Ocurrió hace un mes, en octubre, pero podría haber sido más atrás, en septiembre o en mayo, o más adelante, en 2024 o en el 26.

El protagonista se llama Ricardo Augusto Galvis Noyes, 62 años, cercano a la jubilación según consta en un oficio de la rama judicial a Colpensiones. Un colombiano acomodado, dueño de automóvil, y al menos con un hijo o una hija estudiante de la universidad de Los Andes, de lejos la más costosa del país. Supusimos que era psiquiatra, por una información dada a la ligera por la alcaldesa de Bogotá, pero luego ese gremio se desmarcó rápidamente de él y hasta por comunicado oficial dejó en claro que no pertenece a sus asociados ni aparece en los registros de la profesión. El día de los hechos, 20 de octubre, debería haber sido una ocasión muy feliz para él pues se graduaba su hijo o hija. La ceremonia era en el Movistar Arena y en la confusión del tráfico, del desorden por estacionar, en esa manía enfermiza de que todos debemos pasar de primeros y resolver lo nuestro antes que el resto, terminó enfrentado a peatones, funcionarios de logística y otros conductores, con una amenazante cruceta en la mano. Corbata, vestido de paño y cruceta, una imagen si no contradictoria, inusual. Lo controlaron, regresó a su auto, y cuesta creer lo que vino luego. Le abrieron espacio para que moviera su carro y él, a conciencia, embistió el vehículo a su derecha del cual descendió otro hombre que empezó a golpearle la puerta, la del copiloto. Ricardo no vio problema en seguir estrellando el carro vecino, pero ahora con la intención de aplastar al hombre también. Demente eso de que el día feliz de reclamar un triunfo, un nuevo profesional en la casa, alguien pueda terminar convertido en un homicida, o al menos en un troglodita, y ser procesado por lesiones personales y masacrado en las redes sociales, y quizás acabado en su vida profesional.

Intentaron detenerlo, sacarlo de su auto, pero aceleró y logró huir. Y, desafiando los límites del asombro, apareció más tarde de nuevo, sin auto, a no perderse el momento en que su hijo o hija recibiera el diploma. ¿Padre cumplidor y amoroso, o colombiano confiado en la impunidad y en la inoperancia de la autoridad, enajenación mental temporal o crónica, o macho convencido de que todo se vale y todo se puede, y si hay plata aún más? Quizá, todas las anteriores.

Ese mismo día, los noticieros y los medios en general pasaron y repasaron los videos con las imágenes impresionantes, en particular la del otro hombre intentando evitar ser aplastado, y lo redujeron al triste cliché de “otro acto de intolerancia”, una categoría simplista e idiota en la que cabe de todo, desde acuchillamientos en Transmilenio entre colados y autoridades, hasta feminicidios por celos, pasando por agresiones entre barras bravas. Recordé a Hildebrando Rivera, el conductor de un camión de basura que murió linchado en enero de 2022 en la entrada a Bogotá por un grupo de indígenas tras atropellar y matar a una mujer de esa etnia. “Otro acto de intolerancia” rezaban los subtítulos de apoyo a las imágenes en televisión.

A Ricardo lo multaron y dejaron libre porque de algún modo Policía y Fiscalía también lo consideraron un “acto de intolerancia”, ese eufemismo para despachar sin análisis esta espiral de agresividad y enajenación que cada vez es más grave, más envolvente en su metástasis, y que no se puede explicar con el simple rótulo de intolerancia, cuando incluye inclusive la intención de exterminar al otro, de infligirle daño muy grave. Pero creo que tampoco se agota en la simple enfermedad mental, al menos no en el cuadro clínico personal, o en la mera sumatoria de patologías individuales.

Creo más bien que es una locura colectiva por la conjunción de tantos fenómenos de violencia cotidianizados, por la forma en que nos organizamos como sociedad, en que validamos la segregación, legitimamos el desamparo, justificamos la muerte, la justicia privada, pero también por el modo en que aprendimos a comunicarnos y relacionarnos desde la actitud prevenida, la suspicacia, la disfuncionalidad, el resentimiento y hasta la resignación, resignación a que la discrepancia se dirima por la fuerza y no por el diálogo, resignación al caos, desorden, impunidad, a la falta de autoridad, a vivir conflictos que involucren a muchas generaciones, al sálvese quien pueda. Todo, magnificado por el fuego de las redes sociales y su ira anónima, en el ex twitter hoy X, e inclusive inducido desde el poder y la institucionalidad.

Este es un pueblo irremediablemente enfermo, donde todo está dado para que se multipliquen episodios como el de Movistar del 20 de octubre, donde situaciones que llaman al placer y la alegría pueden terminar en intentos de homicidio o de daños personales, donde la autoridad civil señala sin confirmar a un gremio, los periodistas reducen todo a actos de intolerancia, y solo registran orgásmicamente el hecho inicial para olvidarlo muy rápido y no hacer seguimientos, donde Policía y Fiscalía no proceden o se demoran demasiado, a pesar de la evidencia en flagrancia, donde miles de anónimos devoran con morbo enfermizo unos videos para luego pedir la cabeza y hasta la muerte de alguien. Donde el concejal más votado de una ciudad principal es un hombre armado que disparó contra la multitud durante disturbios hace un par de años, donde un capo del narco se vuelve leyenda, un sicario paga pocos años de cárcel, se declara “memoria viva” de un cartel de drogas e invita a asesinar políticos como influencer activo con seguidores por miles. Un manicomio que no se avergüenza ni se horroriza por 6402 muchachos asesinados y presentados como guerrilleros, y donde una guerrilla secuestra y asesina en nombre del pueblo; uno donde un presidente se comporta como un camorrero de barrio, habla de “blanquitos ricos” para dividir, y tuitea casi siempre con veneno para comparar, al ojo, las marchas de la oposición con las de sus respaldos, y llama “cobardes” a quienes lo chiflaron y pidieron su salida en un partido de fútbol.

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27.11.2023

Ocurrió hace un mes, en octubre, pero podría haber sido más atrás, en septiembre o en mayo, o más adelante, en 2024 o en el 26.

El protagonista se llama Ricardo Augusto Galvis Noyes, 62 años, cercano a la jubilación según consta en un oficio de la rama judicial a Colpensiones. Un colombiano acomodado, dueño de automóvil, y al menos con un hijo o una hija estudiante de la universidad de Los Andes, de lejos la más costosa del país. Supusimos que era psiquiatra, por una información dada a la ligera por la alcaldesa de Bogotá, pero luego ese gremio se desmarcó rápidamente de él y hasta por comunicado oficial dejó en claro que no pertenece a sus asociados ni aparece en los registros de la profesión. El día de los hechos, 20 de octubre, debería haber sido una ocasión muy feliz para él pues se graduaba su hijo o hija. La ceremonia era en el Movistar Arena y en la confusión del tráfico, del desorden por estacionar, en esa manía enfermiza de que todos debemos pasar de primeros y resolver lo nuestro antes que el resto, terminó enfrentado a peatones, funcionarios de logística y otros conductores, con una amenazante cruceta en la mano. Corbata, vestido de paño y cruceta, una imagen si no contradictoria, inusual. Lo controlaron, regresó a su auto, y cuesta creer lo que vino luego. Le abrieron espacio para que moviera su carro y él, a conciencia, embistió el vehículo a su derecha del cual descendió otro hombre que empezó a golpearle la puerta, la del copiloto. Ricardo no vio problema en........

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