La muerte de Antonio Burgos me sorprendió en Nueva York. No la esperaba tan pronto, se ha muerto sin embargo a la edad que marcan las estadísticas para los hombres españoles: entre 80 y 83. Yo admiraba y admiro al maestro y más a estas alturas de mi vida en la que ya no le miro el carnet de identidad a nadie, sólo me guío por su trabajo, actitud y aptitud ante la vida, he ahí la savia que dan los años. Habré charlado con Burgos una o dos veces, no me prodigo demasiado, yo diría que demasiado poco, tal vez porque mi cabeza está llena siempre de inquietudes y nunca estoy solo con mi soledad, tal vez, ya, a estas alturas, por cansancio.

Lamentamos su muerte porque nos enseñaba vida desde su personalísimo punto de vista, sin traicionarse a sí mismo. Debió ser director de ABC, que otros más informados que yo digan las causas de que no llegara a ese puesto, aunque, ya, qué más da. Yo me formé, entre otros muchos, con los textos que Burgos publicaba durante el tardofranquismo y la Transición en el semanario Triunfo. Consulté su valiente y oportuno libro Andalucía, ¿tercer mundo? (1972). Se la jugó ahí a nivel personal y profesional, lo digo por los ingenuos e incautos progres que estos días han estado “celebrando” su muerte en las redes sociales. No sé ellos qué habrían hecho en 1972, ahora desde luego es fácil hablar y opinar gracias en parte a que existieron hombres como Antonio Burgos.

Su libro Folklore de las cofradías de Sevilla es de obligada consulta como hice yo cuando estaba elaborando mi tesina en un doctorado en Antropología Cultural. Va más allá de eso que llaman sevillanía, es un texto académico -lo edita la Universidad de Sevilla todavía- producto del estudio y la observación, lo de la sevillanía se lo pueden guardar en sus cajones mohosos los que creen tener el monopolio del concepto que pasa necesariamente por ser cofrade, creyente, beber Cruzcampo, asistir a los toros y por supuesto ser futbolero y hasta rociero. No, Sevilla es mucho más que eso, por fortuna, y aspira a ser más, a pesar de ciertos sevillanos.

Lo que hacía Burgos era observar, estudiar y recoger con un estilo propio, audaz y ágil, que proyectó nacional e internacionalmente, lo que él veía a su alrededor, pensando en el público al que quería dirigirse y en sus propios principios. He vivido un tiempo en que sus columnas eran tema de conversación habitual. Claro que creaban opinión y estaban elaboradas con una socarronería extraordinaria. Nunca olvidaré la que le dedicó al poeta Pepe Cala cuando a Pepe le dio por pedirle a la Telefónica que lo registrara en las páginas amarillas en el apartado “Poetas”, que no existía. Pepe Cala andará por ahí, hace años que no lo veo, espero que esté lo mejor posible. Pepe es el falangista más coherente que he conocido. Cuando yo era rojo de verdad hablábamos bastante y me asombraba con sus irreproducibles reflexiones, será porque los extremos se tocan, aunque en mi caso hace muchos años que soy rojo a título personal e intransferible. No me interesa que nadie lo sea porque es una entelequia, una emoción.

Dejo para el final la verdadera causa que me ha llevado a escribir sobre Antonio Burgos tras su muerte, es algo que nunca he hecho público. Su diario lanzaba a finales de los 80 campañas tremendas contra los que consideraba sus rivales. En una de ellas, contra Luis Yáñez, Secretario de Estado de Cooperación Internacional y para Iberoamérica en la época de Felipe González, aparecí yo como corresponsal de La Vanguardia en Andalucía y exredactor de Mundo Obrero a finales de los 70. Eran los prolegómenos de la Expo, cuando se habló de Ricardo Bofill como responsable máximo de la Expo ante la oposición furibunda de sectores de poder sevillanos. Desde mi puesto de corresponsal de La Vanguardia, como es lógico, tenía que dedicarle al tema bastante tiempo y apostar por Bofill. Y ahí, en una campaña de desprestigio contra un político, que ni me iba ni me venía, aparecí con la mala leche de relacionar mi nombre con el diario del Partido Comunista de España. Eso me costó otro puesto de trabajo que ocupaba en una institución empresarial (hay que sobrevivir), se jugó con la comida de mi familia y con la mía.

En esos días, estando en mi casa de Triana, sonó el teléfono. Era Antonio Burgos que me llamaba a título personal para decirme que se desmarcaba de esa línea editorial que tanto daño me iba a hacer y hacía a otras personas. Gracias Antonio, eso lo dice todo de ti, cuéntale a tu Dios cómo funcionan las cosas por las alturas del poder que de eso sabías tela marinera. Feliz Navidad.

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¿Por qué lamentamos tanto la muerte de Antonio Burgos?

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24.12.2023

La muerte de Antonio Burgos me sorprendió en Nueva York. No la esperaba tan pronto, se ha muerto sin embargo a la edad que marcan las estadísticas para los hombres españoles: entre 80 y 83. Yo admiraba y admiro al maestro y más a estas alturas de mi vida en la que ya no le miro el carnet de identidad a nadie, sólo me guío por su trabajo, actitud y aptitud ante la vida, he ahí la savia que dan los años. Habré charlado con Burgos una o dos veces, no me prodigo demasiado, yo diría que demasiado poco, tal vez porque mi cabeza está llena siempre de inquietudes y nunca estoy solo con mi soledad, tal vez, ya, a estas alturas, por cansancio.

Lamentamos su muerte porque nos enseñaba vida desde su personalísimo punto de vista, sin traicionarse a sí mismo. Debió ser director de ABC, que otros más informados que yo digan las causas de que no llegara a ese puesto, aunque, ya, qué más da. Yo me formé, entre otros muchos, con los textos que Burgos publicaba durante el tardofranquismo y la Transición en el semanario Triunfo. Consulté su valiente y oportuno libro Andalucía, ¿tercer mundo? (1972). Se la jugó ahí a nivel personal y profesional,........

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