Todos lo hemos sufrido alguna vez. La simple idea de abandonar la caparazón invisible que nos cobija como niños es una de las dificultades más grandes que los seres humanos enfrentamos en toda nuestra existencia. Pero no hay de otra. Pienso en ello luego de que esta semana participara como jurado en un concurso universitario de poesía. Una joven mujer ―o una chica grande―, que terminamos dando por ganadora, planteó el tema a través de una composición profunda que contrasta con un título leve: Crisis de los veinte.

«¿Para qué quiero crecer, si solo sé llorar?», declamó. Y me hizo recordar a una muy pequeña Catalina que un día cualquiera se acercó a sus papás para expresarles el problema más existencial que en esa inocencia propia de la infancia uno pueda llegar a tener. Ellos cuentan que ―angustiada y llorando― les dije: «No quiero crecer». Ahora pienso que tal vez a esa pequeña niña, sin sospecharlo en lo más mínimo, desde muy temprano le aterraba el saberse en un futuro de siniestra soledad consigo misma, intentando resolver asuntos para los que nunca llegaría a estar lo suficientemente lista. Hoy, eso me conmueve.

El dolor de crecer quizás habita en esa sensación incómoda de imaginarnos asumiendo roles en un mundo que no parece haber sido creado por un dios, sino por un ser heurístico empecinado en que toda búsqueda debe partir y terminar en ensayo y error. Lo fascinante en medio de esa oscuridad que representa el no sentirse preparado para asumir un error tras otro es confirmar, aún con lágrimas, que el sentido de todo aprendizaje se halla en las caídas, en las pérdidas, en los no hallazgos o en las búsquedas frustradas, o en la percepción de un yo eternamente incompleto.

Narra Milan Kundera en La insoportable levedad del ser que «A diferencia de Parménides, para Beethoven el peso era evidentemente algo positivo». A diario tomamos decisiones, de esto se trata vivir: elegir, dejar hacer o dejar pasar, y entonces ser. En ese libro inmenso, Kundera también escribió que «La grandeza del hombre consiste en que carga con su destino como Atlas cargaba con la esfera celeste a sus espaldas». ¿Somos obras o artífices del destino? Crecer duele porque, necesariamente, implica una transformación. El estoico Séneca dijo que «Un cambio tan radical no puede producirse sin un terremoto», por lo que invita a la humanidad a armarse «de coraje contra esa catástrofe», de por sí, inevitable… ¿Existe otra forma de crecer que no sea a fuerza de coraje?

@catalinarojano

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El dolor de crecer | Columna de Catalina Rojano O.

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24.03.2024

Todos lo hemos sufrido alguna vez. La simple idea de abandonar la caparazón invisible que nos cobija como niños es una de las dificultades más grandes que los seres humanos enfrentamos en toda nuestra existencia. Pero no hay de otra. Pienso en ello luego de que esta semana participara como jurado en un concurso universitario de poesía. Una joven mujer ―o una chica grande―, que terminamos dando por ganadora, planteó el tema a través de una composición profunda que contrasta con un título leve: Crisis de los veinte.

«¿Para qué quiero crecer, si solo sé llorar?», declamó. Y me hizo recordar a una muy pequeña........

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