No me perdonan mis estudiantes que me vaya del colegio. Me acusan de todo. Que los dejo solos, que los traicioné, que me espere dos años más o al menos uno más. Claro, algunos habrá para quienes mi partida les es indiferente o incluso una buena noticia. Pero en general no me lo perdonan. A diferencia de otros colegios que he amado, en este caso me voy por mi propia voluntad y decisión. Juzgué que ya era tiempo. No culpo a los lectores si les parece impúdico que escriba sobre lo que escribo. Y claro, si me esperan tres párrafos, tal vez cambien de opinión, o se despachen contra mí en el muro que tienen para ello.

Un maestro debe enseñar a sus estudiantes a prescindir de él. Poco a poco. En un proceso lento y en espiral. No tiene una lógica única, y es más intuitivo que discursivo o estrictamente racional. Los verdaderos maestros van desapareciendo lentamente, hasta volverse casi invisibles, hasta convertirse en un recuerdo amable, en una evocación perdurable. De lo contrario, es muy difícil que el discípulo vaya adquiriendo vida propia, se vaya haciendo cargo de sí mismo y de su identidad, de momento apenas visible bajo el agua de su propia existencia. En general, debo admitirlo, el sistema escolar no cede muchos espacios para reconocerse. Más bien al contrario. Estamos llenos los maestros de mecanismos para fortalecer la heteronomía. Los soporíferos planes de estudio, la misma disposición del aula que solo permite mirar las nucas de los compañeros, los unilaterales códigos de evaluación, entre muchos otros.

Aunque las cosas se han movido para dar paso a ambientes educativos más colaborativos y atractivos, lo cierto es que a la pregunta de qué recordamos de nuestros maestros de la escuela primaria y el bachillerato habría que contestar que no mucho de lo que nos enseñaron. Porque además en muchos casos las disciplinas eran una ensalada de cosas sabidas y aprendidas con poco sentido y con muy poca conexión con la vida real. No digo que siempre. Pero casi.

De mis buenos maestros recuerdo su actitud ante el mundo. Su sentido de la justicia tanto como su sentido del humor, su dulzura exenta de blanduras, su severidad desprovista de durezas. Recuerdo su esperanza en la especie humana tanto como su escepticismo en el futuro. Eso es lo que importa. La pasión por aquellas cosas en las que estaban empeñados en mostrarnos, la exigencia a la medida de cada uno de sus discípulos, y la bondad esparcida para todos, sobre todo para los más enredados, los que tenían un fondo más turbio. Un buen maestro, como los cohetes, se va desprendiendo del fuselaje de sus estudiantes para que puedan elevarse gracias a él, pero sin él, para que pueda quedar la cápsula de cada uno de ellos en mitad de los misterios de la vida y de la muerte. No hay un solo cohete que termine en lo alto como empezó en la tierra. Si mis estudiantes llegasen a recordarme un poco así, me sentiré menos frustrado de haberlos dejado.

De lo contrario, siempre habrá tiempo para seguir aprendiendo. Siempre.

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El Cohete

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31.01.2024

No me perdonan mis estudiantes que me vaya del colegio. Me acusan de todo. Que los dejo solos, que los traicioné, que me espere dos años más o al menos uno más. Claro, algunos habrá para quienes mi partida les es indiferente o incluso una buena noticia. Pero en general no me lo perdonan. A diferencia de otros colegios que he amado, en este caso me voy por mi propia voluntad y decisión. Juzgué que ya era tiempo. No culpo a los lectores si les parece impúdico que escriba sobre lo que escribo. Y claro, si me esperan tres párrafos, tal vez cambien de opinión, o se despachen contra mí en el muro que tienen para ello.

Un maestro debe enseñar a sus estudiantes a prescindir de él. Poco a poco. En un proceso lento y en espiral. No tiene una........

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