Bastián Romero es investigador Fundación para el Progreso.

Intimidados por la adopción de una tecnología innovadora, la Sociedad Anti automóvil de Agricultores de Pensilvania (EE.UU.) del siglo XIX presionó a sus políticos para aprobar una ley que obligara a los vehículos motorizados a detenerse completamente ante cualquier encuentro con ganado en la carretera, teniendo que, desarmar el vehículo y esconderlo entre los arbustos para no asustar a los animales —señala el historiador, Robert Karolevitz. El lobby funcionó y la Asamblea General de Pensilvania aprobó esa ley de forma unánime, para luego —afortunadamente— ser vetada por el gobernador de entonces, Daniel Hastings.

En Reino Unido existió el mismo tipo de regulación que protegía los intereses de los incumbentes en la industria del transporte. Disfrazadas de regulaciones para prevenir accidentes, las «Red Flag Laws» (1865-1896) establecieron que cada vehículo motorizado debía siempre ser precedido de una persona —a pie— flameando una bandera roja en son de alerta y precaución. Con esto, obviamente, los vehículos no podían ser usados para lo que habían sido creados: ir más rápido y con mayor eficiencia que un caballo. En la actualidad, estas leyes serían inmediatamente tildadas de ridículas.

No es sorpresa y tampoco está mal que quienes se ven afectados por un cambio se organicen y busquen proteger sus intereses. Sin embargo, la decisión de salvar una industria decadente en desmedro de innovaciones que facilitan la vida de las personas recae en nuestros políticos. Y, como nos enseña la historia, cuando el valor creado por las nuevas tecnologías es suficientemente grande, su adopción es inevitable, y las regulaciones con fin de proteger los privilegios de algunos solo terminan retrasando la llegada de los beneficios a las personas.

En Chile, la «Ley Uber» y su reglamento son un ejemplo más de regulaciones que, con ánimos de proteger los intereses de un grupo (los taxis), retrasan la innovación. Distintos estudios ya han advertido que las estipulaciones de la ley y su reglamento tendrían efectos negativos en el desempleo especialmente en el de las mujeres—, en el tiempo de viaje —especialmente en las comunas periféricas y rurales—, en la libre competencia, y hasta en el nivel de contaminación de nuestro aire.

Según el Ministerio de Transportes de Chile, estas regulaciones nacen de la necesidad de «emparejar la cancha» entre los taxis y las EAT. Pero, las regulaciones que perjudican a los consumidores (pasajeros), a los proveedores (conductores) y hasta a la naturaleza, solo pueden llamarse pésimas.

La clave del asunto es que nuestros legisladores y el Ministerio de Transportes no entienden el negocio de las EAT. A diferencia de los taxis, las EAT no venden transporte, sino una reducción en los costos de transacción, y lo hacen a través de tres aristas que otros medios de transporte no tienen: (1) las EAT triangulan la ubicación espacio-tiempo según el origen y el destino del pasajero y la trayectoria que ya llevaba el conductor; (2) las EAT usan los smartphones para las transferencias entre pasajero y conductor (de dinero y de información); (3) las EAT generan confianza a través de su transparencia de precios y de su sistema de reseñas, ya que los pasajeros y, especialmente los conductores, tienen un alto incentivo para cuidar su reputación. Cada uno de estos puntos está explicado con mayor detalle por Michael Munger en su libro Tomorrow 3.0 Transaction Costs and The Sharing Economy.

La razón por la que los taxis han perdido competitividad frente a las EAT es que su modelo de negocio no ofrece ninguna de esas tres características. Andar en taxi es muy costoso, no necesariamente porque el precio sea más alto —aunque, en general, lo es—, sino porque transportarse en taxi es mucho más inconveniente. «Emparejar la cancha» entre dos grupos con tamañas diferencias en su operación no tiene sentido, sobre todo si el emparejamiento consiste en hacer más costoso un servicio cuya principal gracia es ser más conveniente.

La industria del transporte está en constante cambio. Los vehículos autónomos conducidos por inteligencia artificial (sin un humano) ya operan en otros lugares del mundo. ¿Qué harán nuestros políticos cuando tengan que lidiar con eso y los conductores de las EAT empiecen a presionarlos para asegurar sus privilegios? La tarea es difícil pero la receta es simple: estudiar cómo funcionan las innovaciones, y si los beneficios de estas superan los costos, regular acorde. Pero, ceder ante las presiones de grupos de interés como pasó en Pensilvania y Reino Unido solo terminará perjudicándonos a todos.

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Ley Uber: ¡son los costos de transacción!

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17.01.2024

Bastián Romero es investigador Fundación para el Progreso.

Intimidados por la adopción de una tecnología innovadora, la Sociedad Anti automóvil de Agricultores de Pensilvania (EE.UU.) del siglo XIX presionó a sus políticos para aprobar una ley que obligara a los vehículos motorizados a detenerse completamente ante cualquier encuentro con ganado en la carretera, teniendo que, desarmar el vehículo y esconderlo entre los arbustos para no asustar a los animales —señala el historiador, Robert Karolevitz. El lobby funcionó y la Asamblea General de Pensilvania aprobó esa ley de forma unánime, para luego —afortunadamente— ser vetada por el gobernador de entonces, Daniel Hastings.

En Reino Unido existió el mismo tipo de regulación que protegía los intereses de los incumbentes en la industria del transporte. Disfrazadas de regulaciones para prevenir accidentes, las «Red Flag Laws» (1865-1896) establecieron que cada vehículo motorizado debía siempre ser precedido de una persona —a pie— flameando una bandera roja en son de alerta y precaución. Con esto, obviamente, los vehículos no podían ser usados para lo que habían sido creados: ir más........

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