*Invitamos a nuestros columnistas a contarnos de las ideas que defendieron y que, ahora, perciben de manera diferente. Esta columna es parte del especial #CambiéDeOpinión.

En agosto de 2010, yo tenía 27 años y tres trabajos con contratos por prestación de servicios. Uno de estos implicaba pasar los días en el Archivo General de la Nación y la Sala de Libros Raros y Manuscritos de la Luis Ángel Arango. Entre las calle sexta y once del centro de Bogotá transcurría la vida. En un momento de pocas expectativas, llegó como una bendición la posibilidad de escribir esporádicamente para El Espectador. Nadie en mi familia había escrito en ninguna prensa y agarré la oportunidad con todo el entusiasmo.

Entonces ya hace varios años tenía fotos de una carta enviada por Alfonso López Pumarejo a su hijo tocayo. Era producto de alguna búsqueda en los archivos del expresidente y tenía unos chismes buenísimos. Sobre todo, en una frase de telenovela, López Pumarejo se quejaba de que su hija María Mercedes no se aventurara a hacer nuevas amistades. A pesar de que la familia estaba instalada en Estados Unidos y tenía acceso a posibilidades inusitadas, ella continuaba fiel a su círculo bogotano. “Y no necesito decirte cuánto me impacienta tener a la familia instalada en Park Avenue para que María Mercedes ande de arriba abajo con Cecilia Trujillo, como andaba en Bogotá con las Ferreritos o las Hernández”, dice la carta.

En su momento, pensé que con la publicación de la carta se desenterraba una gran contradicción. Una verdad que ponía en juego la carreta del hombre que, nacido en Honda, fue presidente de la república dos veces. En el texto uso un tono burlón, ligero y de superioridad moral.

Ahora, en 2023, tengo 41 años y más certezas. Una de ellas es sobre las incoherencias que nos definen; otras, sobre la historia política de Colombia. Además de lo que conocemos bien (la reforma agraria, la pelea con la entonces poderosísima Iglesia católica), López Pumarejo cambió el rumbo de la educación pública. Contra viento y marea, permitió que poblaciones que habían sido discriminadas por racismo o catolicismo (como los hijos nacidos fuera del matrimonio) accedieran a la escuela. Fue el primer (quizás el único) presidente que tomó distancia del elitismo y la desconfianza hacia el pueblo. En 1936, expidió varios decretos modificatorios de la legislación electoral que incluyeron amplios sectores de la población en la categoría de ciudadanos. Durante un período de creciente movilización social, creó canales institucionales que permitieron encontrar una expresión política para conflictos sociales urgentes: otorgó, por ejemplo, derechos a los sindicatos.

Si miro de para atrás desde donde estamos hoy, se hacen más claros sus retos y compromisos. Fue un hombre de partido y tres décadas antes de ser presidente sembró y cuidó las semillas de una colectividad saludable, que podía transitar las tensiones sin destruirse. Criticó al oficialismo de los años 20 por acostumbrarse a colaborar con el Partido Conservador, consolidando una rutina burocrática mientras el régimen llevaba a cabo la masacre de las bananeras. Desconfió (y sus palabras resuenan siempre) de la idea de unas oligarquías de tecnócratas de centro (ni liberales ni conservadores), que pretendían “hacer la felicidad colombiana imponiendo un sintético absurdo: la política apolítica”.

No estuvo bien esculcar las angustias familiares de uno de los únicos mandatarios que pensó y consolidó redistribuciones puntuales, e hizo posibles movilidades sociales y expresiones de clase. Por qué no haber esperado para revelar las minucias, falsedades y deseos de hombres menos comprometidos con el futuro, como Laureano (cuyo archivo está perdido), los Santos, los Uribe, los Galán, los Gaviria. Y, al fin y al cabo, ¿quién está libre de ansiedades de clase en un país desigual como Colombia?

QOSHE - Cambié de opinión sobre la carta de Alfonso a su hijo - Tatiana Acevedo Guerrero
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Cambié de opinión sobre la carta de Alfonso a su hijo

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26.11.2023

*Invitamos a nuestros columnistas a contarnos de las ideas que defendieron y que, ahora, perciben de manera diferente. Esta columna es parte del especial #CambiéDeOpinión.

En agosto de 2010, yo tenía 27 años y tres trabajos con contratos por prestación de servicios. Uno de estos implicaba pasar los días en el Archivo General de la Nación y la Sala de Libros Raros y Manuscritos de la Luis Ángel Arango. Entre las calle sexta y once del centro de Bogotá transcurría la vida. En un momento de pocas expectativas, llegó como una bendición la posibilidad de escribir esporádicamente para El Espectador. Nadie en mi familia había escrito en ninguna prensa y agarré la oportunidad con todo el entusiasmo.

Entonces ya hace varios años tenía fotos de una carta enviada por Alfonso López Pumarejo a su hijo tocayo. Era producto de alguna búsqueda en los archivos del expresidente y tenía unos chismes buenísimos. Sobre todo, en una frase de........

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