Los recicladores y sus carretas de madera son la estampa ambulante de la miseria en Bogotá. Arrastran un globo terráqueo por las orillas de las avenidas, y los demás ciudadanos no pueden imaginar cómo logran sobrevivir. Desde las ventanas los observan escarbando entre las bolsas de basura de los edificios, e ignoran su suerte el resto de la noche.

Cuando van en transporte público o en carros particulares cruzan al lado de la altura de chécheres apretados con cartones. Recuerdan que antes los que jalaban eran caballos huesudos, hasta cuando la alcaldía los prohibió hace diez años. Ahora la fuerza la hacen hombres delgados, muchos de tercera edad, algunos inmigrantes venezolanos. Los paseantes no logran imaginar en qué lejana bodega concluirá esta tracción.

La jornada comienza al fin de la tarde, cuando el resto de la humanidad se dispone a descansar. Atisban las canecas llenas de talegas que aguardan el paso de los camiones recogedores. Entonces despliegan un desorden de cachivaches y son las mujeres las que seleccionan... esto sí, esto no. De este modo van llenando la carreta, que forran con las piezas de cartón más grandes.

La buena mercancía la componen papel, vidrio, lata, plástico, todo aquello que reabsorba la máquina productiva social. La clasifican en enormes bolsas que arruman hasta el cielo de los pobres. Por lo general dejan limpia la acera y continúan a la siguiente búsqueda.

Una vez terminada la recolección, viene el largo y esforzado trabajo de los hombres. Entre dos palos y con una faja que les ciñe el pecho, a manera de cincha, tiran del arrume organizado y amarrado, desde el norte hasta el sur o suroccidente capitalino. Allí aguardan las bodegas que pesan y calculan los kilos recogidos.

A horas imposibles de la madrugada viene la búsqueda del cuarto para dormir y hacer una comida como para pajaritos. La noche en que no repiten su rutina, no comen. ¿No les saldría más fácil y productivo dedicarse a la mendicidad, a pedir cualquier monedita en Transmilenio luego de pedir perdón a los pasajeros por interrumpir su valioso tiempo?

Es posible, pero se vería atropellado su orgullo. El carretero, el reciclador, ejerce un trabajo y mantiene su dignidad. El pordiosero se arrodilla en público y exhibe su pobreza como única forma de no morirse de hambre él y su familia. Que entre el diablo y escoja, pero estas son las salidas extremas que ofrece la sociedad.

En el lado opuesto, el de quienes tienen y mantienen un nivel de vida al menos respirable, está la gente del común. Es la porción del mundo al vuelo. La de los carreteros es la del mundo al ruedo. En efecto, las llantas de las carretas son ruedas viejas de automóvil, ya no aptas para circular, pero acomodadas por la habilidad de los recicladores.

Las largas avenidas ofrecen, así, un doble espectáculo de faenas separadas por siglos de tecnología. Lo increíble es que todavía subsistan los carreteros, que sobreviven desde cuando media humanidad llevaba en hombros a la otra media a lo largo de caminos de herradura y barro.

arturoguerreror@gmail.com

QOSHE - Los carreteros y su mundo al ruedo - Arturo Guerrero
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Los carreteros y su mundo al ruedo

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01.12.2023

Los recicladores y sus carretas de madera son la estampa ambulante de la miseria en Bogotá. Arrastran un globo terráqueo por las orillas de las avenidas, y los demás ciudadanos no pueden imaginar cómo logran sobrevivir. Desde las ventanas los observan escarbando entre las bolsas de basura de los edificios, e ignoran su suerte el resto de la noche.

Cuando van en transporte público o en carros particulares cruzan al lado de la altura de chécheres apretados con cartones. Recuerdan que antes los que jalaban eran caballos huesudos, hasta cuando la alcaldía los prohibió hace diez años. Ahora la fuerza la hacen hombres delgados, muchos de tercera edad, algunos inmigrantes venezolanos. Los paseantes no logran imaginar en qué lejana bodega concluirá esta........

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