La literatura inventó las muñecas inflables y les concedió una capacidad de tener vida, de avizorar futuros, de anunciar fatídicas profecías de muerte. Felisberto Hernández, el gran cuentista y pianista uruguayo reanudó, en Las hortensias, el amor de Pigmalión, que se enamoró de su estatua, y puso en evidencia los celos de mujeres de carne y hueso frente a una creación insólita, como una muñeca que puede ser asesinada con una aguja. Después, el italiano Tommaso Landolfi creó a Caracas, una muñeca que su amante, el escritor Nikolái Vasilievich Gógol, inflaba por el ano con una bomba de su invención.

Ambos cuentos, Las hortensias y La mujer de Gógol, de factura impecable, procrean una situación que, hoy, puede estar al orden del día, no tanto con las muñecas hinchables, que parecen se venden en cantidades tal vez alarmantes, sino con el mundo de las emociones y la pérdida cada vez más concreta de la racionalidad, el pensamiento, la crítica y las meditaciones de largo aliento. Hoy no hay enamoramientos de estatuas, sino, en la resurrección del antiguo mito, del propio yo, el narcisismo de reproducción infinita, que ha hecho que la medida de todas las cosas (ya no es el hombre, en el sentido de un filósofo también de la antigüedad) sea el autor de la selfi, parado quizá frente a monumentos que no entiende, pero que, como lo asegura Michel Onfray, al novísimo Narciso le da estatuto de existencia.

Estamos en los tiempos veloces en el que solo se existe si estás en una red social, en un mensaje vacuo, en una fotito en la que un imbécil posa al lado del David o de Mona Lisa para decir que el importante y el que da fe de que hay algo junto a él muy célebre o propagado, es el autorretratado. No su entorno. No la historia. El vacío que se crea alrededor del mundo del espectáculo, a la ausencia de preguntas. Para volver a Onfray, hoy es el tiempo de lo mediático, del espejismo de una comunicación vacía que hace que el narciso contemporáneo crea que existe si se refleja, si ocupa un lugar en la infinitud de mensajes desechables, de imágenes sin sentido. Por eso, no falta quien atente con bombas de pintura contra una obra de arte, a la que, igual, nada le pasará por todas las protecciones modernas, pero, en cambio, el autor o autores de la pamplina anarcoide se verá en pantallitas, en la virtualidad, en lo que queda supérstite de los medios impresos (ah, y estos también son la muestra penosa de la oquedad).

En los días del predominio de lo superficial, del “mediatismo”, se dan altas probabilidades de salir en cualquier red si te encadenás a una reja de palacio gubernamental, si le arrojás meados a un politicastro (ya no tanto se usan los pasteles de películas gringas) o si te cagás en el altar de la catedral mientras el obispo oficia su liturgia, porque, eso y otras pilatunas sin fondo, pueden darte un instante de visibilidad.

Estamos en tiempos de seguidismo tontarrón, de aplaudir sin ton ni son a alguien que se presenta como caudillo de masas (desde “influencers” hasta mandatarios de todos los pelambres), del gregarismo masivo. Y, como se ha visto por acá y por allá, no es posible cuestionar el populismo de baratija con el que los culebreros se instalan en el poder. No hay lugar para aquello que quizá planteó Gramsci sobre las revoluciones culturales como predecesoras de las revoluciones políticas. Para quienes detentan el poder, es mejor que no haya pensamiento, que las juventudes se dediquen a la moda desechable, a la mensajería acrítica, a enamorase cada uno de sí mismo, y así. Todo bien. No hay peligro de que haya un cataclismo social.

Son los tiempos de la comida rápida, de lo insaboro, incoloro e indigesto. Cultura del adjetivo, de lo insustancial, del salir del paso con cualquier bobada. Eso, vea usted, vende y da fama por unos segundos. Claro que, me parece que vuelve a decir Onfray, es mejor hacer una pantomima de afán, una pintarrajeada de una pared de museo o de banco (que es preferible robarlos que fundarlos, se decía con cariño, incluso en los tiempos de bandas famosas que asolaron la bancada y se volvieron protagonistas de películas, de novelas, de grandes reportajes…), que matar a un carnicero porque no me gusta la carne.

Hoy, pese a tantos avances y a la inteligencia artificial, no tenemos conciencia de que estamos siendo sometidos, dominados, domesticados… ¿por quién? A veces, por cada uno, que cae en la auto explotación (lo plantea Byung-Chul Han). Al enamorarse cada uno de sí mismo, el otro no existe, y puede ser un enemigo. Se niega la solidaridad. Tanto la mujer de Gógol, a la que también le dio sífilis, pero no transmitida por su esposo, como las inquietantes Hortensias de Felisberto, hoy pudieran vivir desinfladas. Se impuso la autocomplacencia, sin muñequero.

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Narcisismo y muñecas inflables

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19.12.2023

La literatura inventó las muñecas inflables y les concedió una capacidad de tener vida, de avizorar futuros, de anunciar fatídicas profecías de muerte. Felisberto Hernández, el gran cuentista y pianista uruguayo reanudó, en Las hortensias, el amor de Pigmalión, que se enamoró de su estatua, y puso en evidencia los celos de mujeres de carne y hueso frente a una creación insólita, como una muñeca que puede ser asesinada con una aguja. Después, el italiano Tommaso Landolfi creó a Caracas, una muñeca que su amante, el escritor Nikolái Vasilievich Gógol, inflaba por el ano con una bomba de su invención.

Ambos cuentos, Las hortensias y La mujer de Gógol, de factura impecable, procrean una situación que, hoy, puede estar al orden del día, no tanto con las muñecas hinchables, que parecen se venden en cantidades tal vez alarmantes, sino con el mundo de las emociones y la pérdida cada vez más concreta de la racionalidad, el pensamiento, la crítica y las meditaciones de largo aliento. Hoy no hay enamoramientos de estatuas, sino, en la resurrección del antiguo mito, del propio yo, el narcisismo de reproducción infinita, que ha hecho que la medida de todas las........

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