Siempre oí que nuestro apellido no era “Mendoza”. Se lo había cambiado nuestro bisabuelo libanés, Moshem, para poder ingresar a este país tan solemne con los inmigrantes blanquecinos y tan duro con los coloreaítos. Que nadie sabía pronunciar o escribir el apellido del bisabuelo, que lo habían tumbado con unas letras de cambio, que así le hicieron un cheque chimbo. Pero la historia era mucho más triste. Era de un corazón migrante que no llegó a atravesar el mar para juntarse con los míos, sino que llegó a la muerte por el atajo de la decepción y la tristeza.

Aunque la historia en general la conocían entre adultos no llegaba a nuestra generación. Y aunque había sido contada en un par de textos públicos -entre esos un “diccionario” de los orígenes de la comunidad Eudista, en el que a un tío sacerdote lo referenciaban con un resumen de lo que voy a contar-, no sé si un halo de vergüenza la tapaba, porque la tristeza así de radical atraviesa las generaciones con la culpa… o no sé si esa dura historia de orfandad es el origen de la angustia que nos ha llevado a tener una especie de árbol cancerígeno, entre tantos enfermos de la familia, en vez de genealógico. Toco madera. Una tristeza encondada, metastásica, transecular y trasatlántica. La verdadera historia a mí me llegó tarde. Apenas hace un par de años, y en cuanto supe y reconocí el dolor de la bisabuela, sentí como si una pieza encajara en mi corazón. Reconocer su dolor de ballena encallada nos ha hecho cercanos como nunca lo fuimos, pese a no haber estado al tiempo en el planeta y estar en dos reinos distintos: el de la vida y el de la muerte. Sin embargo un octavo de mi corazón, mal hechas las cuentas, le pertenece, y allí ella palpita, se regocija, y vive en mí: me sana, eso siento. Bisbuela oriental, tan distinta a la de Raúl. Abuela mariposa desquiciada en mis corazonadas, antes de nombrarte cuento a quien lea y a vos, acá en mí, que te amo infinitamente. Y que honro y agradezco la valentía de tu dolor, que me tiene hoy acá, valiente y en gozo y adolorido, atravesando el océano de la vida y del amor y del desamor.

Era la caída del imperio Otomano la que tenía esa tierra ardiendo en esa ocasión. Los hombres que querían una vida, pero sobre todo vivirla, partían de la persecución, por razones religiosas, y por los afanes obvios que implanta la guerra a la orilla de la muerte.

Cuento lo que sé como lo sé.

Se pactó que se quedaba mi bisabuela Yesmín con los niños -sus criaturas y algunas del clan: primitas y primitos con la niñez aturdida-, bajo sus alas. Uno de ellos, mi amado abuelo: Tanius. Miembros de la familia partirían en dos embarcaciones buscando asentarse como una semilla que lleva el viento, y en cuanto tuvieran donde posar el cansancio y llorar hondo, sin pena, porque habían nadado hasta la otra orilla, mandarían por los suyos. Así partió mi bisabuelo, Moshem, el papá de Tanius, esposo de Yesmín, quien pronto dejaría de llamarse y apellidarse como hasta entonces: su nombre se adaptaría o traduciría: Moisés. Los dos barcos tenían como destino Florida, en Estados Unidos, a donde llegarían unas semanas después, en ese mismo 1911, o por ahí. Sin embargo, el barco donde iba Moshem hacia su nuevo nombre, debía hacer una parada de un par de días en Barranquilla, en Puerto Colombia: nada más ver tierra sin sangre pensó que arrancaría andar, y se bajó del barco así, solo, porque solo se puede ser un andariego, y eso explica que casi nunca esa palabra se use en plural.

Dejó un amigo en el puerto, de nombre José, y empezó a andar Colombia por sus venas vigorosas de ese entonces. No sé bien el recorrido que seguro se sirvió del Magdalena, que llega al Sogamoso y este al Chicamocha, y así hasta encontrar Málaga, Santander, donde se asentó casi un año después. Durante ese año solo había mandado unas 3 veces “correspondencia”. No se hacían cartas porque todas las cartas se violaban en el país en guerra, pues a todas se les suponen riquezas y secretos, así que se escribían las noticias y las intenciones en pañuelos. Y los pañuelos eran llevados cada tanto por “baisanos” que era, ante la ausencia del fonema “p” en su lengua, como les decían a los “paisanos” los turcos, que solo tenían de turco el pasaporte y el gentilicio que les habían cambiado al llegar acá. Cada baisano viajaba con el pañuelo como quien llevara simples mocos en el bolsillo, pero llevaba claves para cambiar vidas, noticias para reencarrilar un destino, augurios maravillosos y confirmaciones tenebrosas de ausencias definitivas: un pleonasmo pues muchas ya lo eran allá, al zarpar, del otro lado.

Mi bisabuelo concentró los primeros pañuelos en dejar explicado el alfabeto y su traducción, para que si lograban reencontrarse en estas tierras, como todos soñaban, ellos supieran los caracteres latinos y pudieran borrar su nombre escribiendo el nuevo, en el control migratorio, y pasar como colombianos que volvían. Era el pañuelo la clave de una partitura más grande. Así llegaban al otro lado unas cartas sin palabras pero con letras que les ayudarían a escribir una nueva vida, en otra parte, lejos del horror. La bisabuela andaba ansiosa y con su salud agarrada de los pocos hilos de los pañuelos, sintiendo que el infierno se prolongaba indefinidamente, y que las condiciones del conflicto los obligaban cada vez a peor alimento y en menor cantidad.

En el año 1993, siendo yo aún un niño, grabé una entrevista, con una cámara prestada por el tío sacerdote, a la tía María (que se llamaba Mariem al otro lado del charco), quien tenía casi 90 años. La grabé haciendo kibbes, contando lo que recordaba de la guerra, sucumbiendo a mi inexplicable terquedad con una pregunta que yo descolgué no sé de donde, sobre unas cáscaras de naranja que tenían que comerse pues no había más. Ella no reconocía el episodio. Pero contaba historias de su tierra y los baisanos… Ella llegó con unos 7 años a Colombia, y no había perdido gota del acento pero sí todo pigmento de su pelo: blanco atabacado. Yo no sabía nada de lo que estoy contando, así que me dediqué a insistir en lo que había oído, y enregistrar y saborear su delicia de presencia, que siempre gocé… Recordaba la guerra, la invasión de langostas, la niñez empolvada y desértica. Era fácil ver su dolor por lo tanto fácil ver su fuerza. Fue una de las primas de abuelo Tanius que quedó bajo las alas heridas de mi bisabuela Yesmín, mientras venían a este lado del océano.

Viajaron los primeros pañuelos con las instrucciones de cómo escribir sus nombres al llegar: ya no habría Tanius, ni Mariem, habría Antonio y María… y Felipe, y otros… Pero la posibilidad de irse del Líbano se enredaba y para la bisabuela Yesmín se esfumaba. Ya en Málaga sin embargo, haciendo equilibrio en un solo pie, pero equilibrio al fin y al cabo, Moisés antes Moshem, envió la carta definitiva explicando cómo sería el movimiento para que todas y todos pudieran salir hacia buen puerto, a Colombia, y toda la logística, contactos y fechas respectivas. En cuanto encontró baisano con bolsillo y retorno, la envió. La “carta” iba para una aldea cercana a Beirut, donde vivía la familia, llamada Bteghrine. A Bteghrine le busqué la etimología básica: Lugar de Guerreros, dice lo primero, Lugar de Rocas, dice lo segundo. Y la tercera es la vencida, era la vencida: Casa de la más triste… A ese pueblo debería llegar con las instrucciones el pañuelo que, ojalá, después se batiría para despedirse de la patria.

El mensajero llegó al Líbano, no sé a qué ciudad ni qué tan lejos de Bteghrine quedaba, con la razón que ya llevaba un año cocinándose, y lágrimas como no cabrían en ese pañuelito. Dobló y guardó su ropa de occidental en el armario y se puso su ropa árabe. Después de llegar al Líbano pasaron, según me contaron, un par de meses antes de que se decidiera a llevarlo, o se acordara de que tenía en el bolsillo el destino de muchos para los que el mundo era un pañuelo.

Cuando el baisano llegó a la casa de la más triste, mi amada bisabuela Yesmín, se enteró de que ella había muerto hacía dos o tres semanas: de “pena moral”, creyéndose abandonada, apuñada por promesas rotas, y, con el dolor del abandono, reventando sus hilos de la salud, y de la cordura… no sé… no lo sé… estaba muerta.

Dicen que cuando Moisés se enteró en Colombia, sin ser si quiera esporádico tomador de trago se mandó de un envión una botella de ron… En el vacío de la botella lanzó su mensaje al infinito con su sonrisa encerrada para siempre. Se volvió hosco, y distante. Eso entiendo. Eso cuentan. Y sacó fuerzas de donde pudo para empezar a alistar la misión con la algo así como decena de niñas y niños que vendrían. Entre esos sus 5 retoños enfermos de orfandad y de la guerra. Con un frío en el alma que jamás se iría, y que condenaría por ejemplo, siento yo, a mi abuelo Antonio, a morir de cáncer de pulmón, 50 y tantos años después en las montañas de Boavita, Boyacá.

Los niños viajaron. Y me gusta en las cumbres de los hongos y de las raíces, imaginar su mínima presencia épica. Dejando a la madre, a la madre patria, a la lengua, a las imágenes que supongo de la madre agónica procurando sonreír, mientras entraba a la siesta larga, a la salud total, como me gusta llamar a la muerte, que es la ausencia de todo dolor.

El apellido duraría otros cientos de kilómetros flotando en el mar, pero se desvanecería en la orilla, en la playa, en Puerto Colombia. Moisés antes Moshem, buscó a su amigo José Mendoza para que operara de doctor y le salvara a los niños llegados en el barco extirpándoles el apellido y donándoles el suyo, y diciendo que eran su familia. Así, como quien se quita una muela, todos pasaron de apellidarse Tabcharani (con varias versiones ortográficas), a apellidarse Mendoza. Tanius Tabcharani es mi abuelo Antonio Mendoza. Y así su prima, sus hermanos, así los que llegaron… Todos pudieron firmar gracias a los pañuelos, a la fuerza de Moshem, a la generosidad de José, a la tristeza de Yesmín.

El abuelo Antonio entró con unos 13 años a Colombia y se destetó de Málaga cuando tuvo edad para poner su propio almacén, en Boavita. Droguería, ferretería, colchonería, mercería. Medía más de dos metros y parecía un exabrupto en las fotos del pueblo. Un monte en un valle. Mendoza, que además quiere decir “la sombra de la montaña”. Lo quiso todo el pueblo. Fue casi mitológica su bondad como su estatura, donó los relojes de la iglesia y participó en las cadenas para traer piedra desde la quebrada, La Ocalaya, hasta las torres que los sostendrían. No respondía cuando los baisanos le hablaban en su lengua, decía que era falta de respeto con los vecinos. Los 13 de junio organizaba un banquete para los necesitados en su casa. Aunque el banquete era a diario porque se casó una primera vez y tuvo 13 hijos; solo un par no sobrevivieron al trauma del nacimiento. Al primero lo llamó José Mendoza, en agradecimiento a quien le dio la entrada a su amada Colombia, donde pudo quemar las naves. Enviudó. De nuevo el frío aire de la muerte a sus pulmones. Luego conoció a mi abuela, Emperatriz, con quien tuvo otros 13. De esas dos uniones quedaron 24 hermanos vivos para amarse profundamente, y reunirse, aún ahora, cada 2 años, los que van quedando y sus proles. Los libros en árabe los deshojó para envolver puntillas. No dejó que ningún hijo aprendiera su vieja lengua ni viajara a averiguar nada. Él había nacido en Puerto Colombia con su nuevo apellido, y en el amor de cada hijo que lo distanciaba de esa orfandad de plomo, piedra y polvo. Pero ya ha amanecido y esa es otra historia que si me permiten contaré cuando caiga alguna otra noche.

Por el momento pensar en que la bisabuela sobrevivió a la guerra lo que pudo, pero no al desamor. Murió de amor, que es mucho lujo en la guerra. Supongo que nada épico para mi abuelo y las otras crías. Mi amor para esa que murió de amor porque yo de amor he matado tantas veces como me he matado de amor, porque esa muerte se devuelve. Como hoy, que muero dulcemente de amor por volver a ver el amor, el amo de amos, a las manos, a la cara, a los ojos. Como hoy matando al que he sido, matando mi apellido, diluyéndolo en el mar para volver al mío.

Bisabuela bendita, somos colegas del alma y del espíritu. No llegaste acá donde se muere tanto de amor como de maña, de bala y de pena. Pero sobrevives como una hormiga reina, en decenas de Mendozas que en realidad somos tus Tabcharani. Mi amor en una botella hasta el infinito, donde te encuentre.

QOSHE - Un apellido abandonado en la frontera (Bisabuela Oriental) - Rubén Mendoza
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Un apellido abandonado en la frontera (Bisabuela Oriental)

8 0
18.01.2024

Siempre oí que nuestro apellido no era “Mendoza”. Se lo había cambiado nuestro bisabuelo libanés, Moshem, para poder ingresar a este país tan solemne con los inmigrantes blanquecinos y tan duro con los coloreaítos. Que nadie sabía pronunciar o escribir el apellido del bisabuelo, que lo habían tumbado con unas letras de cambio, que así le hicieron un cheque chimbo. Pero la historia era mucho más triste. Era de un corazón migrante que no llegó a atravesar el mar para juntarse con los míos, sino que llegó a la muerte por el atajo de la decepción y la tristeza.

Aunque la historia en general la conocían entre adultos no llegaba a nuestra generación. Y aunque había sido contada en un par de textos públicos -entre esos un “diccionario” de los orígenes de la comunidad Eudista, en el que a un tío sacerdote lo referenciaban con un resumen de lo que voy a contar-, no sé si un halo de vergüenza la tapaba, porque la tristeza así de radical atraviesa las generaciones con la culpa… o no sé si esa dura historia de orfandad es el origen de la angustia que nos ha llevado a tener una especie de árbol cancerígeno, entre tantos enfermos de la familia, en vez de genealógico. Toco madera. Una tristeza encondada, metastásica, transecular y trasatlántica. La verdadera historia a mí me llegó tarde. Apenas hace un par de años, y en cuanto supe y reconocí el dolor de la bisabuela, sentí como si una pieza encajara en mi corazón. Reconocer su dolor de ballena encallada nos ha hecho cercanos como nunca lo fuimos, pese a no haber estado al tiempo en el planeta y estar en dos reinos distintos: el de la vida y el de la muerte. Sin embargo un octavo de mi corazón, mal hechas las cuentas, le pertenece, y allí ella palpita, se regocija, y vive en mí: me sana, eso siento. Bisbuela oriental, tan distinta a la de Raúl. Abuela mariposa desquiciada en mis corazonadas, antes de nombrarte cuento a quien lea y a vos, acá en mí, que te amo infinitamente. Y que honro y agradezco la valentía de tu dolor, que me tiene hoy acá, valiente y en gozo y adolorido, atravesando el océano de la vida y del amor y del desamor.

Era la caída del imperio Otomano la que tenía esa tierra ardiendo en esa ocasión. Los hombres que querían una vida, pero sobre todo vivirla, partían de la persecución, por razones religiosas, y por los afanes obvios que implanta la guerra a la orilla de la muerte.

Cuento lo que sé como lo sé.

Se pactó que se quedaba mi bisabuela Yesmín con los niños -sus criaturas y algunas del clan: primitas y primitos con la niñez aturdida-, bajo sus alas. Uno de ellos, mi amado abuelo: Tanius. Miembros de la familia partirían en dos embarcaciones buscando asentarse como una semilla que lleva el viento, y en cuanto tuvieran donde posar el cansancio y llorar hondo, sin pena, porque habían nadado hasta la otra orilla, mandarían por los suyos. Así partió mi bisabuelo, Moshem, el papá de Tanius, esposo de Yesmín, quien pronto dejaría de llamarse y apellidarse como hasta entonces: su nombre se adaptaría o traduciría: Moisés. Los dos barcos tenían como destino Florida, en Estados Unidos, a donde llegarían unas semanas........

© El Espectador


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