En un texto titulado ‘Sobre algunas mentiras del periodismo latinoamericano’, la estupenda Leila Guerriero escribió acerca de los dueños y editores de medios escritos que, hace años ya, decretaron que los lectores ya no leen. Para adaptarse a la inmediatez de las redes, estos profesionales dedicados a la palabra decidieron —oh paradoja— que hay que usarla lo menos posible: escribir corto, mejor si es con cápsulas, mapas, recuadros, instrucciones de uso y dibujos, y ojalá a color. La idea de fondo de eso, señala Leila, es que por la vía del disimulo el lector no se entere de que tiene en sus manos un escrito y no la pantalla de un televisor.

El fenómeno del lector-no lector se sostiene, entre otros asuntos, en el convencimiento de que en este mundo lleno de presiones y horas contadas nadie tiene tiempo para leer. Semejante falta de fe en los usuarios, naturalmente, ha restado espacio en las redacciones a los textos de largo aliento, esos que le apuntan a entender el mundo más que simplemente a explicar la noticia, que en muchos casos quedaron proscritos.

El artículo en cuestión es de 2006 y lo recordé en estos días de balances decembrinos, en los que uno de mis brindis va por la cantidad de libros periodísticos con los que varios colegas valiosos lograron brillar este año en el país.

El libro se convirtió en el último refugio del periodismo con vocación de permanencia, que se resiste al curioso decreto de no lectura de quienes se dedican a un oficio en cuyo recurso primario no confían del todo.

Por supuesto, sobran excelentes ejemplos de otros años. Seguramente, me maravillo con esto en 2023 por ser este el año en el que, como algunos lectores generosos recordarán, conocí de cerca el mundo editorial, y de qué manera.

Pienso, de entrada, en la gesta de Juan Pablo Barrientos con su libro El archivo secreto (en coautoría con Miguel Ángel Estupiñán), que revela los 569 nombres de los sacerdotes denunciados por abuso sexual en Colombia desde hace casi 20 años. Jerarcas de la Iglesia católica trataron de ocultar la aterradora lista, que los autores pudieron develar tras 137 derechos de petición y 120 tutelas exigiendo respuestas. Esta batalla legal, que Juan Pablo inició en 2018 y cuenta con otros dos libros como evidencia, constituye una de las luchas más destacables del periodismo colombiano por el acceso a la información.

Pienso en la reportería de Juanita Vélez que, durante cuatro años, siguió las vidas de cinco personajes que vivieron de cerca la reincorporación de las antiguas FARC, para ayudar a entender el país que ha sido posible tras el mismo. Su libro Una guerra después es una lección de lo que ocurre cuando el periodismo decide mirar más allá de Bogotá y es capaz de escuchar a los otros sin condescendencias.

Pienso en Ginna Morelo y su conmovedor trabajo por la memoria en La voz de los lápices, que relata la toma paramilitar a la Universidad de Córdoba. Pienso en el medio Vorágine y su esfuerzo por retratar la tenaz lucha por la vida de migrantes y víctimas del conflicto en Comenzar de cero. Pienso en la dolorosa reconstrucción poética con la que Javier Osuna logra hacernos comprender el horror de la guerra desde otro ángulo en Cartas de ceniza.

Pienso arbitrariamente porque hay otros varios ejemplos destacables. Pienso que todo esto evidencia la buena salud del periodismo, en un año en el que también se ahondó, con razón, la crisis por la falta de credibilidad y no faltaron las renuncias de colegas a ejercer el oficio.

Como sea, parafraseando a Tomás Eloy Martínez, los seres humanos nunca tienen tiempo, pero siempre, sin embargo, tendrán tiempo para leer un relato potente si verdaderamente les interesa. ¡Salud por eso!

QOSHE - El último refugio - Laura Ardila Arrieta
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El último refugio

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24.12.2023

En un texto titulado ‘Sobre algunas mentiras del periodismo latinoamericano’, la estupenda Leila Guerriero escribió acerca de los dueños y editores de medios escritos que, hace años ya, decretaron que los lectores ya no leen. Para adaptarse a la inmediatez de las redes, estos profesionales dedicados a la palabra decidieron —oh paradoja— que hay que usarla lo menos posible: escribir corto, mejor si es con cápsulas, mapas, recuadros, instrucciones de uso y dibujos, y ojalá a color. La idea de fondo de eso, señala Leila, es que por la vía del disimulo el lector no se entere de que tiene en sus manos un escrito y no la pantalla de un televisor.

El fenómeno del lector-no lector se sostiene, entre otros asuntos, en el convencimiento de que en este mundo lleno de presiones y horas contadas nadie tiene tiempo para leer. Semejante falta de fe en los usuarios, naturalmente, ha restado espacio en las redacciones a los textos de largo........

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