László Krasznahorkai, que nació en Hungría por la época en que los soviéticos emprendieron el sano programa de invadir países de menos de once kilómetros cuadrados, ha sucumbido a la peste que afecta a los escritores que ganan premios (ha recibido el Sándor Márai, el Estatal de Austria, el Booker Internacional, el Formentor y llegará el día en que le inflijan el Nobel) y se sientan a conferir entrevistas a reporteros deslumbrados de diarios de tiraje universal: sentenciar. Aseverar. Sermonear. Decir boberías.

En 1580, Michel de Montaigne admitía al inicio de sus Ensayos: “Yo mismo soy la materia de mi libro”. Cuatro siglos después, ciego y buen descifrador de la luz, Leandro Díaz lo duplicaba: “Yo mismo soy mi tema”. Pero Krasznahorkai, envalentonado por el imperio del micrófono, ha optado por desdeñar sin meditación la doctrina Montaigne-Díaz en favor de una que tiene apariencia de humildad, pero desconoce la historia y los fundamentos de la literatura. “Yo escribo sobre gente que ha experimentado y vivido [la tradición], no sobre mí mismo —dijo Krasznahorkai en una entrevista hace un tiempo con El País—. Hay gente mucho más interesante que yo. Si no entiendes esto no podrás ser novelista. Hablar de uno mismo es algo que haces con tu esposa o tu exesposa”. Con su declaración, Krasznahorkai se afilia a la sociedad creciente de escritores que descree de los libros cuyas historias están marcadas por las vicisitudes de la vida del escritor (aquello que hoy se llama por moda “autoficción”) y de paso se muestra en oposición a todo diálogo íntimo con una psicóloga, salvo que la psicóloga sea también su esposa. O su exesposa.

En justicia, Krasznahorkai parece estar atacando sobre todo la proliferación de libros en que la transcripción secretarial de la rutina y la tragedia de la vida, sin desdoblamiento estético ni vuelo artístico, se considera suficiente para la composición de una obra de arte (Cuchillo, de Salman Rushdie, es la entrega más reciente; Fosse también consignaría en ese renglón de infamia las memorias sin filtro de Knausgård).

En efecto: esos libros son un horror.

Mejor dicho: son un horror.

Pero Krasznahorkai condena también la posibilidad de que los avatares íntimos suministren una cierta arcilla que acabe por conseguir, mediante el tratamiento minucioso de los instrumentos literarios, la densidad y la prodigalidad de una obra de arte y además el don de hablar a la vez de sí misma y de las otras cosas del mundo. Y no sólo suprime esa posibilidad, sino que determina, con la certidumbre que se contrae al contacto con los resplandores de magnesio de las cámaras, que cualquier escritor que conciba sus refriegas vitales como abono de historias “no podrá ser novelista”. Para un escritor que se codea a diario con los medios de comunicación, Krasznahorkai parece no haberse enterado de la noticia de que la literatura, a lo largo del siglo pasado pero también a lo largo de todos los siglos desde el Gilgamesh, es un tren de cristal atiborrado de experiencias del mundo privado.

“No podrá ser novelista”: Krasznahorkai prefiere olvidar las novelas de Proust y de Beckett, que son la suma trastocada de su paso por la tierra, y también (extrañamente: ha dicho que su obra es su “biblia”) las de Kafka, que no están menos ancladas en los espasmos de la psique por haber sido escritas en una tercera persona cuyo tono sobrio de registro suscita una ilusión de desapego. El ejemplo más convincente de que incluso al escribir sobre los demás se está escribiendo sobre uno mismo son las novelas de García Márquez: su autor sostenía que los cuentos de juventud de Ojos de perro azul nunca habían terminado de cuajar por la cristiana razón de que no partían de un sentimiento genuino, de una aventura dilatada de los sentidos, cosa de la que sí partían sus novelas gordas, escritas con el influjo de un mundo suprarreal en una tercera persona que se interna tanto en las vidas ajenas que termina por retratar la propia. Seis siglos antes, Dante había emprendido el censo del embudo triple del universo con una declaración íntima de desorientación. La Biblia concibe el clamor privado de un hombre en su catre, agobiado por furúnculos celestiales, como el origen y el destino de la humanidad. Borges confesaba que las bibliotecas y los espejos constituían el álgebra fría de sus sentimientos; Brodsky creía que la biografía de un autor residía en sus giros lingüísticos. Es posible que Krasznahorkai viva en la ilusión de que sólo escribe sobre los demás: pero si son sus palabras y si es su visión y si es su jerarquía las que se imponen sobre las historias de los otros, Krasznahorkai está escribiendo, del modo oblicuo y disfrazado en que opera y se ramifica la literatura, sobre sí mismo. Lo siento, señor Krasznahorkai: es imposible huir de uno mismo.

(En la misma ilusión vive Luis Mateo Díez, que hace unos días recibió el Premio Cervantes y también sufrió su fiebre de humildad: “La verdad es que debiera reconocer una precaria incapacidad para escribir lo que me pasa, lo que en mi existencia sucede [...], nada me interesa menos que yo mismo”. Todo eso durante la entrega de un premio que lleva el nombre de un escritor cuyo gran libro abre con un tono personal que deforma toda la historia: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme [...]”).

Un escritor es un pájaro que canta desde una jaula: que el canto consiga llegar al exterior no significa que el pájaro esté libre. El canto, contrario al pájaro, puede salir a refundirse en lugares remotos, puede incluso terminar conteniendo esos lugares en las numerosas sinuosidades de su tono. El canto es una proyección del pájaro como un personaje es la proyección de un autor: una proyección no siempre de su personalidad, sino de su voz y de su visión y de su forma de ordenar el mundo en oraciones para expresar un tajo de belleza.

No vale la pena prolongar la metáfora. O sí, por un momento: encerrado en la jaula, desplegando las alas para fingir un vuelo, el escritor se expande en formas y densidades hasta el extremo de que se esfuma su anhelo de abandonar la jaula, que hasta entonces había sido la expresión por antonomasia de la realidad y ahora aparece como un mero accidente material e incluso alcanza a equipararse con una guarida de forja. Su obra, la proyección imaginada y variada de su psique, se ha vuelto entretanto el mundo real, la vida de verdad. Sobre Kafka, uno de los dioses manes de Krasznahorkai, escribían en The Guardian hace unos días: “Mirando sus historias y novelas, sus diarios y cartas [...], la idea de que su yo esencial residía más en su escritura que en su cuerpo no parece del todo una hipérbole”. La escritura: el túnel en que se albergan, espesadas, potenciadas, las alteraciones de la vida interior. En una entrada de sus diarios de diciembre de 1911, Kafka amplía esa noción: “Tengo ahora, y tuve ya por la tarde, un gran deseo de sacar completamente de mí, mediante la escritura, todo ese estado de ansiedad en que me encuentro, y así como ese estado viene de las profundidades, así debo hundirlo en las profundidades del papel o escribirlo de tal forma que pueda incorporar plenamente a mí mismo lo escrito”. La escritura: la superficie sobre la que se esparce la experiencia hasta el fondo de sus surcos y de la que emana un residuo sólido y líquido que espera ser absorbido.

Si la proyección imaginada se convierte para un escritor en la vida real y verdadera, ocurre entonces al revés: se escribe, no desde la realidad, sino en busca de ella, palpando los pedazos. No desde lo que se conoce, como defienden los escritores con complejo de reporteros: desde lo desconocido, por la trocha de la imaginación. El método fantástico es recomendable: desde el revés y por lo insólito. Del hombre invisible brota una red de nervios. O como otra vez, ahora en sus aforismos, formula Kafka: “Una jaula salió en busca de un pájaro”.

Y aquí me callo, no sea que contraiga la peste declarativa de Krasznahorkai.

Mi correo: juandtorresd@gmail.com

QOSHE - Aviso para escritores: prohibido hablar de sí mismos - J. D. Torres Duarte
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Aviso para escritores: prohibido hablar de sí mismos

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01.05.2024

László Krasznahorkai, que nació en Hungría por la época en que los soviéticos emprendieron el sano programa de invadir países de menos de once kilómetros cuadrados, ha sucumbido a la peste que afecta a los escritores que ganan premios (ha recibido el Sándor Márai, el Estatal de Austria, el Booker Internacional, el Formentor y llegará el día en que le inflijan el Nobel) y se sientan a conferir entrevistas a reporteros deslumbrados de diarios de tiraje universal: sentenciar. Aseverar. Sermonear. Decir boberías.

En 1580, Michel de Montaigne admitía al inicio de sus Ensayos: “Yo mismo soy la materia de mi libro”. Cuatro siglos después, ciego y buen descifrador de la luz, Leandro Díaz lo duplicaba: “Yo mismo soy mi tema”. Pero Krasznahorkai, envalentonado por el imperio del micrófono, ha optado por desdeñar sin meditación la doctrina Montaigne-Díaz en favor de una que tiene apariencia de humildad, pero desconoce la historia y los fundamentos de la literatura. “Yo escribo sobre gente que ha experimentado y vivido [la tradición], no sobre mí mismo —dijo Krasznahorkai en una entrevista hace un tiempo con El País—. Hay gente mucho más interesante que yo. Si no entiendes esto no podrás ser novelista. Hablar de uno mismo es algo que haces con tu esposa o tu exesposa”. Con su declaración, Krasznahorkai se afilia a la sociedad creciente de escritores que descree de los libros cuyas historias están marcadas por las vicisitudes de la vida del escritor (aquello que hoy se llama por moda “autoficción”) y de paso se muestra en oposición a todo diálogo íntimo con una psicóloga, salvo que la psicóloga sea también su esposa. O su exesposa.

En justicia, Krasznahorkai parece estar atacando sobre todo la proliferación de libros en que la transcripción secretarial de la rutina y la tragedia de la vida, sin desdoblamiento estético ni vuelo artístico, se considera suficiente para la composición de una obra de arte (Cuchillo, de Salman Rushdie, es la entrega más reciente;........

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