Hace una semana, al enterarme de la muerte de Piedad Córdoba, no pude evitar una genuina tristeza, la de perder algo con cierta significación, y decidí expresarlo en las redes por medio de un post en el que despedía a mi Piedad personal, la de hace muchos años, la negra de espíritu liberal, la de las causas sociales, “la feminista sin turbantes y arandelas”. La que me tocó conocer cuando me iniciaba como reportero político en el diario El Tiempo, a comienzos de los 90, y me asignaron cubrir el Congreso de la República. Allí la vi, la escuché, la admiré por sus claridades, sus coherencias y su convicción de haber llegado para ser vocera de unos eternos sin voz. Todo en medio de una jauría de chacales, de ladrones, y hasta de asesinos de los que casi una cincuentena terminó encarcelado.

Colgué entonces el post en acción de despedida porque Piedad significó algo en mi historia personal pero también en la de mi país como protagonista de un tiempo convulso, fascinante, esperanzador y desesperanzador a la vez, de perplejidades, fuegos fatuos, inciertos avances. De inmediato vinieron las reacciones, de bando y bando en esta ceguera colectiva y selectiva en que nos metió la política hace un par de décadas. Desde una de esas orillas, alguien escribió “se fue Teodora, la admiradora chavista, la mejor amiga de extremistas criminales, la del hermano narco, la que se hizo rica con el régimen venezolano; se fue más llena de secretos que de verdades”. Y del otro lado alguien reviró: “la valiente que se enfrentó al mafioso cuando llegó a la presidencia, a la que ordenaron secuestrar y asesinar pero no la fusilaron al verla tan valiente y erguida; la que luchó por los desposeídos”.

Un agrio debate en el que, paradójicamente, ambas partes tienen la razón y están diciendo o verdades probadas o planteando las serias dudas que nos quedan tras la muerte de esta complejísima mujer, quizá la más importante del último medio siglo en el país. Todo un personaje literario de quien podría hacerse una soberbia novela en la que además quedaría reflejada la política colombiana en la plenitud de sus matices.

Para empezar, Piedad Córdoba es una de las pocas mujeres en la actividad pública que se legitimó a sí misma, no por decisión ni concesión de los varones, ni paridades forzosas ni leyes de cuotas. Consecuente, una de las primeras iniciativas que ayudó a cuajar fue la ley de negritudes, y años más tarde consiguió sacar adelante toda la nueva legislación sobre prevención, atención y sanciones a la violencia contra las mujeres. Fue una de las primeras voces que valientemente se elevó para cuestionar a Álvaro Uribe por sus antecedentes paramilitares, y fue una de las que resistió firme los años de una ultraderecha todopoderosa en el poder (y en la gloria de las encuestas), que la satanizó, la espió y hasta consiguió destituirla de su cargo de senadora e inhabilitarla por 18 años. También, de esa ultraderecha criminal y asesina, que la secuestró, la sentenció a muerte y la obligó a salir del país. Las altas cortes en los años sucesivos la reconocieron como víctima de chuzadas y le devolvieron sus derechos civiles, en particular el de participar en política.

Todo lo anterior es incontrovertible, pero también lo es que luego del exilio, ella empezó a transformarse de modo radical, inclusive en su apariencia. Era difícil reconocer en esta mujer de turbante, y a la moda, respingada, a la afrocolombiana simple y hermosa del pasado. Y la mutación en el discurso, el tono, y hasta en el entorno fue aun más radical. Su acercamiento irrestricto a las Farc fue sorprendente. No lo veo cuestionable en sí mismo y ni siquiera porque el ánimo fuera la búsqueda de la paz, sino porque en su aislacionismo de décadas, era sano que la guerrilla escuchara versiones desde la institucionalidad y de vocerías que en el país formalizado lograban avances y conquistas fácticas. Más, proviniendo de una mujer con perspectivas de género y de pluralidad, que podía llegarle a un grupo con discursos contradictorios y hasta atávicos sobre lo femenino y sobre la diversidad. Lo reprochable es que en la pérdida de distancia con las Farc haya terminado justificando la eternización del secuestro como herramienta de negociación y de ventaja política para las Farc. Así lo contó su asesor Andrés Vásquez al hablar específicamente de la retención de Íngrid Betancourt y de los gringos, reducidos a meros objetos de intercambio, lo cual no solo sugiere una lealtad y adscripción a las Farc sino el abominable triunfo del pragmatismo sobre el humanismo.

En el caso de Piedad es evidente que ya metida en esa lógica puede haber traspasado más de una frontera ética y moral. Eso es muy claro en su defensa acérrima y constante de la dictadura venezolana, y en su turbia cercanía a Alex Saab. En su libro sobre este último, el gran Gerardo Reyes deja entrever que además de una afinidad ideológica con el chavismo podía haber un gran chorro de dólares y comisiones, y la ambición de ser presidenta de Colombia, con financiación de Chávez y Maduro. El hermano narcotraficante, cuya extradición fue firmada por el propio Petro, enrarece más las cosas, y explica parcialmente por qué la campaña del Pacto Histórico le pidió hacerse a un lado mientras concluían las investigaciones en su contra. Fue en 2022, justo antes de que la revista Cambio sacara a la luz unas conversaciones de ella con tres narcos extraditables del clan del Golfo y la oficina de Envigado para apoyar la campaña de Petro presidente. Y en noviembre del 2023, la Corte le reabrió una investigación por enriquecimiento ilícito.

Se fue Piedad, se fue con más secretos que respuestas. Con más sombras que luces. Por ahora, en el dolor por la pérdida, se oyen voces de alabanza, y es claro que hubo mucho valor, mucho aporte en ella; también se elevan las de sus numerosos enemigos, augurando el infierno y hasta aplaudiendo su partida. También tienen un derecho más que ganado para hacerlo. En mi caso personal, queda un recuerdo luminoso de la negra enorme que se le impuso a la adversidad, que se le plantó a los todopoderosos y consiguió reformas para los eternos olvidados, y una amargura porque tal vez de la regia mariposa original lo que más se vio en el cierre de su ciclo fue la mera oruga. O la mariposa y la oruga a un mismo tiempo. El juicio de la historia apenas empieza; aquí dejo mi cuota.

QOSHE - Piedad, entre oruga y mariposa - Sergio Ocampo Madrid
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Piedad, entre oruga y mariposa

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29.01.2024

Hace una semana, al enterarme de la muerte de Piedad Córdoba, no pude evitar una genuina tristeza, la de perder algo con cierta significación, y decidí expresarlo en las redes por medio de un post en el que despedía a mi Piedad personal, la de hace muchos años, la negra de espíritu liberal, la de las causas sociales, “la feminista sin turbantes y arandelas”. La que me tocó conocer cuando me iniciaba como reportero político en el diario El Tiempo, a comienzos de los 90, y me asignaron cubrir el Congreso de la República. Allí la vi, la escuché, la admiré por sus claridades, sus coherencias y su convicción de haber llegado para ser vocera de unos eternos sin voz. Todo en medio de una jauría de chacales, de ladrones, y hasta de asesinos de los que casi una cincuentena terminó encarcelado.

Colgué entonces el post en acción de despedida porque Piedad significó algo en mi historia personal pero también en la de mi país como protagonista de un tiempo convulso, fascinante, esperanzador y desesperanzador a la vez, de perplejidades, fuegos fatuos, inciertos avances. De inmediato vinieron las reacciones, de bando y bando en esta ceguera colectiva y selectiva en que nos metió la política hace un par de décadas. Desde una de esas orillas, alguien escribió “se fue Teodora, la admiradora chavista, la mejor amiga de extremistas criminales, la del hermano narco, la que se hizo rica con el régimen venezolano; se fue más llena de secretos que de verdades”. Y del otro lado alguien reviró: “la valiente que se enfrentó al mafioso cuando llegó a la presidencia, a la que ordenaron........

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