La música colombiana nunca se acaba. En época prenavideña, la radio es un surtidor de canciones populares fraguadas en el último siglo. Los viejos juglares, en su mayoría muertos, reviven con voces humildes y sones que fundaron la genuina unidad nacional. Cada gran zona geográfica es una galaxia melódica independiente, pero basta el primer compás de una de sus composiciones para que en el baile se haga la paz total.

No hay necesidad de recordar la letra completa, es suficiente tararear algún fragmento para entrar de inmediato en la onda colombiana. Los instrumentos no requieren esfuerzos memoriosos, sus fuelles, golpes, rasgados, soplos o silbidos despiertan de inmediato una vibración en el interior de todas las generaciones.

De ahí que las fiestas de fin de año podrían declararse patrimonio histórico y cultural de la república. Es increíble la argamasa presente en los sonidos nacionales. Costeños del Caribe y del Pacífico, antioqueños, llaneros, andinos, isleños, pueden estar en desacuerdo en muchos temas. Incluso pueden matarse a machetazos. Pero cuando suenan las tonadas legendarias, se juntan y llegan a un acuerdo sobre lo fundamental.

Acordeón, trompeta, caja, maracas, clarinete, tambores, arpa, cuatro, guitarra, guacharaca, marimba e intermedias configuran la palpitación y ondulación ante las cuales nadie se resiste. Hay una hipnosis que opera en el cajón del pecho, luego de subir desde el estómago y bajar desde los oídos.

Entonces viene el meneo, pues nadie se sustrae de la danza, así no sepa bailar según los cánones del rigor. El aguardiente y el biche compaginan con este estremecimiento para prolongar la dicha hasta que salga el sol. Esta música es orgánica, se distribuye por todas las partes del cuerpo y anima en especial al alma.

Cuando alguien viaja al exterior y pasa lejos un tiempo, de repente siente un entumecimiento en su purísimo ser natural. Es la ausencia del sonido, del tam tam africano y de la melancolía indígena. Así es como la tierra jala con su memoria sembrada en las células.

En años recientes, folcloristas formados en la academia y mordidos desde niños por la música propia, se van a rescatar a los compositores en sus pueblos y a las cantaoras en sus ranchos de paja. Los graban con aparatos modernos, los acompañan respetuosamente con entonaciones contemporáneas y ondas industriales. Luego los lanzan a los siglos venideros.

Aquellos cantores autóctonos, aun sin saber leer, han aprendido de las palomas guarumeras y del pájaro macuá un lenguaje que viene desde cuando los continentes estaban unidos. Por eso no pasan de moda, por eso se mueren y siguen viviendo.

Ser colombiano es también llevar por dentro el arpegio de las músicas multitudinarias. Estas son invencibles porque nacieron sin que nadie quisiera venderlas y se pegaron a la esencia del ser nacional. Dichoso el pueblo que cuenta con semejante tesoro, nacido antes de los institutos, los gobiernos, las leyes, las fiscalías.

arturoguerreror@gmail.com

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Es momento de pegar un grito vagabundo

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15.12.2023

La música colombiana nunca se acaba. En época prenavideña, la radio es un surtidor de canciones populares fraguadas en el último siglo. Los viejos juglares, en su mayoría muertos, reviven con voces humildes y sones que fundaron la genuina unidad nacional. Cada gran zona geográfica es una galaxia melódica independiente, pero basta el primer compás de una de sus composiciones para que en el baile se haga la paz total.

No hay necesidad de recordar la letra completa, es suficiente tararear algún fragmento para entrar de inmediato en la onda colombiana. Los instrumentos no requieren esfuerzos memoriosos, sus fuelles, golpes, rasgados, soplos o silbidos despiertan de inmediato una vibración en el interior de todas las generaciones.

De ahí que........

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