Tomás Carrasquilla, al que han llamado el “Shakespeare montañero” o el Cervantes de América —también lo han denostado con el despectivo señalamiento de “costumbrista”— retrató con dotes de historiador, pero, sobre todo, de gran escritor, lo que aún prevalece en diversos imaginarios y mentalidades, y es la llamada “antioqueñidad”, término problemático y sospechoso. Es más, esa vaina de la “antioqueñidad”, cualquier cosa que signifique, puede ser un invento conceptual del autor de Frutos de mi tierra y La marquesa de Yolombó.

Retrató al simulador, al arribista, al nuevo rico (cuando ni de fundas se vislumbraba la aparición, casi un siglo después, del traqueto, matón y supermafioso), al copietas y esnobista. En su novela corta Ligia Cruz dio cuenta de un complejo, el “bovarismo”, alteración del carácter de quien no tiene fundamentados sus ancestros culturales y quiere solo imitar. O posar. Cuando, por distintas circunstancias o coyunturas, se ha vuelto a poner en boga el asunto de qué significa ser antioqueño, como digo, un cuento muy suspicaz y de compleja trama y tramoya, es necesario dar algunas pinceladas de lo que, incluso antes de la independencia, cuando el visitador borbónico Mon y Velarde tildaba a los habitantes de estos terruños como perezosos, puede entenderse como “antioqueñidad”.

Nos podrían servir, en primera instancia, algunas visiones de extranjeros en el siglo XIX acerca de lo que vieron en un pueblo de mineros, tenderos, artesanos, colonizadores (también somos colonizados), comerciantes y aun gente que no bailaba y más bien, aparte de trabajar, rezaba y se “acostaba con las gallinas”. Habría que aclarar (o quizá más que eso, oscurecer) que hubo, sobre todo en pensamientos de ciertas élites, una Antioquia que excluía las tierras bajas (las de infieles y vagos y bailarines y rejuntados…), y que temía a llevar en su sangre rastras moras y judías, y menos negras e indias. Sí, una Antioquia que se creía de “sangre azul”, y habló de una presunta raza y otras eugenesias.

El oro, claro, atrajo a extranjeros a estas tierras destacadas ya por el intenso comercio, las importaciones (muchos viajes a Jamaica, por ejemplo), el relieve aislador, y otras características económicas y sociales, y los encandiló. A veces, por sus muchachas bonitas y muy hacendosas. Y las más de las veces, porque había posibilidades de enriquecimiento. Ni más faltaba. Pierre D’Espagnat, por ejemplo, observó que de la preocupación permanente por conseguir plata se desprendía la tristeza de la provincia. Él y otros advirtieron la “aristocracia del dinero”, dedicada a buscar fortuna no solo con trabajos de honra, sino con fraudes comerciales, usuras, falsificación de moneda…

El geógrafo y anarquista francés Eliseo Reclus se dio cuenta de una peculiaridad, ya vista por otros extranjeros: “los antioqueños constituyen un grupo étnico notable por su salud, su vigor, su inteligencia y su aptitud para los negocios”. Sí, el negocio, socio. Eso parece dar esplendor. Hubo otro viajero, botánico y médico francés, Charles Saffray, que en la década de 1860 pasó por estas tierras y escribió muchas cosas, por ejemplo, sobre la presencia abundante de pequeños y medianos propietarios y, como consecuencia, o tal vez causa, quién sabe, el desbordante amor de la gente por poseer cosas y una tierrita donde caerse muerta.

Y “pa’ que vea”, un viajero como Carl August Gosselman se deslumbró con la honradez de los antioqueños de entonces y por su “republicanismo” entusiasta. El man estaba admirado, además, con el puritanismo de la gente, mientras otro, Friedrich Von Schenck, vibraba porque todavía a estas aisladas comarcas no había llegado la corrupción, tan notoria en otras partes. Después, la honradez, el “puritanismo” y la decencia, se desvirtuaron. Ya Gregorio Gutiérrez González, el mismo que no escribía español sino antioqueño, había escrito en el cuento Felipe unos versos contundentes: “Raza de mercaderes que especula / con todo y sobre todo. Raza impía…”. Y, después, a principios del siglo XX, cuando ya ascendían los mercados bursátiles y estaba en desarrollo el modelo empresarial antioqueño, León de Greiff, poetizaba en Villa de la Candelaria sobre la “gente necia, local y chata y roma”, gente de catolicismo y chisme “y una total inopia en los cerebros”.

Sí, hubo pujanzas, ideas de progreso, descomunales iniciativas, pero a su vez segregacionismo, presuntas “purezas” raciales, blanqueamientos, descalificaciones a negros e indios y a los ñapangos, cafés con leche, pardos y salto atrás… Lo muestran no solo los viajeros del siglo XIX, sino escritores como don Tomás en Grandeza, en Frutos de mi tierra, en Esta sí es bola, en fin. El arribismo social, las ferias de las vanidades y después la caída de las industrias (por diversos motivos), y en los setentas el ascenso de las mafias del narcotráfico, de la cultura traqueta, de la vulgaridad... son parte del repertorio de desgracias, aunado al de la corrupción pública y privada a granel.

Tuvimos grandes “madamas” en Lovaina (algunas de ellas merecen la erección de un busto en la avenida La Playa), y portentos en música, literatura, pintura... Y a un escritorazo como Carrasca que nos radiografió, hace años, con todos nuestros defectos, taras y una que otra virtud.

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¿Antioqueñidad? ¡Y eso con qué se come!

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02.04.2024

Tomás Carrasquilla, al que han llamado el “Shakespeare montañero” o el Cervantes de América —también lo han denostado con el despectivo señalamiento de “costumbrista”— retrató con dotes de historiador, pero, sobre todo, de gran escritor, lo que aún prevalece en diversos imaginarios y mentalidades, y es la llamada “antioqueñidad”, término problemático y sospechoso. Es más, esa vaina de la “antioqueñidad”, cualquier cosa que signifique, puede ser un invento conceptual del autor de Frutos de mi tierra y La marquesa de Yolombó.

Retrató al simulador, al arribista, al nuevo rico (cuando ni de fundas se vislumbraba la aparición, casi un siglo después, del traqueto, matón y supermafioso), al copietas y esnobista. En su novela corta Ligia Cruz dio cuenta de un complejo, el “bovarismo”, alteración del carácter de quien no tiene fundamentados sus ancestros culturales y quiere solo imitar. O posar. Cuando, por distintas circunstancias o coyunturas, se ha vuelto a poner en boga el asunto de qué significa ser antioqueño, como digo, un cuento muy suspicaz y de compleja trama y tramoya, es necesario dar algunas pinceladas de lo que, incluso antes de la independencia, cuando el visitador borbónico Mon y Velarde tildaba a los habitantes de estos terruños como perezosos, puede entenderse como........

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