Se escribe para exorcizarse, para intentar sanar con las palabras las heridas que tenemos dentro, para generar ese humo de ilusión que nos permite seguir en la realidad creyendo que ella es de otra manera. Es esa catarsis, en la que cada frase se lleva un poco del dolor de nuestras pérdidas; pero esas palabras van humedecidas por el agradecimiento, que es el que le da sentido a todo este juntar de horas que llamamos vida.

Se escribe para celebrar la existencia en la fiesta de los recuerdos. Éstos casi siempre son invenciones con las que nos defendemos de cualquier emoción tóxica que hayamos vivido. Recordamos para vivir mejor en el presente suponiendo que hemos superado lo más duro. Por eso, nos dejamos mover por la emoción de exagerar lo bueno que nos pasó y tratar de matizar aquello que nos hizo sufrir.

Se escribe para contar las experiencias que hemos tenido con aquellos que amamos. Ya sea en la transparencia de un relato biográfico o a través de los entresijos de una novela. Sabiendo que cuando hablamos de los que amamos nos estamos narrando a nosotros mismos a través de las preguntas, búsquedas, opciones y limitaciones personales y, a la vez, contamos algo del lugar en el que hemos sido, con sus dinámicas de identidad. Todo esto me volvió a quedar claro cuando leí: El Árbol de Guayacán de Dany Alejandro Hoyos.

Ese texto lo leí con la paciencia de quien encuentra en cada página los más sublimes sentimientos; con la alegría de toparse con lo genuino de las personas; con la avidez de quien sabe que el amor expresado allí es más fuerte que todo lo vivido. Ya que es la historia con su abuelo, su papito. También es la historia de los campesinos antioqueños, de la violencia que sufrimos y de los acontecimientos cargados de sentido que a él lo hacen ser quien es. Disfruté cada descripción e imagen con la que Dany nos muestra su corazón y su memoria. Y claro, también hay una crónica de la pandemia, expuesta con su humor que siempre es más fuerte que el dolor.

Al terminar de leerlo pensé en los abuelos de hoy, en las relaciones que se establecen con ellos, en lo que la tecnología nos arrebata al concentrarnos en un aparato, abandonándonos distantes del encuentro con las personas. Entendí que esas relaciones de la infancia nos definen para siempre y nos hacen construir los planos del mundo en el que viviremos. Gocé pensando en mi abuela materna con la que viví poco, pero de la que aprendí mucho. Volví a sentir la necesidad de vivir intensamente cada momento porque, aunque batallemos con ello, son efímeros; y sólo quedan los recuerdos y lo escaso que de ellos podemos expresar con nuestras frases.

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El Árbol de Guayacán | Columna de Alberto Linero

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07.01.2024

Se escribe para exorcizarse, para intentar sanar con las palabras las heridas que tenemos dentro, para generar ese humo de ilusión que nos permite seguir en la realidad creyendo que ella es de otra manera. Es esa catarsis, en la que cada frase se lleva un poco del dolor de nuestras pérdidas; pero esas palabras van humedecidas por el agradecimiento, que es el que le da sentido a todo este juntar de horas que llamamos vida.

Se escribe para celebrar la existencia en la fiesta de los recuerdos. Éstos casi siempre son invenciones con las que nos defendemos de cualquier emoción tóxica que hayamos vivido. Recordamos para vivir mejor en el presente suponiendo que........

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