“Hasta ahora todo está en calma y la vida sigue su curso habitual. Las noticias empeoran, pero esperamos que todo esto se resuelva de alguna manera diplomática”, escribió ella un día como hoy hace dos años. No había salido el sol del día siguiente cuando las voces en el radio ya anunciaban lo contrario: las tropas de la Federación Rusa habían penetrado las fronteras de Ucrania.

Ya no trabajábamos juntos, pero nos mantenía en contacto algo más que nuestro oficio. Su hija nació apenas unos meses después que la mía. Su primer libro se publicó apenas unos meses antes que el mío y se cruzaron en el correo aunque ella no habla español y yo no hablo ruso. Era la lengua en la que ella enseñó en la universidad hasta ese día, cuando helicópteros y paracaidistas rusos descendieron sobre los aeropuertos de Kiev y un interminable desfile de carros de combate marcados con una Z se internaron en los campos de la nación que en 1994 renunció al arsenal nuclear heredado de la Unión Soviética a cambio de su independencia y su integridad territorial.

“Estamos en Chop, cerca de la frontera húngara. Estoy con mi madre y mi hija. Mi esposo tiene que volver a Kiev. Eso me tiene aterrorizada”, escribió ella a mediados de marzo. Al igual que más de seis millones de personas, se vio obligada a abandonar Ucrania tras la invasión. No era preciso ver las noticias para verlos, estaban en los puestos que la Cruz Roja instaló en las estaciones de trenes, frente a los avisos en cirílico que aparecieron en los edificios públicos y en las habitaciones que mis colegas abrieron en sus casas para las madres e hijas ucranianas que se excusaban de la mesa después de comer para llorar en privado.

Nos unimos a las súplicas de paz. Marchamos bajo las banderas arcoíris, que en Italia representan la paz, y las ucranianas, con el azul del cielo y el amarillo de los campos de trigo. Era la bandera que llevaba en la solapa del abrigo durante la Feria del Libro de Bogotá, cuando un par de estudiantes de colegio me gritaron: “¡Fuera, nazi!”. Es demasiado pedir que les importe lo que sucede al otro lado del mundo, pero me pregunto si alguien les contará de las decenas de miles de niños ucranianos secuestrados y adoptados ilegalmente por familias rusas, de la tortura y el asesinato de miles de civiles ucranianos y de las mentiras con las que se justifica esta invasión, replicadas sin filtro en la televisión pública colombiana.

Ucrania sigue quedando lejos de Colombia y de la mente de sus habitantes. Pero sigue allí, después de 10 años de agresión y dos de guerra a gran escala, resistiendo. Como en los versos de su himno nacional, su gloria no ha perecido ni tampoco su voluntad. Espera la sonrisa del destino y que sus enemigos se desvanezcan, como el rocío bajo el sol. Con una fuerza militar cuatro veces inferior a la rusa, depende del apoyo de sus aliados para mantener su independencia frente a un agresor que no da tregua ni muestra arrepentimiento.

Hoy se cumplen dos años del último día en que el cielo despejado sobre Ucrania no anunciaba lluvias de bombas. Dos años en los que el mundo se ha convertido en un lugar peor. No es la única de las injusticias del mundo, pero es la que elijo recordar hoy. Presto mi voz a tantos que, como ella, desean una vida más tranquila. Cuando le pregunto qué le gustaría decirles a los colombianos, sonríe al saber que sus palabras aparecerán en el periódico que fue la casa de su escritor favorito y después de un suspiro me dice en voz muy baja: “Espero que sepan la suerte que es tener su país y espero que nadie intente arrebatárselos jamás”.

QOSHE - Ucrania: esperanza ante la desesperanza - Juan Diego Soler
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Ucrania: esperanza ante la desesperanza

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23.02.2024

“Hasta ahora todo está en calma y la vida sigue su curso habitual. Las noticias empeoran, pero esperamos que todo esto se resuelva de alguna manera diplomática”, escribió ella un día como hoy hace dos años. No había salido el sol del día siguiente cuando las voces en el radio ya anunciaban lo contrario: las tropas de la Federación Rusa habían penetrado las fronteras de Ucrania.

Ya no trabajábamos juntos, pero nos mantenía en contacto algo más que nuestro oficio. Su hija nació apenas unos meses después que la mía. Su primer libro se publicó apenas unos meses antes que el mío y se cruzaron en el correo aunque ella no habla español y yo no hablo ruso. Era la lengua en la que ella enseñó en la universidad hasta ese día, cuando helicópteros y paracaidistas rusos descendieron sobre los aeropuertos de Kiev y un interminable desfile de carros de combate marcados con una Z se internaron........

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