Los novísimos paraísos artificiales están, en esencia, atravesados por las innovaciones tecnológicas al servicio del consumo, el aislamiento humano y el resquebrajamiento de la solidaridad. Van más allá de aquella enajenación decimonónica del opio y otras “trabas” alucinógenas, de las que, con criterio estético y suma exquisitez, escribieron, entre otros, Thomas de Quincey y Charles Baudelaire. Y tienen en su condición engañosa, cual espejismo, la idea de que en ellos se están ejerciendo la libertad y la comunicación.

A principios de la década del sesenta, tiempos de Guerra Fría y otras disputas, decía Herbert Marcuse, en El hombre unidimensional, que la libre elección de amos no acaba ni con los esclavos ni con los amos. Es parte de un sistema de sublimación, que hechiza mediante artefactos tecnológicos, las máquinas, los controles del tiempo (también la vigilancia de la que ya los escritores distópicos habían hecho novelas), y hace creer que hay opinión pública libre, por ejemplo.

Hoy, en esas concatenaciones entre dominación individual y colectiva, se estila la promoción del “yo” más que del “nosotros” y “los otros”. Y en tal conjunción de mecanismos de control (¿quién controla?), en la que la apariencia de democracia o de participación masiva están amparadas por constituciones políticas al uso, por discursos de disfraz libertario y otras trampas, nos sumimos sin remedio en la farsa de las simulaciones.

Creemos que habitamos en libertad en la medida en que nos confinamos, en que el “otro” nos es indiferente y lo mejor, o lo indicado, después de todo lo alcanzado en días de Ilustración y otras revoluciones, es marginarlo o ignorarlo. La importancia ahora, con semblante de independencia, es dar rienda suelta a las emociones particulares, al “yo” desaforado, a ese que solo “conversa” en la virtualidad, en mensajitos desechables, en “whatsapps”. Sí, ahora se gobierna (o se desgobierna) a través de “trinos”, se “debate” asimismo en esta red o en aquella otra, creyendo quizá que así es la democracia, cualquier vaina que esto signifique. Somos libres, decimos. Y nos lo creemos.

El poder, donde quiera se esconda y ejerza, nos hipnotiza y manipula. Con sus tentáculos, que se prolongan en smartphones de maravilla, nos aísla con la vana sensación de que estamos conectados con todos, con los demás, cuando en el fondo se trata del alejamiento de aquello que, en el barrio, en la calle, en el sindicato o en la escuela, se llamaba la solidaridad. Que nace y se esparce en intereses comunes, en metas de bienestar colectivo y de conquistas sociales.

Hoy, como una peste universal, hay una interacción artificiosa entre los individuos. Una sensación de que se está comunicando con otros mediante redes y otros artilugios tecnológicos. Sin embargo, es solo una farsa bufa, una mala puesta en escena de presuntas relaciones con los demás, cuando solo se trata de una representación. El otro no existe. Solo es una imagen, una apariencia. Incluso si lo tengo al lado, en una mesa, en una sala, la virtualidad es la que manda, la pantallita es el único criterio de verdad.

La intensa obsesión contemporánea por el “yo”, por expresiones narcisistas, por vacías demostraciones de consumo, la alienación del mercado y de otras “máquinas”, ha convertido a la comunicación en un bazar de marcas, en un aislamiento revestido de presuntas conexiones con el mundo. Y el mundo se ha reducido solo al “yo”. Existo si me dan “likes”. Decía Marcuse que “la realidad constituye una etapa más progresiva de la alienación. Esta se ha vuelto enteramente objetiva; el sujeto alienado es devorado por su existencia objetiva; el sujeto alienado es devorado por su existencia alienada”.

El paisaje de hoy, de robots, cuando no de zombis, se compone de seres absorbidos por la multitud virtualizada, ya no física como la del hombre que narra Poe en Londres, sino como parte de una neblina que no deja ver a nadie más. Hay novísimos opios, recientes “hachises”, maneras emergentes como productos del “progreso”, de la tecnología al servicio de la enajenación y no de la libertad, que rompen las posibilidades del conocimiento del otro. Me aíslo con la sensación falsa de que estoy conectado con el orbe entero.

En otros días se hablaba de una especie de “yo social”, que no estaba segregado, no era una manera de ignorar a los otros, sino que creaba empatías, relaciones con los demás, proponía tareas entre todos. Es decir, era un “yo” que no estaba flechado por el amor a sí mismo (como el de cualquier fiscal tropical), sino por una posibilidad de alianza con los otros para cambiar el mundo: con los de la cuadra, del barrio, la universidad, hasta propiciar viabilidades más amplias de transformarlo todo. Parece, ahora, haber sido desterrado. Y entonces los que están en las alturas ríen y se pasean muy cómodos, sin oposición real.

Hoy, la diabólica astucia del poder es la de hacer creer que somos libres porque tenemos un teléfono inteligente y muchos “me gusta” en la pantallita.

QOSHE - Los nuevos opios del pueblo - Reinaldo Spitaletta
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Los nuevos opios del pueblo

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06.02.2024

Los novísimos paraísos artificiales están, en esencia, atravesados por las innovaciones tecnológicas al servicio del consumo, el aislamiento humano y el resquebrajamiento de la solidaridad. Van más allá de aquella enajenación decimonónica del opio y otras “trabas” alucinógenas, de las que, con criterio estético y suma exquisitez, escribieron, entre otros, Thomas de Quincey y Charles Baudelaire. Y tienen en su condición engañosa, cual espejismo, la idea de que en ellos se están ejerciendo la libertad y la comunicación.

A principios de la década del sesenta, tiempos de Guerra Fría y otras disputas, decía Herbert Marcuse, en El hombre unidimensional, que la libre elección de amos no acaba ni con los esclavos ni con los amos. Es parte de un sistema de sublimación, que hechiza mediante artefactos tecnológicos, las máquinas, los controles del tiempo (también la vigilancia de la que ya los escritores distópicos habían hecho novelas), y hace creer que hay opinión pública libre, por ejemplo.

Hoy, en esas concatenaciones entre dominación individual y colectiva, se estila la promoción del “yo” más que del “nosotros” y “los otros”. Y en tal conjunción de mecanismos de control (¿quién controla?), en la que la apariencia de........

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