Pocas veces se logra un consenso tan grande al evaluar una vida, como el que se desprende de las numerosas notas de despedida que escribieron amigos y conocidos sobre Rodrigo Pardo, que murió hace unas pocas semanas. Trabajamos juntos en la universidad, y tuvimos oportunidad de conversar muchas veces, y suscribo totalmente el juicio más contundente y generalizado sobre su persona: fue un hombre bueno. Pero también –y todo el mundo coincide- fue un ser humano ecuánime, discreto, moderado, íntegro, un gran analista y un hombre libre, que supo dedicarle tiempo a todo aquello que lo apasionaba. Y eso no significa que no tuviera sentido del humor, o que no apelara, con inteligencia, a la ironía o al comentario provocador.

Mientras leía algunos de esos epítetos, pensaba en lo poco que aprecia la sociedad de hoy muchas de esas virtudes. En un mundo donde el enriquecimiento rápido y el éxito –llámese fama o popularidad- son las metas de la mayoría, la bondad es un concepto que se ha desvalorizado, hasta el punto de que puede llegar a relacionarse con la tontería o la ingenuidad; sobre todo en un país como Colombia, que ha glorificado al listo, ese que siempre está buscando el atajo o la trampa para conseguir lo que busca. Al astuto se lo admira por su inteligencia, así sea un villano. Ni qué decir del desprestigio de la moderación, del justo medio del que hablaba Aristóteles. ¿A quién en el mundo enfurecido de las redes sociales, donde se lanzan pedradas a diestra y siniestra, le parece interesante o admirable el hombre prudente, o el que busca equilibrio a la hora de razonar o de actuar? Para las muchedumbres reactivas que son felices creando las shitstorms, las tormentas de basura que revuelcan todos los días a personajes públicos y no públicos, y para los políticos vociferantes, capaces de replicar falsedades sin comprobación, para luego tener que retractarse – o no-, la prudencia es de pendejos. Y la ponderación, la ecuanimidad, el deseo de ser justo, a los ojos de los radicales, son posturas de cobardes o de tibios. Epítetos adjudicados a cualquiera que no esté alineado en un extremo, o que esté dispuesto a analizar los hechos sin prejuicio y con honestidad. Según eso, Rodrigo habría sido un tibio. Se equivocan: un tibio es el pusilánime que no se define porque es un oportunista que no se quiere comprometer. O el plano, que no tiene juicio sobre nada porque le da pereza investigar y pensar.

Esta es una época que ama lo chirriante y desmesurado. De ahí que un tipo como Trump seduzca a medio mundo a punta de cinismo, grosería, rudeza, y mal gusto –los tennis dorados que acaba de lanzar para recoger fondos han sido perfectamente calculados por sus asesores-. A su público le divierten sus expresiones machistas, xenófobas, racistas, y lo tiene sin cuidado que haya estafado, engañado al fisco o promovido descaradamente el asalto al capitolio. Aman el payaso que hay en él, su narcisismo, que bordea la caricatura. Esa masa –que es igual allá que aquí- es la que confunde la discreción, el bajo perfil, la sobriedad, con grisura o pobreza de espíritu. A la que nada dicen palabras como bondad, generosidad, decencia.

QOSHE - La sociedad del estruendo - Piedad Bonnett
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La sociedad del estruendo

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03.03.2024

Pocas veces se logra un consenso tan grande al evaluar una vida, como el que se desprende de las numerosas notas de despedida que escribieron amigos y conocidos sobre Rodrigo Pardo, que murió hace unas pocas semanas. Trabajamos juntos en la universidad, y tuvimos oportunidad de conversar muchas veces, y suscribo totalmente el juicio más contundente y generalizado sobre su persona: fue un hombre bueno. Pero también –y todo el mundo coincide- fue un ser humano ecuánime, discreto, moderado, íntegro, un gran analista y un hombre libre, que supo dedicarle tiempo a todo aquello que lo apasionaba. Y eso no significa que no tuviera sentido del humor, o que no apelara, con inteligencia, a la ironía o al comentario provocador.

Mientras leía algunos de esos epítetos, pensaba en lo poco que........

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