuelven o que se alejan.

La llegada de Feijóo, como todo recordamos, se produjo después de que Isabel Díaz Ayuso moviera, sansónica, las columnas del Partido Popular provocando un terremoto que acabó con Pablo Casado, sepultado en un par de días, cuando el techo se le cayó encima. Sobre esos escombros llegó, por aclamación, el líder gallego que, desde hacía años, figuraba en todas las quinielas como el favorito para suceder a Mariano Rajoy.

El primer espejismo que padecimos entonces con la llegada de Feijóo fue, precisamente, consecuencia de esa convulsión. Nada más instalarse en la sede del PP en la calle Génova, el partido entero se tranquilizó, se normalizó, se amansaron las aguas turbulentas, y el electorado del centroderecha volvió a confiar en esas siglas, que estaban hundiéndose poco a poco. Fue un espejismo porque la normalización se produjo por el cambio mismo, por la extirpación del problema interno, y no tanto por decisiones que hubiera tomado el propio Feijóo o por su discurso como nuevo líder de los populares. Empezamos a ver un partido que recuperaba, progresivamente, el pulso electoral en cuanto los ciudadanos comprobaron que sus dirigentes habían dejado de apuñalarse en público. Ese es el efecto que, en política, siempre se ha conocido como jaula de grillos, las peleas internas de los partidos políticos, un ácido corrosivo para las expectativas electorales.

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De todas formas, aunque Feijóo se mantuviera a ralentí en sus enfrentamientos con Pedro Sánchez, sin lograr nunca marcar la agenda política o poner en apuros reales al Gobierno, la normalización del partido sí le vino muy bien a muchos dirigentes regionales y locales, que avanzaron decididos en la recuperación del PP de las grandes mayorías. Las comunidades de Madrid y Andalucía, fundamentalmente, hicieron de ariete para que en las elecciones municipales y autonómicas del pasado mes de mayo el Partido Popular tiñera de azul todo el mapa de España, con un poder institucional abrumador, como ha ocurrido pocas veces en democracia. También eso produjo un espejismo.

El primero en intuirlo, demostrando una valiosa capacidad de reacción, fue el líder socialista, astuto y veloz. En las elecciones de julio pasado, a Alberto Núñez Feijóo se le desplomaron las expectativas electorales, como a Pablo Casado se le cayó encima la sede del Partido Popular. Ha tardado seis meses en reponerse, en sacar la cabeza de los escombros. Estuvo sonado todo el verano, noqueado, repitiéndose a sí mismo que había ganado las elecciones, sin asumir que no podría gobernar, demorando inexplicablemente un discurso de oposición a la altura de la gravedad de los problemas creados por la mayoría parlamentaria que ha formado gobierno.

En su frustrado debate de investidura, resurgió, y pudo recordarle a muchos la idealización del líder que esperaban cuando llegó desde Galicia a la presidencia del Partido Popular. Podemos verlo como un instante de lucidez o de reafirmación personal, de recuperación, y quizá sea eso mismo lo que intenta extender ahora con los cambios que ha realizado en la estructura del partido, en el entorno que le rodea como presidente. Está bien que lo haga, pero se equivocará de nuevo si considera que, al cambiar los muebles de sitio, se solucionan los problemas que existen. Feijóo tiene pendiente cumplir las expectativas que levantó como líder político.

El déficit es de solidez personal, la carencia es la de un discurso de hombre de Estado, la insatisfacción procede de la ambigüedad. Esa es la exigencia, la que quizá el propio Feijóo se hace a sí mismo. La de encontrarse. Un líder desubicado… La expresión, por cierto, debe tomarse con su significado en español, nunca en el de Argentina. Entre los españoles, un desubicado es alguien que ha perdido la orientación, que no sabe dónde se encuentra o qué dirección tomar. En Argentina, "desubicado" es insulto muy utilizado; un insulto con apariencia de amable gracias a la especialización lingüística del país donde mejor se insulta. Un desubicado en Argentina es alguien que no se comporta adecuadamente, un irrespetuoso, la típica persona que siempre tiene un comentario fuera de lugar para sacar de quicio una conversación. Aclaremos, pues, que Feijóo es un desubicado español. Solo necesita decidir qué dirección tomar, una vez que ya ha asumido dónde se encuentra.

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Núñez Feijóo, el líder desubicado

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03.12.2023

Debe ser que no se encuentra, que no se halla. Ese es el problema principal de Alberto Núñez Feijóo desde que lo nombraron presidente del Partido Popular, que no consigue dar la talla de líder que se esperaba de él, acaso la que él mismo esperaba tras su larga experiencia de trece años como presidente de la Xunta de Galicia y, antes que eso, en la política nacional en los Gobiernos de Aznar, otros siete años, primero en Sanidad y luego en Correos. Veinte años en puestos de primer nivel dan, evidentemente, para asentar en un político un bagaje suficiente de experiencia política. Pero no, cualquier comentario que se haga, o que se escucha, en el Partido Popular siempre acaba rondando la misma impresión extendida, esta de que Alberto Núñez Feijóo no está respondiendo a las expectativas que había levantado. Y no se dice como frustración, tampoco como una decepción o un chasco, sino como la consecuencia de un periodo de adaptación que no termina.

Como queda dicho, el propio Núñez Feijóo debe ser consciente de esa insatisfacción y, por eso, para intentar recolocarse, ha decidido remodelar su entorno. Lo ha hecho como quien cambia los muebles del cuarto y pinta las paredes de otro color para borrar de su memoria los remordimientos de un chasco amoroso. Que nada recuerde lo pasado, volvamos a empezar. Esas estrategias resultan efectivas cuando van acompañadas de cambios profundos en la persona. Si no es así, todo se reduce a algo superficial, mero maquillaje. En todo caso, lo importante ahora es que esa remodelación denota el reconocimiento de un problema interno que hay que solucionar. Alberto Núñez Feijóo es un líder desubicado, por eso estos cambios en el Partido Popular, este revuelo de nombres que entran y que salen, que vuelven o que se alejan.

La llegada de Feijóo, como todo recordamos, se produjo después de que Isabel Díaz Ayuso moviera, sansónica, las columnas del Partido Popular provocando un terremoto que acabó con Pablo Casado, sepultado en un par de días, cuando el techo se le cayó encima. Sobre esos escombros llegó, por aclamación, el líder gallego que, desde hacía años, figuraba en todas las quinielas como el favorito para suceder a Mariano Rajoy.

El primer espejismo que padecimos entonces con la llegada de Feijóo fue, precisamente, consecuencia de esa convulsión. Nada más instalarse en la sede del PP en la calle Génova, el partido entero se tranquilizó, se normalizó, se amansaron las aguas turbulentas, y el electorado del centroderecha volvió a confiar en esas siglas, que estaban hundiéndose poco a poco. Fue un espejismo porque la normalización se produjo por el cambio mismo, por la extirpación del problema interno, y no tanto por decisiones que hubiera tomado el propio Feijóo o por su discurso como nuevo líder de los populares. Empezamos a ver un partido que recuperaba, progresivamente, el pulso electoral en cuanto los ciudadanos comprobaron que sus dirigentes habían dejado de apuñalarse en público. Ese es el efecto que, en política, siempre se ha conocido como jaula de grillos, las peleas internas de los partidos políticos, un ácido corrosivo para las expectativas........

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