Quién sabe a cuántos colombinos, como al poeta Arturo Cova, su corazón se los ganó la violencia. A otros, menos románticos, y que no jugaron el “cuore” al azar, la violencia los sepultó en un largo proceso de abominaciones y desmanes a granel que aún no termina, aunque haya en apariencia disminuido. Partes sustanciales de esa situación en que hemos “vivido” desde siempre (y nuestro “siempre” es de un poco más de 200 años), las han promovido las oligarquías. Después, sin que estas se hayan desprendido del poder, hubo otros factores, actores, causas y efectos que convirtieron al país en una huerta de calamidades.

Para no irnos tan atrás, podríamos cuadrar el retrovisor desde inicios de los ochenta (pocos años antes, muchas paredes de Colombia se habían pintado en tiempos comiciales con consignas como “Turbay es la mafia” y “Belisario, asesino de los obreros de Santa Bárbara”), cuando coinciden el ascenso de las mafias del narcotráfico y el surgimiento del paramilitarismo, sumado todo a una violencia guerrillera que tenía en las FARC su máxima expresión, con algunos dirigentes que después se murieron de infarto o de viejos.

En esa década, el país padeció un terror creciente, que combina asesinatos selectivos, narcoterrorismo, contradicciones entre los carteles de la droga, la extinción mortal de un partido político como la UP, el asesinato del periodista Guillermo Cano, que denunció las tropelías de Pablo Escobar (tres años después volarían El Espectador) y un sinfín de desgracias, todas con multitud de víctimas del pueblo. Eran los días de los carros bomba y de las “pataletas” peligrosísimas del Patrón para que no hubiera extradición.

Antes de morirse ese decenio de desdichas ya había nacido, en el ámbito internacional, el neoliberalismo, que en América Latina obedecía a los trazados y lineamientos del Consenso de Washington, suscrito por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Departamento del Tesoro de Estados Unidos. El recetario tenía que ver con la reducción del Estado, las privatizaciones, las aperturas de mercados, que por estas geografías tenían una combinatoria venenosa de narcotráfico, corrupción y la adaptación del Estado a los recados e imposiciones imperiales con una nueva Constitución Política.

Los noventa, entonces, llegaron en medio de bombas, masacres, una espeluznante apertura económica, con apagones y quiebras de empresas nacionales, un despelote múltiple, adobado con el servilismo del Gobierno a Washington. Las oligarquías, entretanto, proseguían tan campantes, incluso extrayendo plusvalías de las mafias. La doble o triple moral da para todo, sin sonrojos. Los noventa, con el ascenso del paramilitarismo, tienen sus caldos de cultivo de nuevos terrores en las “convivir”, cuando ya al cadáver del capo mayor lo habían devorado los gusanos.

Es la continuación del maremoto de los desplazados por la violencia, producido por paramilitares (aliados con fuerzas estatales) y las guerrillas, en un país en el que habían crecido las inequidades y las iniquidades. Y así nos sorprendió el siglo XXI, con un gobierno, el de Uribe, que negó la existencia de un conflicto armado y que, con el respaldo financiero del Plan Colombia (que había sido suscrito entre Clinton y Pastrana), inició una guerra contra las FARC, que no ganó y que en otro gobierno oligárquico, el de Santos, hubo que llegar a acuerdos de paz con esa misma guerrilla.

Y es en este punto, tras los accidentados Acuerdos de Paz y la creación de la Jurisdicción Especial para la Paz, cuando se vuelven a poner en boga sujetos como Salvatore Mancuso, hoy una suerte de rockstar. Se espera que el exparaco cante, aunque no cante. Ya ha dicho que no viene en son de venganza contra Uribe, que lo extraditó, aunque reconoce que en ese gobierno hubo más de seis mil falsos positivos. También se sabe, por distintas fuentes, que los paramilitares ayudaron a elegir a Uribe.

El asunto es que, después de tantos “ires y venires”, las castas oligárquicas continúan en el poder y seguimos siendo una neocolonia de Washington. No se ha roto la dependencia ni se han disminuido los abismos sociales. Uno cuantos grupos económicos, muy selectos, siguen dominando a su antojo. Los intentos de reforma agraria, varios en el siglo XX, fracasaron. Y en el campo, según se ha visto, como lo ha dicho uno de los cabecillas de los ganaderos, se desean restaurar grupos de vigilancia y control, por decirlo con un eufemismo.

Pero empezamos hablando de la violencia, que puede haber disminuido en proporción a la de otros días, pero continúa. El excomandate paramilitar Mancuso, en reciente entrevista con Hollman Morris, dijo: “Mi vida ha estado inmersa en los contrastes violentos de la guerra, la paz significa para mí la oportunidad de redención, un camino hacia la reconstrucción de lo que fue destruido, no solo en términos materiales, sino también en el tejido social y en las almas de los colombianos”.

La violencia, ayer y hoy, ha atravesado las almas de los colombianos. Y ha sido mucho el llanto, abundante la hemorragia, cuantiosos los despojos. Ojalá algún día vivamos en paz.

QOSHE - Los almanaques de la violencia - Reinaldo Spitaletta
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Los almanaques de la violencia

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26.03.2024

Quién sabe a cuántos colombinos, como al poeta Arturo Cova, su corazón se los ganó la violencia. A otros, menos románticos, y que no jugaron el “cuore” al azar, la violencia los sepultó en un largo proceso de abominaciones y desmanes a granel que aún no termina, aunque haya en apariencia disminuido. Partes sustanciales de esa situación en que hemos “vivido” desde siempre (y nuestro “siempre” es de un poco más de 200 años), las han promovido las oligarquías. Después, sin que estas se hayan desprendido del poder, hubo otros factores, actores, causas y efectos que convirtieron al país en una huerta de calamidades.

Para no irnos tan atrás, podríamos cuadrar el retrovisor desde inicios de los ochenta (pocos años antes, muchas paredes de Colombia se habían pintado en tiempos comiciales con consignas como “Turbay es la mafia” y “Belisario, asesino de los obreros de Santa Bárbara”), cuando coinciden el ascenso de las mafias del narcotráfico y el surgimiento del paramilitarismo, sumado todo a una violencia guerrillera que tenía en las FARC su máxima expresión, con algunos dirigentes que después se murieron de infarto o de viejos.

En esa década, el país padeció un terror creciente, que combina asesinatos selectivos, narcoterrorismo, contradicciones entre........

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