Le debo a mi querido amigo y traductor, Albert Bensoussan, el curioso concepto de “no creyente, practicante”. Una vez, hace años, paseándonos por las calles de Bogotá, Albert me preguntó si yo sabía dónde encontrar una sinagoga. Yo recordaba una y nos encaminamos hacia allá. En el trayecto me atreví a insinuarle que me parecía algo raro, conociéndolo, que él quisiera ir a la sinagoga. Era un sábado por la mañana, además, y él me mostró que en la bolsa llevaba una kipá y un talit, el manto de oración. No sólo quería ir a la sinagoga, sino que esperaba poder rezar. Una demostración más de lo arbitrarias que son las ceremonias, le comenté, es que tanto los musulmanes como los judíos, en señal de respeto, se cubren la cabeza, mientras que en ámbito católico, al contrario, nos la descubrimos, o sea, “nos quitamos el sombrero”.

Albert me explicó que, para él, miembro de una comunidad que en su niñez estuvo en grave peligro de ser masacrada casi hasta la extinción, se le había vuelto más que necesario, imperativo, resguardar y conservar ciertas tradiciones, así él no les diera su sentido religioso original, sino simplemente el carácter de un gesto para afirmar la existencia, como una forma de resistencia cultural. De ahí que él, como judío, se consideraba “no creyente, practicante”.

Recordé entonces que también una amiga mía musulmana, francesa de origen sirio-libanés, solía usar en Marsella (no en el Líbano) el velo característico de ciertas devotas de su país. No lo llevaba, decía, por ser creyente, sino por la pica, es decir, para combatir el anti-islamismo ambiente, portando con orgullo ciertos distintivos de su cultura de origen porque le fastidiaba que fueran objeto de discriminación.

Escribo esto el primer día de diciembre de este año y este va a ser mi primer artículo de este mes. El sonido mismo de la palabra diciembre y hasta el color del cielo, se tiñen para mí con los azules y dorados soles de la infancia. Diciembre, en mi casa, significaba que se sacaban las cajas del pesebre y se empezaba a planear su ubicación y las novedades que tendría ese año. Hay que reconocer que los primeros pasos no eran nada ecológicos, pues íbamos al bosque a cortar un pino en pleno crecimiento y, peor aún, a buscar y llevarnos en bulto grandes cantidades de musgo húmedo y fresco.

Mi niñez se acabó hace más de medio siglo y desde cuando me fui de la casa no creo haber puesto nunca un adorno de Navidad. El árbol con sus bolas de falsas manzanas me parece feo. La nieve en el trópico me resulta ridícula. El pesebre, sin embargo, nunca ha dejado de parecerme bonito. Por eso este año, hoy mismo, primero de diciembre, quizá por ese regreso a la infancia que sufrimos los viejos, resolví comprarme un pequeño pesebre, casi vergonzante, para poner en la sala. Es diminuto, casi invisible, y tiene apenas seis figuras: María y San José, el niño, los tres reyes magos, Melchor, Gaspar y Baltazar, y los dos animales canónicos, el burro y el buey.

Busqué en los evangelios y no vi burros ni bueyes por ninguna parte. Al parecer los mamíferos fueron introducidos por San Francisco de Asís, que tenía obsesión por los animales y decía apoyarse en los evangelios apócrifos para incluirlos en su Nacimiento. Quizá el pesebre me guste porque, aunque las tres grandes religiones monoteístas prohíben terminantemente la adoración de figuras, bien sea de ídolos animales o de representaciones humanas, en el pesebre se puede adorar a un niño y a quienes lo protegen. Un viejo ya incapaz de fecundar que le cree a su joven mujer que fue preñada por el Espíritu Santo. Una virgen madre. Tres magos con regalos, un negro entre ellos. Y dos animales de cálido aliento para calentar al niño. El pesebre tiene un viejo encanto politeísta. Y yo, que no creo en Dios ni en dioses, al menos con el pesebre pienso declararme un no creyente, practicante. Un culto, al fin, a lo que nace, a un niño, y no a lo que se muere, un joven crucificado.

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No creyente, practicante

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03.12.2023

Le debo a mi querido amigo y traductor, Albert Bensoussan, el curioso concepto de “no creyente, practicante”. Una vez, hace años, paseándonos por las calles de Bogotá, Albert me preguntó si yo sabía dónde encontrar una sinagoga. Yo recordaba una y nos encaminamos hacia allá. En el trayecto me atreví a insinuarle que me parecía algo raro, conociéndolo, que él quisiera ir a la sinagoga. Era un sábado por la mañana, además, y él me mostró que en la bolsa llevaba una kipá y un talit, el manto de oración. No sólo quería ir a la sinagoga, sino que esperaba poder rezar. Una demostración más de lo arbitrarias que son las ceremonias, le comenté, es que tanto los musulmanes como los judíos, en señal de respeto, se cubren la cabeza, mientras que en ámbito católico, al contrario, nos la descubrimos, o sea, “nos quitamos el sombrero”.

Albert me explicó que, para él, miembro de una comunidad que en su niñez estuvo en grave peligro de ser masacrada casi hasta la extinción,........

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